26 de abril de 2015

Frío en el espinazo (o del miedo político y sus orillas)




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Sentir miedo no es cobardía, pues hasta los cuatriboliados lo sienten y la única excepción fue Juan Sin Miedo; lo que importa es no dejarse llevar por él.  Sentencia del abuelo Feliciano cuando le confiaba mis temores de sute miedoso, pero la oía y no la entendía (tampoco era de mucho preguntar) porque no sabía de nadie llevado por el miedo; sí, por la pelona, la recluta y hasta por ese mentado Elpidio, que apareció en Yegüines con no se qué encomienda del gobierno, se quedó más de lo deseado por todos y terminó llevándose a la hija mayor de Melitón.  Por boca de mi abuelo conocí también la escala de los efectos del miedo según su gravedad, la escala de los hombres, porque las mujeres tenían la propia: escalofrío, tembladera de piernas, encogimiento de turmas, irse en lágrimas, irse en miados y el famoso frío en el espinazo, manifestación del miedo supremo, el que se presentaba en las grandes hecatombes, cuando se te caía el techo en la cabeza por el temblor, el que seguía al comenzar a penetrar en la piel la bala o el puñal o cuando por otras circunstancias la pelona te miraba directamente a los ojos y tú resistías la mirada porque no te querías dejarte llevar, fue el que sintió un mi tío, cuando lo cosieron a puñaladas, y por ahí anda, bien de todo.  Más allá del frío en el espinazo, sólo el encanecimiento inmediato, producido por el terror pánico, del que nadie sabía cosa alguna, porque quien lo había experimentado, que los había, además del pelo canoso de repente, quedaban lelos, imposibilitados por el resto de sus días de contar nada inteligible.  Era sabio mi abuelo, y yo, miedoso y todo, aprendí a lidiar con ciertos miedos.  Así, el que me amenazaba en los caminos oscuros, lo enviaba al dolor los dedos gordos lastimados con las piedras que no veía y la capellada de las alpargatas como si nada; a la hora de dormir, pegaba mi espalda contra la pared, porque si estaba cubierta podía arreglármelas con todos lo que pudiesen venir de frente; al perro negro con ojos como brasas, las ánimas en pena y los demonios insumisos, les temía pero no tanto, porque había aprendido las retahílas que infaliblemente los devolvía a sus antros, oraciones que no tuve la oportunidad de recitar, porque nunca se atrevieron conmigo.  No me alcanzó la niñez para miedos superiores y los de ya mayor, son otra historia, menos el que ahora me atormenta, equiparable en la escala de miedos de mi abuelo al del frío en el espinazo.
Miedo insufrible a perder las elecciones, producido por la inconciencia de quienes en el entorno tendrían que evitarlo.  Con las orejas taponadas, obnubilados, repitiendo errores, empeñados en ganar para perder, displicentes, sin ni siquiera sufrir escalofríos.