Posted: 12 Jun 2017 02:31 PM PDT
Por Rafael Cid
“Toda determinación es negación”
(Spinoza)
A
solo un año de conmemorar el cincuenta aniversario de “Mayo del 68”,
Francia retoma el espíritu conservador que denunciara Marx cuando dejó
escrito “la tradición de las generaciones muertas oprime como una
pesadilla el cerebro de los vivos” (El 18 Brumario de Luis Bonaparte).
Las elecciones presidenciales que, por defecto acumulado, han otorgado
la victoria al ex banquero Enmanuel Macron demuestran que la única
izquierda existente y resistente en el hexágono está en la abstención
responsable. Desde las entrañas del régimen, cumplimentando las reglas
del juego y sus sagrados mandamientos, aunque sea con la sana intención
de cambiarlo todo, no cabe más que seguidismo, servilismo y
continuismo.
Ocurrió en Grecia, cuando la
coalición radical Syriza y su líder Alexis Tsipras terminaron siendo
los principales valedores del modelo austericida que reiterada y
solemnemente habían prometido derogar. Y acaba de suceder, desde sus
antípodas ideológicas, en el país vecino con la llegada al poder,
mediante el voto concentrado de la ciudadanía, del que fuera alto
ejecutivo y asociado de la banca de inversión Rothschild durante el
conflictivo periodo 2008-2102. Precisamente una de las entidades
financieras que, con su codicia y desmanes, cebaron la crisis económica y
social que sufren en sus carnes las sociedades europeas y sus clases
populares.
Ciertamente los métodos usados en
ambas circunscripciones para incubar esa estrategia del escorpión han
sido distintos, pero no distantes. En el caso heleno se buscó un
escarmiento con el que ejemplarizar en cabeza ajena la imposibilidad de
desafiar al sistema. El famoso “no hay alternativa” de la señora
Thatcher. Lo desalmado de la trama utilizada entonces consistió en que
fuera el propio Tsipras, convertido en insospechado Torquemada, el
encargado de aplicar la “solución final” para doblegar a los
soliviantados griegos que habían ratificado en referéndum su voluntad
de enfrentarse a la Troika. Menos siniestro, pero igualmente cínico, ha
sido el procedimiento activado recientemente en Francia por los
poderes fácticos a fin de entronizar “democráticamente” a uno de los
suyos.
Al conjuro de un extravagante “no
pasarán”, esgrimido para aglutinar un bloque común contra la
ultranacionalista Marine le Pen y coreado puntualmente por políticos,
intelectuales y medios de comunicación, se ha logrado que uno de los
pirómanos de la crisis resulte elegido como jefe de bomberos por
decisión de sus damnificados. La distopía realizada. Incluso muchos
seguidores de Francia Insumisa de Jean-Luz Mélenchon, la fuerza
revelación que en la primera vuelta obtuvo un refrendo electoral del
21,3%, terminaron decantándose malgre lui por el neoliberal Macron, como demuestra el 66% de votos finalistas obtenido por el representante de En Marcha. Cifra imposible solo sumando a su 24% inicial, el 20% de Los Republicanos de François Fillón y el reducido 6,3% de Benoit Hamon por el cadavérico Partido Socialista.
Aunque de esa propina “antifascista” de FI nadie quiere acordarse. En
España, durante la transición, se usó una treta parecida, pero al
revés, para justificar que la entonces oposición de izquierdas (PCE y
PSOE) pactara con los neofranquistas y aceptara el jefe de Estado
designado por el dictador. En esa ocasión, la consigna -espantapájaros
fue evitar “volver a las andadas” con otra guerra civil. Y el
beneficiado del apretón, otro partido de aluvión recién fletado que no
era ni carne ni pescado, la Unión de Centro Democrático (UCD).
Pero
el relato, lejos de haberse acabado, en realidad empieza ahora. Las
presidenciales francesas han servido para demostrar que el ocaso del
bipartidismo es una realidad contante y sonante, y además que el régimen
de partidos está en franca decadencia (ver http://www.rojoynegro.info/ articulo/ideas/partidos-kaput) .
Tanto porque la opinión pública se ha dado cuenta de que a la postre
los partidos-aparato actúan como máquinas que parasitan lo público en
su beneficio, como porque sus propios dirigentes, llegado el caso, son
los primeros en vulnerar los principios democráticos que debían
presidir su organización interna. Lo hemos visto hace poco con el golpe
de mano dado por los cuadros del PSOE y el sanedrín de Ferraz al ex
secretario general Pedro Sánchez, y últimamente en las primarias del
PSF, con un derrotado ex primer ministro Manuel Vals que no dudo en
sabotear al ganador, su compañero de partido Hamon, postulándose a
favor de su teórico rival Macron.
La novedad en este fin de ciclo que despunta es la aparición de formaciones “pret a porter”, como En Marche, que imitan desde la derecha a partidos “atrapalotodo” y movimientos colaborativos tipo Podemos o Cinco estrellas.
Unas y otros, son organizaciones omnivoras, volcadas en generar
confianza entre el elector abstracto, mientras se alejan del rancio
formato estructurado orgullosamente en torno a la identidad ideológica
de sus afiliados. Ha mutado el modelo de negocio. Además,
autocalificarse de derecha o de izquierda ya no imprime carácter, y
empieza a ser percibido como un lastre para acceder al poder. De ahí que
ninguno de los grupos políticos emergentes utilice ese reclamo en su
tarjeta de visita. Prefieren el genérico expansivo al específico
introspectivo, caso de En Marcha, Podemos, Cinco Estrellas, Ciudadanos.
El fracaso de Izquierda Unida (IU) se explica precisamente por la
limitación que en una sociedad cambiante como la presente supone buscar
la mayoría social necesaria para gobernar desde la reserva ideológica.
Circunstancia que en IU se agravaba con el férreo control ejercido por
el Partido Comunista (PCE) sobre sus órganos federales de dirección
colectiva.
Lo trascendental de lo ocurrido en
Francia, lo irremediablemente nuevo, reside en que ahora el partido que
asume la función de suplente al gobierno y alternativa al statu quo es
el posfascista Frente Nacional, en proceso de metamorfosis para
convertirse en un movimiento de carácter soberanista que compita con
los signatarios de la globalización. Marine Le Pen, por obra y gracia
de ese artificial “todos a una como Fuenteovejuna” que ha alineado y
alienado al resto de los partidos con el hombre de la “casa Rothschild”,
ostentará en lo sucesivo el rango de jefa de la oposición y máximo
referente del primer partido obrero en su ya “aldea gala”. Ni izquierda
ni derecha, sino todo lo contrario: el espíritu de Vichy.
Irrumpe
así otro paradigma. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial la
izquierda social deja de ser la divisa de las fuerzas progresistas, y
ello porque sus bases tradicionales, sintiéndose traicionadas por sus
partidos y dirigentes, están cambiando de bando. De ahí que la opción
representativa de las clases trabajadoras diezmadas por el paro y la
inseguridad ante el futuro lleve hoy el ADN de la extrema derecha
proteccionista. Se ha roto la ecuación que igualaba izquierda a obrero, y
aparece una versión espuria del proletariado militante que apoya tesis
xenófobas. Y encima, también novedad en estos años, el rédito cultural
del antifascismo en las urnas será patrimonio de grupos conservadores,
se denominen neoliberales o socioliberales. La función crea el órgano.
Pero
no vale con constatar los efectos ocultando la cabeza como el avestruz
mientras se cantan las habituales letanías del victimismo. Hay que
saber, o al menos plantearlo, cómo se ha llegado a esto. Causas y
efectos, medios y fines, y asumir responsabilidades para buscar salidas
al embrollo y poder mirarnos a la cara sin avergonzarnos. Desde luego,
no hay una razón para explicar esa tenebrosa deriva, sino múltiples.
Pero al menos dos, de perfiles superpuestos, uno endógeno y otro
exógeno, saltan a la vista. En primer lugar, la superioridad del “homo
económico” sobre el oxidado “sujeto ético”, por la común confluencia de
neoliberales y marxistas en ponderar lo material como motor
civilizatorio. Desde esa perspectiva, en realidad otro versión de
pensamiento único, la gota malaya de tirios y troyanos ha terminado
formateando un ciudadano unidimensional, con una sensibilidad abotargada
por la ficción de salvaguardar su íntima prosperidad. Sin más valores
que los derivados del proceso de producción y consumo (martillo y
yunque de la obediencia debida), parece lógico que cuando la crisis ha
puesto en precario su modus vivendi haya acudido a ponerse bajo
la protección de nuevos salvadores que le ofrezcan volver a la casilla
de salida sin mayores reparos.
Esto demuestra
lo equivocado de la teorización marxista que veía en el fascismo la
última trinchera de la burguesía para defender sus intereses. El
fascismo y el nazismo, entonces y ahora si pudiera hacerse la
traslación mimética, son expresiones agresivas del estatismo
nacionalsocialista, con un sustrato de soflamas anticapitalistas y un
profundo desprecio a los valores que encarna la democracia (como el
“socialismo en un solo país” estalinista). Esta es la otra de las patas
de la paradójica catarsis en marcha. Tesis que defendió Friedrich
Pollock, miembro destacado de la Escuela de Frankfurt, frente a la
escolástica marxista-leninista en su obra “Is National Socalism a New Orden?”.
Sostenía heterodoxamente Pollock que casi todas las características
esenciales de la propiedad privada habían sido destruidas por los nazis
y que en general la racionalidad técnica había reemplazado el
formalismo legal como principio rector de la sociedad, logrando de este
modo la primacía de la política sobre la economía. (Martin Jay. La imaginación dialéctica.
Pág. 255-256). Pautas que se observan en ese discurso contra las
élites y la denuncia de la oligarquía que explica en parte el
corrimiento tectónico de las bases obreras hacia el Frente Nacional.
Porque si damos por buena el mainstream marxiano al uso comulgaríamos con la aberración de considerar a Macron y Le Pen como un tándem en competencia simulada.
Todo
lo expuesto anteriormente vale también para los sindicatos, aunque no
participen directamente en la competición política. De hecho muchos de
los votantes que han encumbrado a Macron y han hecho lo propio con
Marine Le Pen pertenecen a esas mismas centrales que, en el caso
francés, no llegaron aponerse de acuerdo para plasmar en un documento
común el rechazo al Frente Nacional. Una contradicción andante que los
retrata como meros tinglados burocráticos y de defensa corporativa. Sean
cuales fueran sus credenciales y su pedigrí ideológico. Ni siquiera el
anarcosindicalismo, que por filosofía y experiencia opera al margen de
la lucha por el poder y tiene una tradición antiautoritaria y
asistémica, está libre de contagio. La mejor prospectiva de
organizaciones como CNT o CGT está en potenciar su perfil emancipatorio.
Sin un movimiento libertario nómada que polinice la sociedad civil el
anarcosindicalismo corre el riesgo de adocenarse sin remisión.