México
y este país quizás compartan más de lo que piensan. Compartimos
situación periférica dentro de economías y poderes políticos que nos
desbordan por el Norte. Compartimos tradiciones de ida y vuelta, como
lenguas, músicas y poéticas que van y vienen. Sobre México se asientan
cerca de 60 culturas. Como aquí, compartimos una mal encajada diversidad
política y cultural: nos movemos de forma excluyente entre distintas
raíces identitarias, donde la diferencia es percibida como amenaza y no
como riqueza de un Estado, por otra parte, progresivamente neoliberal y
conservador.
Compartimos también búsquedas de nuevas formas de
hacer política, intentando desplazar las referencias tradicionales
asentadas en las últimas décadas, dentro del juego institucional
representativo, en un bipartidismo de centro-derecha. Allá PAN (Partido
de Acción Nacional) como remedo conservador del PRI (Partido
Revolucionario Institucional), acá PP como valedor de una vieja y
desigual España que encuentra apoyos en el PSOE.
En ambos países
han emergido apuestas políticas que buscaban promover alternativas para
canalizar el descontento. Y entre las alternativas comunes, el
municipalismo es una propuesta que se enfrenta a aquellas que emergen
desde la izquierda institucional.
En México, no obstante, la
apuesta más mediática de una renovada izquierda, aunque con un candidato
ligado a los entramados políticos del país desde hace décadas, se
aglutina alrededor de Antonio Manuel López Obrador (AMLO, como es
conocido popularmente). Las encuestas y las élites mexicanas parecen
preparadas para recibir a AMLO como futuro presidente de la nación.
Obtendría alrededor de un 35% de votos en las elecciones del 1 de julio,
10 puntos por delante de Ricardo Anaya (PAN-Frente) y algunos más de
José Manuel Meade (PRI), considerado como un recambio “independiente”
del denostado Peña Nieto, pero que se hunde paulatinamente en las
intenciones de voto directo manifestadas en los sondeos.
Por estas
tierras, la posibilidad de sorpasso de Podemos se difuminó, en parte,
por su deseo de jugar al marketing político del populismo: discursos
genéricos buscando una transversalidad mediática, desde una organización
marcadamente piramidal. En su lugar, al hilo de una guerra de banderas,
el partido político de Ciudadanos (cercano al llamado “movimiento
naranja” con el que se promociona en México el partido Movimiento
Ciudadano) se ofrece como un populismo conservador con menos complejos,
más agresivo y que no precisa empuje social, antes al contrario, confía
en el voto del miedo que genera la precariedad y la falta de referentes
colectivos en lo cotidiano.
El candidato AMLO, o también Andrés
“Manuelovich” como él se bautizó irónicamente tras ser acusado de
recibir financiación rusa, no ha dudado en apoyarse en proyectos
políticos que le cuestionan su apelativo de “izquierda”. Su partido
MORENA (Movimiento de Regeneración Nacional) se ha aliado con el PT
(Partido del Trabajo) pero también recientemente con el conservador
partido de Encuentro social (PES), próximo a círculos profundamente
conservadores y protestantes del país, conformando la alianza Juntos
Haremos Historia.
AMLO procede de las zonas más izquierdistas del
PRI, pero su propuesta política ha ido volviéndose más ambigua o
directamente menos considerada hacia los referentes emancipatorios que
originaron el surgimiento de MORENA como organización social en 2011,
reconvertido en opción política institucionalizada en el 2014.
Como
prueba de ello destacan la idea de mostrar “mano dura” frente a la
delincuencia y de “perdonar” los pecados de los narcotraficantes; su
apuesta por un defensor de los transgénicos (Víctor M. Villalobos) como
su futuro secretario de Agricultura; el neoliberalismo con el que se
relacionan las ideas del director del programa económico (Abel M.
Hilbert); así como la incorporación reciente de candidatos que militaron
en el PRI o en el MC. Se trataría de un giro que recuerda en gran
medida el reformismo negociador con las viejas élites de Lula en Brasil.
Paradójicamente AMLO representa, a partes iguales, el fin y el regreso
del viejo PRI.
Frente a un más de lo mismo, el municipalismo
transformador paulatinamente viene ocupando espacios territoriales y
políticos en México. Advertencia: el municipalismo no está de moda en
México, es toda una tradición que, como en el Estado español, toma
fuerza ante el histórico blindaje de las élites por arriba. Demandas de
autogobierno, resistencias indígenas, prácticas comunitarias y
pedagogías fundadas en la autonomía social conforman un ramillete de
tradiciones que sustentan actualmente el municipalismo en México.
Tratando de eliminar los caciques territoriales, las élites mexicanas
desarrollaron la idea de “municipios libres” tras la revolución mexicana
en la segunda década del siglo XX. Por “libre” se entiende formalmente
la capacidad de administrar presupuestos e impuestos, y evitar la
subordinación entre el alcalde (presidente municipal) y el gobernador.
La demandas de (auto)gobierno, con claras referencias a un
municipalismo libertario de la mano de pedagogos como Ivan Illich,
Gustavo Esteva y las propuestas emanadas del zapatismo, se aunaron con
las reclamaciones indigenistas, recogidas en la constitución mexicana,
de gobernarse de acuerdo a sus “usos y costumbres”. En la práctica,
consejos comunitarios e instituciones modernas marcadas por una
democracia participativa y por redes de economías cooperativistas
conforman un tándem municipalista que se mueve con fuerza por abajo y a
la izquierda del propio AMLO.
El legado del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN) está hoy marcado y legitimado por la
propuesta de Municipios Autónomos. Cuando el EZLN irrumpe en 1994
difunde un primer comunicado, hoy conocido como la “Primera Declaración
de la Selva Lacandona. Hoy decimos basta”, donde no aparecen referencias
al autogobierno municipal. Los anhelos territoriales y de justicia
social indígena-campesinos se aliaban en ese instante con el marco de
radicalización democrática que tanto circularía por el mundo a lo largo
de los 90: la campaña “50 años bastan!” en 1994, inicio de la protesta
“antiglobalización”, consolidación de los primeros foros sociales
(locales y mundiales) un lustro después.
De aquellas lluvias
democratizadoras vendrían después los futuros 15M (protestas marcadas
por un “lo llaman democracia y no lo es”) y el ciclo político
municipalista posterior, en la cual las alcaldías por el cambio son un
referente significativo.
Sería en diciembre de 1994 cuando la
propuesta del EZLN se articula en torno al desarrollo de “municipios
rebeldes”. A día de hoy, estos municipios son resistencia territorial,
formas de democracia que combinan la apertura de instituciones
(democracia participativa) y una nueva organización directa desde
asociaciones y ciudadanía (democracia radical), que nutre de salud,
educación, economías locales y capacidad de decisión más allá de los
deseos del Estado mexicano y los mercados globales. Sólo así explicamos
la permanencia del EZLN tras más de tres décadas.
Toda una nueva
generación educada en ese municipalismo de bases libertarias y
comunitarias que ha fortalecido la construcción de un poder “desde
abajo” como ellos indican a través de los llamados MAREZ (Municipios
Autónomos Rebeldes Zapatistas), organizados a su vez en fórmulas de
intercooperación municipalista como son, a partir de 2003, las Juntas de
Buen Gobierno.
Estas nuevas generaciones zapatistas, no obstante,
han propuesto irrumpir mediáticamente en la arena política a través de
la candidata indígena Marichuy. Una (pre)candidata que no ha podido
finalmente recopilar las firmas que se necesitan para postularse en la
contienda electoral. Indígena y mujer, a la búsqueda de apoyos
comunitarios que en ocasiones no han considerado apropiada esta maniobra
electoral y, sobre todo, enfrentada a una exigencia de validar sus
firmas a través de teléfonos celulares (en un país pobre, sin
conectividad o luz eléctrica en amplias zonas rurales) son los factores
que la han alejado del escenario electoral. Por el momento.
Si bien
el zapatismo representa una renovada base ya consolidada de ese
municipalismo político y social, existen en México otros referentes.
Oaxaca es un Estado en el que 418 municipios de los 570 que lo conforman
se rigen por el sistema de asambleas comunitarias. Algunos más
participativos, otros más apegados a instituciones indígenas propias,
aunque no faltan reformulaciones a las que se adaptan partidos
tradicionales como el PRI. Pero no es una cuestión de números, no sólo.
Estos municipios autónomos cada vez impiden más el aterrizaje de la
maquinaria electoral.
Existen pueblos que se blindan durante las
llamadas electorales para que no lleguen autoridades o urnas, no hay
permiso de la comunidad para apostarle a acceder al ayuntamiento vía
partidos. “Los partidos nos fraccionan” me comentaba un joven oaxaqueño
con cargo comunitario. En su lugar, estos municipios negocian
directamente el acceso a presupuestos así como el respeto al desarrollo
de procesos comunitarios como base del autogobierno.
Otro frente
más discutible es la conformación de poderes locales por parte de las
llamadas “autodefensas comunitarias”, nombre con el que se conoce a
grupos civiles armados que a partir de 2013 se alzaron frente a la
violencia impuesta por las bandas de narcos. 37 grupos se constituyeron
rápidamente en el Estado de Michoacán. En algunos casos, el control del
territorio parecía dar paso a formas de autogobierno, desplazando a
militares, narcotraficantes y a una administración estatal inexistente o
cómplice de estos dos últimos. A la postre, gran parte de las
autodefensas han sido también refugio de nuevas bandas organizadas en su
propio beneficio, como los H3 o Los Viagras.
Sin duda, la
incapacidad o el desprecio del Estado mexicano, como la de otros Estados
del mundo, para considerar prioritarios en su agenda política el
bienestar de la población y sus formas de gobierno, han animado
iniciativas de autogobierno que van de lo económico a lo político. Una
referencia significativa son el despegue del cooperativismo económico
que arropa los municipios autónomos en Chiapas. Como también son
ejemplos de un cooperativismo en alza, con amplia base comunitaria, el
caso de la Tozepan, en el Estado de Puebla. Nace a finales de los 70
como cooperativa de consumo y de ahí a la producción de café y otros
alimentos; y en paralelo a facilitar servicios de salud, acceso a
vivienda, crédito y educación a las comunidades que forman parte de
ella. Hoy componen Tozepan más de 30.000 familias asentadas en 26
municipios. Las cooperativas están integradas en más de un 60% por
mujeres.
Con una orientación hacia la constitución desde el ámbito
local, nacen también partidos y organizaciones sociales al grito de
“fuera partidos tradicionales”. En ese sentido, expresando una
desafección institucional como lo indicara el 15M en el Estado español.
Pero distanciándose del 15M por su mayor conexión con el ámbito
electoral desde sus inicios, algo que aquí sólo se produciría
posteriormente con el ciclo municipalista y en menor medida con Podemos.
Se trata de iniciativas como Wikipolítica. A caballo entre el Partido X
y Podemos. De progresiva implantación en 10 estados del país, fue
espoleado en gran parte por la red #YoSoy132 que sacudiera los cimientos
políticos del país al forzar al mismísimo ex-presidente Enrique Peña
Nieto a refugiarse en los baños de la Universidad Iberoamericana,
perseguido por estudiantes que lo increparon en una conferencia. Su
líder más visible, Pedro Kumamoto, insiste en que su propósito “no es
ganar la elección, sino modificar la forma de hacer política y facilitar
los flujos de la comunicación”.
Poder local, con todo, no es
sinónimo de autogobierno para procurar bienestar social, democratización
desde abajo o unas economías más sustentables para las comunidades
beneficiarias. Por ejemplo, el desarrollo del municipio como institución
de gobierno local fue usado como el recurso gubernamental para detener
la expansión del zapatismo. Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo
Ponce de León, ambos del PRI, canalizaban fondos municipales y otras
inversiones en infraestructura para contrarrestar la legitimidad del
zapatismo y capturar redes clientelares.
También el uso de lo local,
como puede ocurrir aquí, puede representar un aterrizaje de “marcas
blancas” de grandes partidos estatales, alejándose de una práctica
municipalista de abrir instituciones liberales y refundar la autonomía
social desde nuevas instituciones ciudadanas, en línea con el
municipalismo propuesto por Janet Biehl y Murray Bookchin. La propia
derecha renueva su imagen, más verde y preocupada por enlazar con
proyectos locales tangibles, como demuestra la irrupción en importantes
áreas metropolitanas (como Guadalajara, la segunda ciudad del país en
habitantes) de apuestas sobre gestión de aguas, medidas frente al cambio
climático o apoyos a la agricultura urbana encabezadas por el
Movimiento Ciudadano.
Como vemos, México es un auténtico
laboratorio municipalista donde las tradiciones comunitarias (indígenas y
campesinas) se dan la mano con las formas de autogobierno socialista
(con raíces marxistas, anarquistas o libertarias). No forman aún redes
densas que compartan proyectos “desde abajo”. Pero ciertamente hay
exploraciones interesantes, como la idea de comunalidades, basadas en un
hacer territorial que construye vínculos, se apega a territorios,
promueve economías locales. Nuevos comunes (o Rebeldías en común)
emparentados con el municipalismo diríamos por acá. Iniciativas para
radicalizar la democracia y promover una sustentabilidad social y
ambiental que se comparten con pueblos kurdos, comunidades andinas o
propuestas de ciudades en transición. Pero que también se enfrentan a
quienes hacen del municipalismo una marca, un eslogan, acaso un lugar
donde hablar de poderes locales pero no de poder ciudadano.
Ángel Calle es profesor en la Universidad de Córdoba, y coautor de Rebeldías en Común (edit. Libros en acción). Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.