Por: Guillermo Fabela Quiñones /
15 septiembre, 2015
Con la contrarrevolución de la tecnocracia se puso fin al
concepto de nacionalismo, punto de arranque del régimen de la Revolución
Mexicana que permitió apuntalar la marcha de la sociedad hacia la
conformación de un Estado progresista. De ahí que sea correcta la
diferenciación histórica entre un antes de la toma del poder por los
tecnócratas, y un después en el que ahora nos encontramos. La generación
nacida en la octava década del siglo pasado no conoció el país que se
enorgullecía de su historia, por eso los jóvenes de hoy no le encuentran
sentido a las Fiestas Patrias, vacías de contenido y motivo de actos
demagógicos de la burocracia en el poder.
La juventud de hoy no tiene forma de comparar lo que fue
México después del gobierno revolucionario del gran estadista Lázaro
Cárdenas del Río, cuando los ciudadanos vivieron intensamente la
construcción de un país que emergía de las cenizas de la violencia
armada, con la realidad que están viviendo en la actualidad de
lamentable destrucción de las instituciones, por la carencia de ética de
las élites, su total desapego a principios elementales del derecho y su
irrefrenable afán de servirse del poder para acumular riquezas y
privilegios, de una manera no sólo criminal sino absurda.
Las nuevas generaciones han perdido la noción de patria,
por el falso concepto de un internacionalismo que dizque abre las
puertas a un progreso incluyente con el mundo. Nada más falso, pues los
países del Grupo de los Siete son ultra nacionalistas, protegen su
identidad cultural a capa y espada, y sobre todo cuidan mantener su
hegemonía económica al interior de sus territorios. Todas y cada una de
las directrices que los organismos internacionales a su servicio imponen
a las llamadas economías emergentes, no cuentan para las súper
potencias que integran ese selecto grupo.
Los jóvenes de hoy no tienen idea de que México fue un país
capaz de construir un Estado ejemplar, modélico para el resto de
América Latina hasta el sexenio del presidente Adolfo López Mateos, el
último estadista que produjo el régimen de la Revolución Mexicana, quien
pudo enfrentar las terribles presiones de Washington para frenar, desde
entonces, la marcha progresista que seguía el país. Lamentablemente, su
mala salud al final de su sexenio le impidió ver con claridad la
inconveniencia de dejar como sucesor a Gustavo Díaz Ordaz, el iniciador
de la contrarrevolución mexicana, quien perversamente fraguó el
asesinato de Rubén Jaramillo para ensuciar la imagen histórica de López
Mateos, a quien el gobierno estadounidense no le perdonó nacionalizar la
industria eléctrica.
Hoy, los jóvenes no mayores de treinta años padecen las
consecuencias de una contrarrevolución que desencadenó la dictadura de
la oligarquía más feroz en Latinoamérica en la actualidad. Lo más
dramático es que dicha población considere que esta realidad es natural,
que es producto de la violencia desatada por la delincuencia
organizada. Así lo quiere establecer el grupo en el poder, para
liberarse del juicio que se merece por utilizar las instituciones con
una finalidad excluyente, con el fin de concentrar con menos dificultad
las riquezas que genera un modelo económico antidemocrático y
terriblemente injusto.
De ahí la urgencia de acelerar la puesta en marcha de las
mal llamadas reformas estructurales, orientadas a consolidar un régimen
autoritario que sea tomado como natural por las nuevas generaciones.
Esto es posible porque no tienen manera de comparar el México de hoy con
el que fue hasta el gobierno progresista de López Mateos. No saben, los
menores de treinta años, que nuestro país estuvo muy cerca de la
democracia, cuando el Estado servía a la sociedad en su conjunto, no
sólo a una minoría voraz y apátrida, como en la actualidad.
No tienen ni la más remota idea de que hasta antes de la
toma del poder por los tecnócratas al servicio de Washington, nuestro
país tenía una envidiable movilidad social; que bastaba terminar una
carrera universitaria para tener un buen trabajo con amplias
prestaciones sociales. La delincuencia organizada no existía porque el
Estado no era una organización criminal como en la actualidad, sino que
tenía un compromiso histórico con el nacionalismo revolucionario, escudo
protector contra las incansables embestidas del gran imperio, el cual
finalmente alcanzó en 1982 su gran objetivo geoestratégico. Por eso las
Fiestas Patrias no tienen ningún significado para los menores de
cuarenta años.