Por Sumito Estévez
| 25 de abril, 2015
Ponga en remojo, cubriendo completamente
con agua durante 24 horas, medio kilo de cualquier grano que desee
cocinar, de esos que uno compra en cualquier supermercado. Pasadas 24
horas elimine el agua y cubra las hinchadas semillas con un papel
absorbente humedecido en un lugar fresco y aireado. Dependiendo de la
semilla, entre uno y cuatro días después, de cada grano comenzará a
brotar un germen poderoso cargado de proteínas. Cada una de esas
semillas germinadas podrá ser una planta en el futuro… o un puchero
nutritivo, si decide cocinarlas.
¿De dónde han sacado esas semillas la
energía para que, de la nada, brote la vida? ¿Cómo es posible semejante
prodigio si esas semillas no están tomando nutrientes de la tierra?
La semilla no es más que un gran
depósito de alimento para que, llegado el momento, el dormido germen que
reposa en su interior tenga cómo crecer. Y cuando el germen ha
consumido todo ese alimento, ya con un par de hojitas que predicen
futuro, llega el momento de trasplantar la planta para que otro ser
vivo, la tierra, la siga acunando hasta que sea una adulta dispuesta a
seguir con el ciclo de la vida.
Pero una cosa es germinar y otra muy
distinta lograr que una semilla germinada crezca hasta poder ser la
madre de otras semillas y sea nuestro alimento. ¿En cuál época del año
debe hacerse? ¿A cuánta distancia debe estar una planta de otra? ¿CUáles
otras plantas deben estar cerca para nutrir la tierra y combatir las
plagas? ¿Cuánta humedad necesita esa planta para ser vigorosa y no
secarse ni pudrirse? ¿Cuándo deben recogerse las nuevas semillas? ¿Cómo
decidir cuántas y cuáles de las nueva semillas deben guardarse para
siembra y cuántas para comer? ¿Cómo guardar las semillas para que, meses
o años después, sean tanto fértiles como alimenticias?
Las respuestas a estas preguntas, así
como todas las surgidas durante el proceso de aprender a criar ganado
para alimento, le tomaron a la humanidad 10.000 años. Pasar de ser
nómadas recolectores y cazadores en el Neolítico a ser humanos
sedentarios que domesticaron la semilla fue el salto que nos hizo
humanos.
La palabra agricultura significa crianza del campo
(si nos vamos a sus raíces lingüísticas). Domesticar ese gran depósito
de energía que es una semilla sin germinar nos dio la posibilidad de
dejar de vagar constantemente y, por primera vez, usar nuestro tiempo
para pensar y crear. Un logro y saber inmensos que fuimos pasando de
generación a generación, mediante esos garantes de conocimiento que son
los campesinos.
Y estamos tan desquiciados que en apenas
cien años hemos destruido (destruido: literalmente) el 75% de esos
10.000 años que nos definen.
Jamás en nuestra historia la humanidad estuvimos tan al borde del abismo, en manos de tan pocos avariciosos.
II
Un informe (en inglés) de la FAO (el
organismo de las Naciones Unidas para el manejo de alimentos) sobre el
estatus de la agrodiversidad en la tierra es lapidario. A la hora de
analizar en números hasta qué punto la humanidad está al borde del
abismo, leemos que durante los últimos 100 años el 75% de toda
diversidad genética de plantas que había en la tierra desapareció, junto
al 50% de las razas criadas para alimento.
De paso, los 17 espacios de pesca que
hay en la tierra están siendo explotados por encima de su capacidad de
sustentabilidad. Y, más grave aun, cuando se habla de 75% de
desaparición de plantas se hace referencia a aquellas comestibles y no
comestibles. Es decir: de las aproximadamente 300.000 plantas
comestibles que el hombre aprendió a domesticar, 90% desaparecieron en
100 años y apenas contamos con unas treinta mil.
Y aunque tenemos treinta mil especies
vegetales comestibles luchando por no desaparecer, hoy el hombre sólo
está sembrando 200 para alimento y el 60% de las calorías y proteínas de
plantas que consume la humanidad provienen de apenas 3 (¡Sí, sólo
tres!) plantas: arroz, maíz y trigo.
El informe al que hago mención es de
hace 16 años (1999) y desde entonces no se ha hecho nada para revertir
esta estupidez colectiva.
Todo lo contrario.
Se estima
que cada 24 horas se están extinguiendo 200 especies de la Tierra
(desde algas hasta ballenas) y este número no proviene de los escritos
paranoicos de un ecologista apocalíptico, sino desde el mismo corazón
del programa para el ambiente de la Naciones Unidas: UNEP, por sus
siglas en inglés. Ya está claro que este ritmo de desaparición llegó a
un punto en que la tierra ya no es capaz de autoregenerarse, tal como
puede leerse en el informe The living planet report,
uno de los reportes más aterradores que me ha tocado leer de lo que es
esta página triste de la humanidad signada por la avaricia.
Estamos tan desquiciados que vemos como una gracia que en Noruega, muy cerca del Polo Norte, tengamos bajo tierra una bóveda del fin del mundo,
donde se han guardado las semillas de casi un millón de plantas
(comestibles y no comestibles), preparándonos para la catástrofe global.
Diez mil años de trabajo paciente del hombre agricultor están ahi, literalmente enterrados y congelados.
Hace cien años habían 7.500 variedades
de manzana. Hoy China y Estados Unidos (que suman el 56% de la
producción mundial) sólo están sembrando 18 variedades. Eso no significa
necesariamente que las otras 7.482 desaparecieron (siempre hay uno que
otro agricultor testarudo que insiste en preservar la vida), pero indica
lo que sucederá: si una planta deja de sembrarse, dejan de recolectarse
sus semillas y termina por desaparecer. Lo mismo ha pasado con el
tomate, la cebolla, el maíz o cualquier planta que sea negocio vender.
Ésas son las dos palabras claves detrás de esta masacre: vender y negocio.
III
Con el falso argumento de que sembrar
grandes extensiones de un solo cultivo rendidor (forma de siembra
conocida como monocultivo) es la única forma de poder alimentar a una
humanidad que decidió procrearse exponencialmente en los últimos tres
siglos (en 1700 la población de humanos de todo el planeta era de apenas
600 millones), la tierra se la cogieron unas pocas corporaciones que
decidieron sembrar sólo aquellas plantas que dieran más dinero. Es
decir: aquellas que producen más kilos por hectárea en un año y aquellas
por las que el mercado está dispuesto a pagar más.
Es tal nuestro apego a formas de
monocultivo que nos han puesto a hablar en genérico: ya no conocemos el
nombre de las diferentes papas, maíces o tomates, y nos limitamos a
decir simplemente la papa, el maíz, el tomate.
Es un estado de fragilidad inaudito que
la humanidad esté dependiendo de apenas un puñado de alimentos que, a su
vez, dependen de dosis masivas de agroquímicos para no desaparecer.
Pero el problema es más grave aun: como bien nota la Organización Mundial de la Salud, en un breve escrito
sobre diversidad biológica, el 60% de la población mundial depende de
la medicina tradicional (es decir: la que proviene del reino vegetal)
para estar sana.
Cada planta extinta es una posible medicina que nunca llegaremos a descubrir o una conocida con la que ya no contaremos.
En cien años perdimos 75% de nuestra
libertad de elección, buena parte de nuestra cultura y conocimiento, el
equilibrio de dieta que define nuestra salud. Y, en consecuencia, somos
mucho más vulnerables a nivel de seguridad alimentaria.
Más vulnerables que nunca.
Así que o comenzamos a preguntarles a
los campesinos (y no a las corporaciones) cómo, cuándo y qué es lo que
debemos sembrar, o nos comemos el planeta.
Me van a perdonar, pero no puede ser que estemos tan locos.