Por Xabier Makazaga, investigador del terrorismo de Estado.-
Es
obvio que el ex-subcomisario José Amedo guarda numerosos secretos sobre
la guerra sucia ejecutada en Iparralde usando las siglas GAL, a partir
de 1983. Y es muy probable que también sepa mucho sobre los atentados
cometidos años antes usando otras siglas; sobre todo, la del Batallón
Vasco-Español, BVE.
Poca
duda cabe de que Amedo empezó a “trabajar” en Iparralde en pleno
franquismo, y sería conveniente indagar sobre su relación con personajes
como Ramón Lillo, al cual define como «viejo conocido». Lillo dirigió
en 1976 un comando mercenario que atentó en Iparralde contra varios
refugiados utilizando unas metralletas Marietta compradas por la Policía
española en los EEUU, y no sería nada de extrañar que Amedo tuviera que
ver con
aquellos atentados.
Lillo
y Amedo eran entonces inspectores de policía. El primero, agente del
Servicio Secreto franquista, el SECED. El segundo, según Wikipedia,
ejecutó en la década de los 70 «labores de espionaje relacionadas con el
entorno de la organización terrorista ETA». Y fue precisamente en 1976
cuando otros dos inspectores con los que Amedo compartía piso
desaparecieron en Iparralde. Un año después, hallaron sus cadáveres,
hecho que lo marcó profundamente.
Fue
asimismo en 1976 cuando otro viejo conocido de Amedo empezó a trabajar
para el SECED. Se trataba de Jesús Diego de Somonte que en 1983 era ya
comandante y jefe de los Servicios Secretos en Euskal Herria. Ambos
tenían por costumbre reunirse en la Jefatura Superior de Policía de
Bilbo.
Cuando
estaba promocionando su libro “Cal viva”, a Amedo se le escapó que
también conocía al capitán Alberto Martín Barrios que los octavos de ETA
pm secuestraron, y dos semanas después mataron, en octubre de 1983.
Según la versión oficial, fue la muerte del capitán la que desencadenó
la guerra sucia de los GAL, pero tengo fundadas sospechas de que no fue
dicho fatal desenlace el que precipitó los acontecimientos, sino el
secuestro mismo.
Los
secuestradores de Martín Barrios afirmaron en un comunicado que lo
estaban sometiendo a un «concienzudo interrogatorio» sobre «la tarea
real» que desempeñaba, porque habían detectado que el capitán realizaba
«extraños movimientos» que ligaban a «una actividad reservada de tipo
especial».
Entonces,
la Policía pretendió que, quizás, sus secuestradores lo habían
confundido con el comandante Diego de Somonte, que acabo de mencionar.
Un bulo que sospecho lanzaron para esconder la verdad: que el capitán
Martín Barrios era también de los Servicios Secretos.
Me
sobran los motivos para sospechar que ésa era su verdadera labor. Entre
otros, el que lo sucedido tras su secuestro sea mucho más comprensible
si su ocupación oficial, en la farmacia del Gobierno Militar de Bilbo,
no era sino una tapadera para otras inconfesables actividades.
De
ser la verdadera labor de Martín Barrios la que sospecho, se entiende a
la perfección que su secuestro hiciera saltar todas las alarmas en el
corazón del Estado. No era para menos. Si el capitán estaba al corriente
de lo que Amedo y compañía estaban tramando en Iparralde, las
autoridades españolas se tuvieron que poner muy, pero que muy nerviosas.
En
esas circunstancias, no es nada de extrañar que dieran la orden de
secuestrar, a toda costa y con suma urgencia, a Joxe Mari Larretxea,
dirigente del grupo que se responsabilizó del secuestro del capitán. Y
tampoco extraña tanto que mantuvieran la orden después de que la Policía
francesa pillara a los compinches de Amedo intentando secuestrarlo. Lo
volvieron a intentar y los volvieron a pillar in fraganti, con el
subsiguiente escándalo.
En
todo caso, habría que preguntarle a Amedo de qué conocía al capitán
Martín Barrios, y también podría aclarar, de paso, algunas cuestiones
relativas a su extrecha relación con el ya fallecido comandante Diego de
Somonte. Por ejemplo, si es cierto, como afirma su viuda, que ambos
viajaban a menudo juntos a Iparralde y que su marido también tenía
previsto hacerlo el 23 de septiembre de 1983, en aquel viaje en el que, a
la vuelta, Amedo tuvo un accidente de auto en la autopista.
Según
el ex-subcomisario, la Ertzaintza le incautó entonces un maletín que
contenía datos muy comprometedores sobre diversos mercenarios que pocas
semanas después empezarían a cometer los atentados reivindicados usando
las siglas GAL. Se trataría de números de teléfono de dichos
mercenarios, y pisos de contacto que iban a usar. Unos datos que la
Ertzaintza jamás puso a disposición de juez alguno.
Amedo
también sabe muchísimo sobre no pocos agentes policiales franceses que
participaron en la guerra sucia a cambio de fuertes sumas de dinero
procedente de los fondos reservados. Entre ellos, “Jean-Louis”, uno de
los protagonistas de su libro “Cal viva”, del que afirma conocer la
identidad y cargo que ocupa en la actualidad en la Policía.
Conoce
también la identidad de bastantes otros, pero tan sólo cita por su
nombre a quienes quedaron al descubierto: Jacques Castets y Guy Metge. Y
denuncia que ese último falleció en un accidente de tráfico que
provocaron «los servicios galos de Información» a los que dirige un
claro mensaje, al igual que a los hispanos. Les advierte de lo muchísimo
que sabe, y guarda a buen recaudo, como guardó aquel famoso comunicado
de los GAL manuscrito por Sancristóbal y Damborenea.
Según
la viuda de Diego de Somonte, su marido le solía decir que cualquier
día iban a hacer desaparecer a Amedo, y el propio Amedo también ha
dejado bien claro su temor al respecto. Afirma que le ofrecieron fugarse
de la cárcel, para que rehiciera su vida en Sudamérica con otra
identidad, y que se negó en redondo por temor a que se deshicieran de
él, como se deshicieron de Guy Metge.
Por
eso guarda Amedo a buen recaudo sus comprometedores secretos, como
seguro de vida, y por eso habla tan descaradamente de esos secretos en
sus libros y entrevistas, con absoluto desprecio no sólo a las víctimas
de la guerra sucia, sino también a la propia Justicia.
¿Y qué dice la Justicia española al respecto? Nada de nada. Y hacer, aún menos, por supuesto
Resumen Latinoamericano