Posted: 12 Jun 2017 02:20 PM PDT
Las contradicciones del programa nacionalista de Donald Trump
Por: Paula Bach
Fuente: “La Izquierda Diario” – Red Internacional en cinco idiomas
19 de mayo 2017
Breve nota de introducción:
Hoy
dejamos a un lado los conflictos armados, que por cierto sin un
sustento económico no podrían mantenerse. Las guerras también forman
parte sustancial del capital financiero. En esta entrega abordamos el
profundo y complejo dilema en la economía que se cierne sobre Trump y
sus nuevas políticas monetarias.
Donald
Trump parece un verdadero dolor de cabeza para los analistas, tanto
dentro de los Estados Unidos como fuera de casa. Es que el presidente
pretende encontrar la fórmula para estabilizar su gobierno contra toda
una corriente contraria a su contradictoria política económica. Por
ello, no debe luchar solo contra sus detractores por su acercamiento o
“amistad” con Rusia y la declarada lucha contra la financiación del
terrorismo global, sino que encontrará serios cuestionamientos a su
visión económica global (al fin de cuentas el magnate presidente ve la
política desde la perspectiva de los negocios). Y sobre economía es lo
que versará la siguiente ponencia.
Otra
polémica que se ha endosado el presidente es la ruptura unilateral del
“Acuerdo de París” sobre el cambio climático, que según él fue un paso
equivocado para evitar el calentamiento global. El Acuerdo de París no
ha resultado efectivo en los resultados, realmente. En los mismos
Estados Unidos esa legislación internacional no contribuyó o fue escasa
en su aporte, como tampoco disminuyó la competitividad de Estados Unidos
ante las otras potencias industriales, como afirma Trump para
justificar su salida. No obstante ha comprometido a casi un centenar de
grandes corporaciones estadounidenses para reducir al máximo las
emisiones de gases causantes del calentamiento global, expresando que lo
primordial es dar la vuelta de rumbo a las políticas energéticas
(aunque las poderosas transnacionales petroleras estuvieran ausentes… y
que gozan actualmente de fuerte influencia en el gobierno).
Los
economistas que trabajan en la administración Trump afirman que con
esta medida los estadounidenses se beneficiarán con la creación de
mayores fuentes de trabajo y consiguientemente mejores ingresos
económicos.
Mas,
el presidente Trump pretende desconocer que el cambio climático si es
un problema global y sus negativos efectos se los puede apreciar por
cualquier parte del orbe terrestre. Sin duda, esta decisión de Trump es
un triunfo de las grandes transnacionales, que como él –hombres de
negocios- son los encargados de imponer las leyes económicas y políticas
dentro de la nación.
Veamos a continuación un profundo análisis sobre el tema económico y la política nacionalista de la administración Trump.
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Una
realidad preñada de dualismos. El optimismo del FMI. Trump, la única
esperanza y el mayor flagelo. La crisis de los muchos rostros.
Nacionalismo y globalización, la madre de todas las paradojas.
La
incertidumbre manda pero al menos una certeza se impone: Donald Trump
es un buen actor y no pasa la prueba de análisis unilaterales. Si
durante gran parte de los primeros cien días de gobierno, el temor a un
nacionalismo vehemente borroneó las letras de los teclados de la prensa
financiera anglosajona, los giros de Mr. Trump –incluyendo los
reportajes que junto al Secretario del Tesoro concedieron a un Financial Times
en el lugar de “el otro”– serenaron los ánimos, abrieron una suerte de
compás de espera y dieron lugar a una crítica menos histriónica.
El
desplazamiento del ultranacionalista Bannon –antecedido por la salida
escandalosa de Flynn del Consejo de Seguridad Nacional y el manto de
dudas sobre el Secretario de Justicia, Sessions– esbozó una purga de los
miembros más recalcitrantes del equipo y encumbró a un sector de
“insiders” del establishment con cierta cercanía, en algunos casos, al
Partido Demócrata. Kushner, el “yerno”, Mnuchin y Cohn, los Goldman
Sachs’ boys, además de McMaster y el altamente respetado James Mattis,
aparecen como las caras centrales del nuevo equipo. A esto se sumó el
bombardeo a Siria que le regaló a Donald el aplauso mancomunado del
Partido Demócrata, el Republicano y la prensa archi opositora como The New York Times.
Por su parte, la política inicial de alianza con Rusia exhibe un
supuesto enfriamiento y la prometida mayor agresividad comercial hacia
China fue trocada –por el momento– por una presunta colaboración en el
asedio a Corea del Norte. Además y para mantener el Congreso en
funciones, Trump selló el primer acuerdo bipartidista en el Capitolio
realizando una serie sorprendente de concesiones celebradas por
demócratas y republicanos. “En general el compromiso se asemeja más a un
presupuesto de la era de la administración Obama que a uno de la era
Trump”, graficó la agencia Bloomberg.
Pero
como con el correr de los días se hizo bastante claro, constituiría un
error grosero abandonar los “temores” iniciales y presumir el estreno de
una regencia “tradicional”. De hecho aquel acuerdo “usual” se mostró al
poco tiempo como el instrumento necesario para un primer triunfo: la
media sanción para derogar el Obamacare en la Cámara Baja que le
permitió anotarse un “poroto” –provisorio, es cierto, pero de claro
efecto mediático– en una de sus promesas electorales más incisivas. Más
tarde, sobrevino el despido de Comey, el jefe del FBI, que dio curso a
una aguda crisis política.
Las oscilaciones son producto de que Trump es hijo predilecto de una realidad particularmente preñada de dualismos.
Desde la singularidad de la crisis económica, pasando por la
contradicción entre un alto y creciente desarrollo tecnológico y una
inversión esencialmente estancada en los principales centros
capitalistas, hasta las incertezas de una China en la que “lo nuevo no
acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. De algún modo, todas
estas contradicciones tienen su correlato en lo que podríamos llamar la
“madre de todas las paradojas”: la colisión entre tendencias
nacionalistas insurgentes en un mundo en el que el capital –tanto
financiero como productivo– alcanzó en el curso de las últimas décadas,
un particularmente pronunciado nivel de internacionalización.
¿Es la economía…o es la política?
La pregunta es capciosa adrede y nos remitirá nuevamente al aún joven gobierno Trump. Veamos.
El FMI
está transitando un momento optimista porque en su reciente informe
sobre Perspectivas de la Economía Mundial consiguió anunciar por primera
vez en 6 años –tal como observa Michael Roberts– una revisión al alza.
El progreso es sorprendentemente modesto, elevando la proyección del
crecimiento mundial para 2017 desde el 3,4% de la anterior previsión
hasta el 3,5% de la reciente. Cuestión que coloca el pronóstico para
este año apenas unas décimas por encima del crecimiento del 3,1%
registrado en 2016 y mantiene estable un –difícilmente previsible– 3,6%
para 2018. Según el organismo, la actividad económica está repuntando
mientras la inversión, la manufactura y el comercio internacional,
transitarían una “recuperación cíclica largamente esperada”. Los
portavoces del FMI son, no obstante, extremadamente cautos y advierten
que la corrección al alza sigue siendo pequeña mientras las tasas del
crecimiento potencial a más largo plazo continúan por debajo de las
registradas en las últimas décadas a nivel mundial, especialmente en las
economías avanzadas. A la vez alertan sobre la persistencia de
problemas estructurales como el bajo crecimiento de la productividad y
la aguda desigualdad del ingreso, así como de los riesgos financieros
que conlleva el anclaje del crecimiento chino en el incremento del
crédito interno.
Con
respecto a los principales “datos duros” –que en términos generales
lucen escasos– e intentando otorgar alguna jerarquía a lo que FMI
presenta caóticamente, se tiene: el crecimiento de la economía china no perdió impulso alentado por la continuidad de las políticas de estímulo fiscal;
el precio de las materias primas repuntó –incluyendo el petróleo–
dejando atrás los mínimos registrados en 2016 y aliviando parcialmente
las presiones deflacionarias; la inversión en infraestructura e
inmuebles en el Gigante Asiático, volvió a ser causa explicativa de un
suave progreso de la inversión internacional y el nivel de actividad
mejoró en Japón y algunos países europeos.
Pero
lo interesante y particularmente novedoso se verifica en dos factores
que, hilando un poco más fino, se vuelven uno. Por un lado el gobierno
Trump y la promesa de una política fiscal expansiva en Estados Unidos
–para el que el FMI proyecta un crecimiento de apenas un 2,3% este año y
2,6% en 2018– representan un factor “estrella” de la mejora en la
previsión. Alcanzaron tal magnitud las “expectativas” en la “conciencia
económica” que se registra una relativa bifurcación entre lo “esperado” y
la “economía real” o entre “datos blandos” y “datos duros”. Así el
denominado “Trump rally” –como se denomina al alza bursátil que sufrió
su primera herida de importancia con la convulsión del nuevo capítulo
del “rusiagate”– tiene poca o ninguna relación con el reciente y peor
desempeño trimestral de la economía norteamericana durante los últimos
tres años. En principio Trump es un maestro en el affaire de las expectativas y al menos insinúa contar con mejores cartas
que las que tenía Janet Yellen –bajo un “reinado” convencional– para
jugar este juego de lo que hace tiempo llamamos videoeconomía.
Pero sorprendentemente y por otra parte, parece que la “noticia buena” y “la mala” son la misma o dicho de otro modo, Trump –en tanto símbolo– parece reunir en su persona la única esperanza y el mayor flagelo.
Porque –y siempre según el Fondo– la incipiente recuperación resulta
vulnerable a una variedad de riesgos a la baja entre los que en
particular destaca la probabilidad de “un giro hacia el proteccionismo
que haga estallar una guerra comercial”. Riesgo que –siempre según el
FMI– proviene fundamentalmente de las economías avanzadas en las que se
observan varios factores que generaron “respaldo a políticas capaces de
socavar las relaciones comerciales internacionales y, a nivel más
general, la cooperación multilateral” –asunto y contradicción que, dicho
sea de paso, analizamos hace un tiempo en Donald Trump: una movida de la Fed, la furia, el capital global y el Gigante Asiático.
Pero entonces… ¿la economía o la política?
El FMI centra sus temores –casi a modo de manifiesto programático– en
la probabilidad de que acontecimientos políticos –como el gobierno Trump
o el Brexit y demás fuerzas, en particular europeas– acaben dando por
tierra con los débiles indicadores de lo que podría resultar una
“recuperación cíclica” y de paso se lleven puesta la esencia de su
negocio, es decir, el comercio mundial “global”. Pero el FMI gusta
separar la economía de la política. De modo que en el relato aparece una
economía que puja por renacer de las cenizas, amenazada por fuerzas
oscuras provenientes del respaldo a cierta política. Pero las cosas son
más complejas.
Hemos
señalado reiteradas veces la posibilidad de que la traducción política
de las consecuencias derivadas de la crisis que comenzó en 2008 pudiera
actuar como factor desestabilizador antes que la economía misma. Pero esto
es una cuestión muy distinta a suponer una crisis económica en vías de
resolución amenazada por la “pura” política. Economía y política no
transitan andariveles separados, las fuerzas a las que el FMI quiere
exorcizar representan en realidad la traducción política de una crisis
económica cuya síntesis entre inicio, desarrollo y dinámica, alcanzó una
fisonomía muy particular. Es el estado actual de aquella fisonomía
novedosa en términos históricos, la que en gran parte marcará la
impronta del período próximo.
La crisis de los múltiples rostros
La
convulsión de 2007/8 y sus derivaciones, resulta en sí misma una
singularidad que puede diseccionarse en diversas imágenes que recuerdan
al “Dios de los muchos rostros” de Game of Thrones. Como es sabido, la
amenaza de catástrofe inicial –que se temía incluso más aguda que
aquella de la década del ‘30– fue disipada por la acción de los
principales Estados. Pero el desvío redundó en cerca de diez años –por
ahora– de un crecimiento económico extremadamente débil como promedio
mundial, focalizado en los países centrales. Las aristas de esta
bipolaridad son múltiples.
Una primera cara muestra que el
salvataje a bancos y grandes empresas coexiste con el empeoramiento
progresivo de las condiciones de existencia de amplias franjas de la
población. Incluyendo tanto extensas legiones de trabajadores como
fracciones marginalizadas del capital representadas por pequeñas y
medianas empresas, especializadas en el mercado interno. Esta primera
imagen se plasma en el ascenso de los movimientos políticos
“populistas” a derecha e izquierda, en el rechazo a la “globalización” y
la defensa del “interés nacional” que tuvieron por ahora sus máximos
exponentes en la gestión Trump en Estados Unidos y Teresa May en Reino
Unido, encargada de administrar el Brexit.
Una segunda cara expone que amén del rescate de las “élites económicas” el
proceso de internacionalización financiera y productiva –la mayor
“empresa” del capital durante los últimos 40 años–, sufre una pérdida de
dinamismo. Aspecto que se expresa fundamentalmente en un débil
incremento de la inversión –en particular en los países centrales– y en
una clara disminución del ritmo de crecimiento del comercio
internacional –asociado frecuentemente a aquella baja inversión. Este
segundo rostro muestra lo que autores como Lawrence Summers denominaron
“estancamiento secular”. Es decir que desde el pos 2008/9, las políticas
monetarias expansivas –o sea, las burbujas crediticias que alcanzaron
magnitudes y lapsos inusitados– no consiguen estimular inversión y
consumo de un modo suficiente como para sacar a la economía del
estancamiento, ni siquiera en los niveles moderados –disímiles, es
cierto– alcanzados en los episodios de los años ‘90 o los ‘2000. Aunque
no sea este el lugar para desarrollar el asunto vale la pena remarcar
que de este cuadro nace también la contradicción entre el
extraordinario desarrollo tecnológico y sus posibilidades inmediatas de
aplicación a gran escala, problema cuyo síntoma se manifiesta en el
lento incremento de la productividad en los países centrales. Venimos
abordando el tema en la serie sobre tecnología y robótica publicada
desde esta columna.
En una tercera cara se observa que si
el comercio internacional perdió fuerza, aún está lejos de hallarse
dislocado, tampoco se perciben quiebras masivas de empresas, ni un
crecimiento agudo de la desocupación en los países centrales, más allá
de los niveles heredados de los años particularmente críticos. Esta
tercera imagen muestra que si la “empresa” con la que el capital se
sobrepuso a la crisis de los años ’70 está en aprietos, aún no está
quebrada y no existe –al menos por el momento– “emprendimiento” de
reemplazo que, en términos de la “economía real”, genere expectativas
superiores a un incremento de 0,01 puntos porcentuales de crecimiento
global. La ausencia de catástrofe económica traducida en una “empresa
neoliberal” en estado crítico pero aún no arruinada, contribuye a
explicar las oscilaciones de Trump y su –por ahora débil– política
comercial, la derrota de la derecha “populista” en Holanda y de
Marine Le Pen en Francia. Aunque la profundidad, persistencia,
estancamiento y desencanto que genera esta misma crisis, explica también
la pérdida de hegemonía de las “élites políticas” tradicionales, la
imposibilidad de que la de Trump devenga una administración tradicional,
el sideral ascenso del lepenismo en Francia o el triunfo de un
personaje como Macron, “escoltado” por un 25% de abstención. Aunque con
un estilo más refinado y dialéctico, también Martin Wolf apela al
recurso de separar el “momento de la economía” del “momento de la
política”. Sin embargo refiriéndose a la débil posición de Macrón,
sintetiza bastante bien que “su dificultad es que la situación económica
de Francia no es lo suficientemente mala como para persuadir a un
público cínico de tolerar cambios decisivos”.
Pero también puede visualizarse una cuarta cara y es la que expresa los límites de las complejas relaciones entre Estados Unidos y China que constituyeron la esencia del equilibriodurante
los años ‘2000 así como de su restauración relativa en el período pos
2008/9. Si China resultó un destino privilegiado del capital sobrante
–norteamericano en particular– aliviando la escasez de inversión en el
centro, la “cooperación” profundizó sus grietas hacia 2014. La
imposibilidad de mantener el modelo exportador, la sobreacumulación de
capitales y las tensiones financieras internas, aceleraron las
tendencias nacionalistas del Gigante Asiático. El encumbramiento de
un líder fuerte como Xi Jinping y su intención de perpetuarse en el
poder expresan la agudización de dichas tendencias basadas en que –como
señalamos en múltiples oportunidades– China intenta abandonar su rol
receptor de capitales para convertirse en un competidor mundial por los
espacios de acumulación. Pero se trata de un proceso lento, complejo y
de final abierto. Por sólo considerar la arista económica del
asunto, China avanza a velocidad en robótica, impresiones 3D,
manufactura inteligente, equipo médico y cibernética. El volumen de inversiones de China en Estados Unidos superó al de Estados Unidos en China durante el año 2015 y el país gestiona iniciativas de gran envergadura para acelerar la exportación de capitales. Entre las más importantes se encuentran el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura y La Ruta de la Seda conocido también como “One Belt, One Road”
-“un cinturón, una carretera”. Pero a la vez e incluso cuando se
incorporó recientemente a la lista de las principales economías
innovadoras del mundo, todavía ocupa el puesto número 25 del elenco
encabezado por Suiza, Suecia, Reino Unido y Estados Unidos. La
combinación entre el agotamiento de su lugar de “taller del mundo” y la
lentitud en la ardua tarea de transformarse en algo más que la segunda
economía por PBI, está generando tensiones internas y hay quienes hablan
de “The end of the chinese dream”. Por otra parte el acelerado
incremento del endeudamiento interno representa una evidente fuente de
tensiones para el Gigante Asiático y para el mundo.
El lugar de “guardián de una economía global abierta” que Xi agitó contra el “America First” de Trump, es un juego retórico. La
verdadera intención de Xi es “Make China great again” que entre otros
muchos asuntos precisa transformar al yuan en una moneda verdaderamente
internacional, cuestión que es a la vez una necesidad y una fuente de
vulnerabilidad. Esa imposibilidad de continuar siendo lo que era sin
conseguir aún transformarse en algo nuevo, dice mucho del lugar del
Estado chino en la arena internacional. Se trata de otro factor de alto
calibre que de manera –hay que remarcarlo– particularmente lenta y
contradictoria, también limita la continuidad conservadora de las
políticas norteamericanas de los últimos años. El nacionalismo por
ahora timorato que encarna Trump es también una consecuencia –en parte
defensiva– de un nacionalismo aún débil e indeciso que se hace sentir
desde el otro lado del Pacífico.
La madre de todas las paradojas
Sin duda la colisión entre nacionalismo y globalización constituye una de las grandes cuestiones del momento
y las conjeturas abundan. En mi opinión la dicotomía –y su posible
devenir– debe ser interpretada observando tanto la compleja relación
entre economía y política como aquellos “muchos rostros” de la crisis. Sin pretender desarrollar este ciclópeo asunto aquí, dejaremos planteadas algunas primeras reflexiones.
En primer lugar es preciso aclarar que el concepto “globalización” es lo suficientemente difuso como para admitir acepciones incluso contradictorias. Apelamos a él a falta de expresión mejor para dar cuenta del contundente
proceso de internacionalización financiera y en particular productiva
del capital durante las últimas décadas al calor del desarrollo de
aquello que se conoce como “neoliberalismo”. Cabe aclarar que si por un lado y en
términos abstractos el proceso de internacionalización no tiene nada de
novedoso como parte inseparable del movimiento histórico del capital,
por el otro y en términos concretos, no existen antecedentes del
entramado casi ininteligible de asociaciones de capitales y formación
internacional de cadenas de valor tal como se presenta en la actualidad.
Sin embargo y a pesar de esta reconfiguración, en modo alguno se ha
perdido la base nacional de aquellos capitales invertidos
transnacionalmente para los cuales el poder del Estado representa el
vehículo garante de sus ganancias y ventajas externas –e internas.
Cuestión que queda patentada de manera prístina en cada uno de los
acuerdos y tratados comerciales. No por casualidad aquellos pactos se
volvieron el objeto de furia de amplias mayorías perdedoras del proceso
globalizador.
En este contexto surgen al menos dos cuestiones fundamentales. La primera de ellas está asociada a la
necesidad del capital más concentrado de salvaguardar el poder del
Estado para lo cual el consenso resulta un factor de primer orden. Y, tal como señala David Harvey en Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, la construcción del consenso implica el cultivo del nacionalismo.
No
es casual que hasta los más fanáticos globalistas machaquen desde hace
tiempo sobre la necesidad de frenar el proceso globalizador al que
consideran de algún modo “sitiado” por la política.
Las negociaciones de Trump –bastante pobres por el momento–- con
Carrier, Ford e incluso la promesa de Apple de aportar 1.000 millones de
dólares para crear puestos de trabajo manufactureros en Estados Unidos,
constituyen ensayos de una respuesta muy limitada a este asunto. En el
mismo sentido operan medidas como los aranceles a las importaciones de
madera y lácteos desde Canadá, como parte de la futura renegociación del
TLCAN. Se trata de demandas de los productores norteamericanos que
vienen desde los años ’80 en dos rubros que representan las industrias
más importantes de Wisconsin, uno de los estados soporte de Donald
Trump.
El segundo aspecto remite a los
límites de aquel proteccionismo esencialmente vinculado a las demandas
de los “perdedores” de la globalización pero en gran parte
contradictorio con los intereses de los sectores más concentrados e
internacionalizados del capital. En principio esta oposición se puso
de manifiesto en el hecho de que el Tratado Transpacífico y el
Transatlántico –bocanadas de aire fresco de la cruzada globalizadora,
como señalamos en “Proteccionismo, globalización y furia populista”– quedaron fuera de todo programa político electoral que se pretendiera ganador. Pero si
los sectores económicos dominantes apoyaron mayoritariamente a Hillary
en la contienda electoral, tras el triunfo de Trump se observan
realineamientos de fracciones dispuestas a respaldar medidas de su
conveniencia. Tras la coalición “American Made” –que liderada
por un sector de transnacionales de alto poder económico como fabrica
su avión “estrella” Dreamline –una “oda a la globalización”– en 10
países distintos y General Electric fue calificada por Fortune como la quinta empresa global a nivel internacional contando –sólo en México– con 17 plantas manufactureras. El apoyo al Border Tax
por parte de estas empresas se sustenta en una demanda histórica de
reducción de impuestos a las exportaciones. Pero también la archi
opositora Apple apuntala la reducción impositiva a las ganancias
generadas en el extranjero cuestión que –de hacerse efectiva– podría
culminar en alguna nueva burbuja bursátil.
Es bastante impensable Boeing, General Electric o Caterpillar, apoya el por ahora desdibujado impuesto transfronterizo– se esconde el tipo de nacionalismo que estas empresas pueden alentar.
Boeing –la mayor firma exportadora de Estados Unidos–que la intención
de estas empresas consista en “retornar” a Estados Unidos. Con seguridad
disputarán más agresivamente sus intereses en el mundo en lo que podría
resultar el impulso de un tipo de “globalización” más unilateral. El
dilema es que se enfrentan aquí aspiraciones hasta cierto punto
contradictorias bajo igual mote de “nacionalismo”. El retorno del
empleo y el consumo a Estados Unidos, constituye la demanda principal de
los “perdedores” de la globalización y es el fundamento de su versión
del nacionalismo y sostén a Donald Trump.
Un reciente artículo de Foreing Affairs
nota que en la actualidad resulta particularmente complejo imaginar las
medidas proteccionistas que podrían ayudar a la “economía
norteamericana”, debido a que las empresas dedicadas al comercio
internacional forman parte de complejas cadenas de suministro mundiales.
Cualquier restricción a las importaciones que beneficie a determinados
productores –agrega– perjudicaría a las industrias que usan esos
productos como insumos. Ejemplifica que si para beneficiar a los
productores internos un arancel aumenta el precio del acero, afectará a
la vez a consumidores de dicho insumo como John Deere y Caterpillar. En
un escenario de crecientes tensiones geopolíticas y dado el lento
aunque persistente declive de la hegemonía norteamericana, es probable
que esta contradicción profunda gobierne gran parte del escenario en el
período próximo.
Paula Bach