por Carlos Aznárez
-destruyendo un país tras otro- lo podían obtener más fácilmente en Latinoamérica.
Lo
particular de estos golpismos es que no admiten las más mínimas
reformas, ya que cada uno de los gobernantes destituídos fueron marcados
a fuego sólo por el hecho de iniciar emprendimientos que contemplaban
políticas sociales dirigidas a los sectores que el neoliberalismo de los
90 había arrojado a la exclusión pura y dura. Ni siquiera, en los tres
casos citados, se puede hablar de planteos revolucionarios de peso, que
incluyeran en lo interno nacionalizaciones del comercio exterior o
reforma agraria, por citar algunos ítems. Al contrario, como ha quedado
patéticamente expuesto en el caso brasileño, a pesar de que Dilma
Rousseff hiciera todo tipo de concesiones y generara alianzas
inadecuadas que derivaron en políticas de ajuste notoriamente
anti-populares, la poderosa burguesía paulista siguió atacando por todos
los flancos y fue desgastando día a día al gobierno del Partido de los
Trabajadores.
A
diferencia de la derecha argentina que impuso a Mauricio Macri por las
urnas, aunque con un muy ajustado resultado, sus pares brasileños llegan
al gobierno por la ventana y con un “candidato” que además de ser
ostensiblemente débil (como dice un humorista brasileño:"si Michel Temer
se presentara a elecciones dudaría de votarlo, porque lo conoce, hasta
su propia esposa") y con suficientes antecedentes delictivos como para
ingresar en la emblemática cárcel paulista de Itaí y no en el Palacio de
Planalto, como ahora le ha tocado en suerte. Sin embargo, las
posibilidades que imponen las cada vez más desacreditadas democracias
burguesas le permitirían a Temer intentar llevar adelante un plan de
medidas que se han venido elaborando en distintas usinas de la oposición
a Dilma. De hecho ya está anunciado el retorno de personajes que
cohabitaron en la estructura política del ex presidente Fernando
Henrique Cardoso, máximo exponente del neoliberalismo “a la brasileña”, o
los aportes en tecnócratas y amigos del FMI y del Banco Mundial que
llegarán de la mano del derechista Aecio Neves.
En
ese marco de incorporaciones, quizás la que más ruido provoca es el
retorno de Henrique Meirelles, quien acompañara a Lula al frente del
Banco Central entre el 2003 y 2011, cuando corrían tiempos de auge
económico y no los actuales, donde la novena economía del mundo hace
aguas por donde se la mire. Meirelles, actual ejecutivo de grandes
empresas trasnacionales y hombre de confianza de sectores del partido
Republicano estadounidense, promoverá desde la cartera de Economía, una
política de más ajuste y endeudamiento como ya probara su colega Joaquim
Levy en la gestión Dilma.
Dulces por
la “victoria” obtenida, los partidos de derecha más ligados a instalar a
Brasil en la Alianza del Pacífico y emprender relaciones carnales con
Estados Unidos y Europa, tratarán de aprovechar el tiempo que va hasta
fin de año para evitar no sólo que Dilma vuelva (algo que a esta altura
parece improbable) sino que Lula da Silva, el único dirigente
carismático de los sectores populares pueda aspirar a vencer en futuras
elecciones.
Sin
embargo, la derecha puede imaginar escenarios idílicos -desde su punto
de vista- de privatizaciones, despidos y devaluaciones encubiertas, pero
hay un factor con el que necesariamente tendrá que contar y que no es
precisamente un imponderable. Se trata de la inmensa resistencia popular
que desde hace meses viene ganando las calles de Brasil.
Esos trabajadores y campesinos que no tuvieron dudas de enfrentar las
políticas de ajuste del ministro Levy ni las provocadoras gestiones en
defensa de los agronegocios de la ministra Katia Abreu, ambos de la
gestión que ahora ha sido destituída. Esos hombres y mujeres que
bloquean las carreteras, que están a pie de barricada, a los que se les
ilumina el rostro cuando se encuentran con sus pares gritando consignas
de “tierra, techo y trabajo”, o que marchan de un punto al otro
denunciando que el Brasil de los de abajo tiene años de estar esperando
por demandas incumplidas. Gente de pueblo que prefirió no ocupar cargos y
defender la autonomía de clase, precisamente para no sumergir las ideas
revolucionarias que poseen, en las cloacas burocracia y la
politiquería.
Allí, precisamente allí
está el Brasil real, con los Sin Tierra y los Sin Techo, con
los metalúrgicos de ABC o los operarios de la Mercedes Benz, que estos
días gritaron para que lo escuche el mundo “Nao vai ter golpe”. En esas
andaduras está la savia que alimentará la resistencia que a partir de
este fatídico 12 de mayo, deberá intentar que Temer y sus secuaces se
den cuenta que cualquier gobernabilidad que trate de llevar a cabo será
imposible.
Los pobres de Brasil saben
que si no se mueven con fuerza se impondrá el gobierno de los ricos. Por
eso lo proclaman en sus asambleas: ya no es tiempo de conciliábulos
sino de acción, de paro general, de rutas y calles cortadas por
multitudes, de desobediencia civil en todos los órdenes, de sabotaje a
quienes intenten vulnerar conquistas obtenidas, de armar frentes de
rechazo a empresarios voraces, de denuncia constante al terrorismo
mediático practicado por la Red O’Globo y otras similares. Esas
rebeldías de las que indudablemente el pueblo brasileño está nutrido,
son los elementos básicos para que el golpe producido no funcione. Ahora
"es tiempo de guerra” cantaba Chico Buarque hace años, y no de
mansedumbre complaciente. Ya habrá espacio para pensar en elecciones
anticipadas o potenciar la candidatura de Lula, hoy lo más importante se
juega en las calles, que es a lo más le teme la burguesía. El
resto, para que esa resistencia no quede aislada, será obra de la
solidaridad internacional de todos los pueblos que quieren que Brasil le
tuerza el brazo al Imperio.