Por Leandro Grille, Caras y Caretas (Uruguay)/ Resumen Latinoamericano/ 9 de junio 2017 .-
Nicolás Maduro no es Salvador Allende. Ni es Hugo Chávez.
Venezuela, además, no es Chile. Hasta ahí las afirmaciones son de una
trivialidad tal que podrían obviarse. Sin embargo, el paralelismo entre
la revolución bolivariana y el gobierno de la Unidad Popular, encabezado
por el inolvidable presidente mártir, es enorme. Y negarlo,
desconocerlo o soslayarlo es condición necesaria para desentenderse y
adversar un proceso político contemporáneo sin la necesidad de
replantearse viejos amores todavía vigentes.
Me propongo exponer brevemente, dentro de las limitaciones de mi
formación, algunas claves de este paralelismo más allá de que no existen
procesos históricos y político homologables en un sentido profundo,
mucho menos cuando operan sobre sociedades y tiempos distintos.
Históricamente Venezuela ha tenido una economía basada en la
extracción y comercialización de sus enormes reservas petroleras. Chile,
por su parte, fundó su economía durante décadas en la explotación del
salitre, hasta su declive tras el desarrollo del salitre sintético, y
tras ello vivió literalmente de la extracción y exportación de cobre
que, al momento de ascender Salvador Allende a la presidencia,
significaba el 75% de las exportaciones chilenas y más del 30% de los
ingresos tributarios. Ambas eran economías extractivistas, fuertemente
dependiente del precio internacional de un recurso natural
preponderante.
Una primera gran similitud entre el gobierno de la UP y el proyecto
político inicialmente liderado por Hugo Chávez fue la voluntad
manifiesta de construir un camino al socialismo por vía democrática en
un país del tercer mundo, recurriendo a las urnas y no a las armas. Este
propósito común de resolver de modo pacífico la contradicción capital
trabajo a favor de los explotados mediante la construcción de un Estado
socialista por vía electoral, todavía no ha probado su viabilidad en
ningún territorio del mundo. No hay precedentes.
No es extraordinario, entonces, que los dos procesos políticos
hayan concentrado su vocación socializante en la redistribución de la
renta producida por su principal rubro económico, ni puede sorprender
que el derrumbe -forzado- del precio internacional del cobre entre el
año 1971 y el año 1973, para Chile, y el desmoronamiento del precio del
barril de petróleo a partir del año 2014, para Venezuela, hayan tenido
las consecuencias económicas devastadoras que tuvieron en ambos países.
La crisis económica de la Chile de Salvador Allende fue tan grave y
tan atizada por los Estados Unidos como la crisis venezolana. Desde que
Allende obtuvo la presidencia de Chile, Estados Unidos, gobernado en
ese entonces por Richard Nixon y con el genocida de Henry Kissinger al
frente del Departamento de Estado, tomó la decisión de derrocarlo y para
ello orquestó un plan, conocido como FUBELT, para destruir la economía
chilena, radiarla del mundo, y producir un golpe de Estado que derrocara
el gobierno marxista al que consideraban una grave amenaza a sus
intereses.
Las pruebas de su accionar se conocieron 25 años después, cuando se
desclasificaron los documentos, pero era evidente para cualquier
observador que no fuera políticamente ingenuo o cómplice. Si el primer
año de Allende significó una mejora sustantiva en la capacidad de
consumo de la población, crecimiento económico, expansión de derechos,
impulso de políticas públicas de avanzada, los años posteriores
-condicionados por una guerra económica interna y externa conducida por
Estados Unidos y ejecutada por los sectores más poderosos de Chile y sus
medios afines, más la abrupta -y operada- caída del precio
internacional del cobre tras la nacionalización de 1971, marcaron un
derrumbe de la economía, dos años seguidos de caída del producto bruto,
deterioro del salario real e inflación galopante, que llegó a ser los
últimos dos años del gobierno de Allende la más alta del mundo,
superando el 600%.
La política de control de precios que aplicó el gobierno de Chile
para contener la inflación es perfectamente comparable a ley de precios
justos venezolana, y el poder económico respondió de la misma manera:
con desabastecimiento y acaparamiento. Los chilenos debían hacer colas
de varias cuadras para obtener productos básicos a precio regulado, o
pagar montos infernales en el mercado negro que esquivaba el control del
Estado. En Venezuela sucedió lo mismo. Y al desabastecimiento inducido,
la respuesta del Estado venezolano fue la misma que la respuesta del
gobierno de la UP: Allende creo las JAP (Juntas de Abastecimiento y
Control de Precios) y Nicolás Maduro creó los CLAP (Comité Locales de
Abastecimiento y Producción) que tal vez han funcionado mejor que las
JAP, entre otras cosas porque, evidentemente, las autoridades
venezolanas analizaron aquella experiencia y han hecho lo posible para
que, a diferencias de las JAP chilenas, los CLAP venezolanos no sean
saboteados y perseguidos.
El descontento social venezolano de los últimos años y el chileno
de la época de Allende trabajado por la guerra económica y sus duras
consecuencias sobre la vida cotidiana de los chilenos, también fue
comparable. Y en las elecciones parlamentarias de 1973, la Confederación
para la Democracia (CODE, versión chilena de la actual Mesa de Unidad
Democrática que agrupa a la derecha venezolana) obtuvo el 56% de los
votos, contra el 43% que obtuvo la Unidad Popular de Salvador Allende,
quedándose con la mayoría de las bancas, con guarismos que son
singularmente parecidos a la elección de la Asamblea Nacional que perdió
el chavismo en medio de una crisis idéntica, porque en 2015 la MUD
venezolana obtuvo el 56% de los votos contra el 41% del Partido
Socialista Unido de Venezuela.
¿Qué hizo Allende con un parlamento opositor? La oposición chilena
agrupada en la CODE quería los dos tercios para poder acusar y,
eventualmente, destituir a Allende como hicieron hace poco con Dilma, y
como quisieron hacer con Maduro. No llegaron de casualidad. Pero
controlaron el parlamento, y la oposición chilena intentó usar su
mayoría parlamentaria amplia para promover una reforma constitucional
con un proyecto conocido como Hamilton – Fuentealba que intentaba parar
las políticas estatizadoras y socialistas de Allende. Allende vetó el
proyecto y, por ello, fue acusado de avasallar la legalidad y pasar por
arriba del poder legislativo. Fue acusado en parecidos términos que
Nicolás Maduro y el odio político de las clases medias y altas se
expresó en la calle, con movilizaciones cada vez más duras, y también
masivas, donde también participaron estudiantes universitarios -no
fueron solo los camioneros- e ingentes sectores sociales, entre los
cuales sectores medios y profesionales, como médicos y abogados y
dentistas y comerciantes. A Allende le calentaron la calle y no hubo 60
muertos, hubo más de 100, y lo acusaron de asesino, de tirano, de todo.
Mientras tanto, los sectores aliados a la burguesía promovían el golpe,
se concentraban en la puerta de los cuarteles, y participaban en
conspiraciones. Si en estos días la fiscalía general de Venezuela se ha
plegado a la oposición, también se plegó la contraloría general de la
República en Chile cuando acusaron a Allende de desconocer la
Constitución por vetar el proyecto de los opositores de derecha, que se
proponía impedir la expropiación de tierras y la intervención en el
comercio y en el rubro de los transportistas.
¿Por qué muchos creen que Salvador Allende era un hombre
democrático y pacífico y su gobierno un ejemplo inolvidable, y se
permiten a la vez aborrecer el proyecto de los bolivarianos? ¿No es
acaso una inconsistencia? Por ahora, la gran diferencia es el desenlace.
Salvador Allende fue víctima de un golpe de estado militar al que
resistió con su vida y el gobierno venezolano no ha sido derrocado
todavía, ni siquiera por un golpe de Estado, aunque lo intentaron.
Venezuela se defiende como puede. Hugo Chávez lo dijo: a diferencia de
la chilena, la nuestra no es una revolución desarmada. Fidel se lo
anticipó a Salvador Allende en su discurso de despedida en el Estado
Nacional, al final de un recorrido de tres semanas por territorio de
Chile, en diciembre de 1971. Luego de ver la experiencia -única en la
historia de construcción del socialismo por vía pacífica-, le advirtió
al pueblo de Chile que la violencia era inexorable, porque la derecha la
iba a imponer: “¡Regresaré a Cuba más revolucionario de lo que vine!
¡Regresaré a Cuba más radical de lo que vine! ¡Regresaré a Cuba más
extremista de lo que vine!”
Lo que está sucediendo en Venezuela no es extraño a la historia de
América Latina. Ni la actitud de la OEA lo es. Ni la violencia lo es. Ni
la crisis. Ni los muertos. Ni la guerra económica. Ni las mentiras de
los medios. Ni la intervención de la mano negra de los Estados Unidos.
Ni el desabastecimiento concertado. Ni el acaparamiento criminal. Ni las
colas gigantes, ni la inflación astronómica, ni el mercado negro, ni el
control de precio, ni los CLAP, ni las derrotas electorales en medio de
crisis operadas, ni la caída majestuosa del precio del recurso
económico más importante, ni las manifestaciones de las clases altas y
medias. Ni las acusaciones de inconstitucionalidad. Ni las acusaciones
de despotismo y tiranía. Porque lo que está sucediendo viene organizado
desde el mismo lado y con el mismo objetivo que hace cuarenta y cuatro
años. Es contra los mismos. Solamente han aggiornado sus métodos, porque
como también dijo Fidel aquel día en el Estadio Nacional de Chile, la
derecha aprende antes que el pueblo humilde. Pero el pueblo humilde
también aprende. Y como ahora es más difícil que aparezca un Pinochet en
Venezuela, entonces piden la intervención internacional. También en
Chile se anticipaba una guerra civil. De eso se hablaba en el 73. Para
mí, nada es sustancialmente distinto. Tampoco son distintos los que no
van a soltar la mano de la Revolución Venezolana. Ni es distinta la
derecha que se lo opone. Qué no estallen de nuevo los cristales de los
lentes de Salvador Allende