Quienes
tienen más de 60 años de edad recordarán la derrota sufrida por la
izquierda –con Salvador Allende a la cabeza– en el año 1964: la derecha
decidió no llevar candidato a la presidencia y apoyó al democristiano
Eduardo Frei Montalva. Así le otorgó a Frei y a la DC un triunfo cuyo
resultado superó el 56% de los votos válidamente emitidos. No fue la
última vez que el “centro” y la derecha se unieron para impedir el
triunfo de la izquierda de izquierda (para diferenciarla de la izquierda
de derecha o “centroizquierda”). Años más tarde, en 1973, ambos
sectores contribuyeron al golpe de Estado.
Hoy,
en la segunda vuelta de la presidencial, el triunfo de la derecha fue
demoledor. No sólo se trata de un triunfo político, también es un
triunfo en lo cultural. La derrota de la “centroizquierda” fue
aplastante. Para Bachelet y la “centroizquierda” entregarle el poder a
Piñera deviene una costumbre.
De
1990 en adelante, con o sin alternancia, hemos asistido a una suerte de
cogobierno. Desde hace 27 años la “centroizquierda” y la derecha han
compartido el mismo modelo económico heredado de la dictadura. De ese
modo se arriba a una forma de desarrollo socioeconómico mediocre, en la
cual –desgraciadamente– las grandes ideologías y los sueños de profundos
cambios políticos salen sobrando. Lo que prima en cualquier gobierno
inserto en este horizonte es el interés de los poderosos, no las grandes
utopías.
Una
derecha pragmática, bárbara y fría, –con el concurso de una
“centroizquierda” deslavada y obsecuente–, impuso en la sociedad
objetivos que benefician sus propios intereses.
E
hizo de quienes debían estar situados en la vereda de enfrente sus
socios putativos. Putativos y dóciles. Individualismo y consumo han sido
los pilares fundamentales del sistema que se apoya en una democracia de
“Mall”, donde sólo existen consumidores, clientes y deudores.
Ya no hay, como décadas atrás, una visión de futuro, un sueño de país, de República integradora.
A
estas alturas la derecha no tiene necesidad de inventar nada. No lo
necesita. Culturalmente, la sociedad parece aceptar que el dominio de
los poderosos surge de una Ley Natural inexistente. Tanto menos
cuestionable que es Natural, e inexistente.
La
izquierda de derecha, fraccionada, sin ideas sino las de la derecha,
más preocupada de la repartija de sinecuras que del pueblo que dice
representar, practicando el método “quítate de allí que yo me ponga”,
lucha por la corona del ‘elegido’, del ‘iluminado’, de la Juana de Arco
que movilizará a los millones de seguidores que alguna vez tuvo ese
sector.
Esa
izquierda de derecha, la mal llamada “centroizquierda”, es la
derrotada. Nunca fue portadora de nada, de ningún proyecto fundador de
una República democrática, justa, verdaderamente moderna, en la que la
inmensa mayoría de la población pudiese reconocerse. La izquierda de
derecha se contentó con administrar el espejismo del consumo a crédito,
de la libertad de auto explotarse como “sub-contratista”, de pequeño
empresario con ínfulas de potentado, de winner en la jungla de las oportunidades para todos.
Al
final, no puede sorprender a nadie que los electores que aún votan
prefieran el original de derecha a la mala copia “centroizquierdista”
que a ratos, –solo a ratos–, impulsada por algún remordimiento de
consciencia, evoca algún derecho secuestrado para restaurarlo disuelto
en agua bendita.
Mientras
tanto… ¿qué propone la izquierda de izquierda? ¿Qué puede oponerle a la
derecha que pretende tener la exclusividad del “crecimiento”, del
consumo y la felicidad en la Tierra?
La
cuestión tiene pertinencia planetaria. Allí donde las fuerzas de la
izquierda consecuente renacen, replantearse la economía es tarea
prioritaria. Recíprocamente, allí donde se replantean la economía,
renacen las fuerzas de izquierda.
La
utopía de un mundo maravilloso centrado en el lucro, en la explotación
del Hombre y la Naturaleza, es inviable. La dominación de los poderosos,
asentada en la pauperización de los más, nos lleva al desastre. La
concentración de la riqueza en manos de un puñado de privilegiados que
se erige en modelo, es la receta para un mundo impracticable.
La
dimensión ecológica de la izquierda de izquierda debe estar en el
meollo de sus reflexiones: lo que está en juego es la supervivencia de
la Humanidad. El crecimiento sin fin no es una utopía: es una condena.
Por
ahí hay quien sugiere releer a Malthus, y en una de esas lleva razón.
El mundo es finito. La aceleración del consumo y la desaparición de los
recursos renovables nos acerca a una crisis en que la lucha de clases no
tiene nada que ver. Se trata de la supervivencia de la vida en la
Tierra.
Como
suele suceder, quienes tocan el tema desde el punto de vista de la
“ciencia ficción” asumen un papel de precursores. Los films Elysium o Interstellar
nos hablan de un mundo agotado, en el que el riquerío se reserva el
recurso de una prisión de lujo, o algunos científicos en plan Giro
Sintornillos venden la pomada del viaje a otras estrellas.
Por
lo pronto, avanzado el primer cuarto de siglo XXI, no logramos ni
siquiera revertir el fenómeno de la creciente apropiación del trabajo de
todos por parte de una oligarquía insaciable. Bernard Maris llegó
incluso a sugerir que ese es un viaje sin regreso o, en otras palabras,
una condena a muerte sin remisión de pena.
Nos acercamos, a pasos agigantados, al triunfo de los privilegiados que dominarán sin contrapeso en un mundo inviable.
Gradualmente,
las elites remplazaron el sueño del paraíso en el cielo por la quimera
de ser todos como Piñera: ignorantes, mediocres, deshonestos, inmorales,
pero pillines y ricos.
La
izquierda de izquierda tendría que partir por dejar claro que si el
primer sueño tuvo como objeto mantener dócil la mano de obra para
facilitar la acumulación primitiva, el segundo es una pesadilla de la
cual no despertaremos.