– CAROLA CHÁVEZ
Muchos
tienen más de treinta años viviendo en el edificio. Tantos años
compartiendo tanto: alegrías, angustias, las tradicionales peleas de
vecinos que nunca pasaron de un chismorreo, de un viaje en ascensor sin
saludo. Un edificio como cualquiera, con el vecino metiche, el moroso,
el colaborador, el silencioso… Con ese apartamento lleno de chamos que
los viernes no dejan dormir con su escándalo.
Esos chamos
que vieron crecer, esos que hace nada -¡cómo pasa el tiempo!- se mecían
en los columpios del parquecito. Esos, como Gustavito, que ahora es
médico cirujano, y míralo cómo se ponía, cómo lloraba cuando veía sangre
en una de sus rodillitas raspadas. O como Eugenia, tan bella, tan
talentosa, siempre pintando flores bien bonitas que ahora vende muy bien
en algunas galerías. Como Luis y Anabel, que desde chiquitos se
hicieron novios y, por fin, se casan en septiembre. Y los que se
graduaron de bachilleres, y los que se pondrán este año su camisa azul, y
los hijos de los hijos que ahora llenan el parquecito… Tantos chamos,
sus chamos…
Vecinos de
toda la vida que juntos coleccionan canas, que ya son casi una familia,
con oveja negra y todo, allí en su edificio que, a pesar de los pesares,
siempre fue un lugar tranquilo, el lugar privilegiado que escogieron
para criar a sus hijos. Un lugar ideal, de gente decente, profesionales,
gente con aspiraciones, con ganas de surgir… Clase media pujante, no
como esos pobres conformistas y flojos que nunca van a salir del barrio…
Treinta años después, en lo que espabila un loco, la vida de los vecinos de toda la vida, cambió para siempre.
Estaban
abajo en la calle, frente al edificio que los vio crecer. Estaban
Gustavito, Raúl, la señora Gladys que hace unas tortas ricas “para
ayudarse”, estaban Eugenia, su mamá y su abuela, tres generaciones de
dignas mujeres venezolanas, estaban Anabel y Luis, agarraditos, como
siempre de las manos, estaban allí, trancándose la calle, “en defensa de
la libertad y los derechos humanos”; estaban allí hermanados en una
sola causa, con sus banderas volteadas, con sus alcantarillas arrancadas
del asfalto. Estaban ahí coreando canciones “color esperanza”, hasta
que alguien de color entró en la escena y todo manchó del horror más
oscuro.
“¡Un chavista infiltrado!” -dijo ya no saben quién, transformando a los vecinos de toda la vida en una turba sanguinaria.
El señor
señalado como objetivo, no tuvo tiempo de nada: sin saber por qué, se
vio en el suelo, recibiendo patadas por todos lados. Fue así cómo supo
que las patadas en la cara duelen menos que las que alcanzan los
riñones, donde insistían en patearlo Luis y Anabel, siempre tomados de
las manos. Eugenia y sus dos generaciones le gritaban los más horrendos
insultos. La niña que pinta flores bien bonitas, con los ojos
desorbitados de odio, le preguntaba al hombre que escupía sangre en el
suelo: “¿Te gusta, mamagüevo?”. Los chamos más jóvenes oyeron el
escándalo y bajaron a la fiesta armados con bates. Armandito, como no
tenía bate, bajó con un martillo. Sus mamás musicalizaron la escena
cacerolenado desde la ventana de la cocina. Menos mal que ya el pobre
hombre estaba inconsciente, porque le dieron hasta en el alma. Los
vecinos que no pegaban, grababan todo con sus teléfonos.
Amelia, la
mamá de Mariela, la que les hizo a todos sus recuerdos de la primera
comunión, horrorizada trató de detener aquel espanto: “¡Dejen a ese
pobre hombre, que lo van a matar!”. Por un segundo todos se detuvieron y
clavaron sus miradas enloquecidas en Amelia que supo inmediatamente que
ella podía correr la misma suerte del desafortunado, y calladita se
retiró a su apartamento y se encerró allí para siempre. Fue entonces
cuando Gustavito, el médico cirujano recién graduado, decidió poner
punto final a aquella orgía de sangre sacando su pistola y descargándola
en el cuerpo ya inerte del “maldito colectivo infiltrado”. Raúl, que
siempre imitó a Gustavito, sacó también su pistola y desperdició todas
sus balas en un hombre que ya estaba bien muerto. Eugenia, la que pinta
flores bien bonitas, escribió sobre un cartón “muerto por chavista” y lo
puso encima del cadáver, para la foto.
Cesaron las
cacerolas, los gritos, los insultos, el sonido del golpe seco de la
patada en la cara, el del golpe vacío de la patada en los riñones
desprendidos. Parados sobre un charco de sangre se miraron los vecinos
de toda la vida, jadeantes, mudos. Se miraron sin saber cómo terminar
aquella escena: ¿qué se hace después de matar a alguien, así, a sangre
fría? ¿Cómo se retoma la vida después de tomar la vida de otro?
Gustavito
dio el primer paso, siguieron los demás sus huellas ensangrentadas hacia
la planta baja, hacia el ascensor, hacia sus apartamentos. En silencio
se fueron apagando las luces en cada ventana. En silencio enfrentaron la
noche más larga de todas, la que nunca termina: la noche en que los
vecinos de toda la vida se convirtieron en asesinos.