He estado leyendo un artículo en Rialta Magazine
con particular interés. En resumen señala que la idea de una nación
fallida es paradójica, porque la nación solo puede ser entendida como un
estado de cosas en constante transformación. Para hablar de una nación
fallida (no de un gobierno fallido, que es distinto) debe uno remitirse a
un punto modélico que, por inexacto y arbitrario, termina por ser
siempre contraproducente en cualquier análisis. La nacionalidad cubana en sí
(una condición cultural), por tanto, no habría estado en crisis durante
la dominación española, ni durante los gobiernos entreguistas de la
primera mitad del siglo pasado, ni durante la etapa revolucionaria (o
como se le prefiera llamar, según el juicio que se tenga sobre ella). El
autor cree encontrar una visión semejante de lo que significa la nación
en ambos lados del Estrecho de la Florida: son capaces de proyectar un
deber ser no solo en cuanto a un gobierno o a un modelo de estado, sino
en cuanto a una cultura. Trataré de que mi postura política no afecte la
objetividad de lo que estoy a punto de exponer.
Puede
verse a la nación, según entiendo, bajo dos acepciones. La primera de
ellas como una condición cultural compartida por un número de personas o
cosas. La segunda como una sumatoria de personas o cosas pertenecientes
a lo convencionalmente pactado como una condición cultural. En la
primera acepción se presupone una esencia que de manera consciente o
inconsciente reúne a todos los cubanos. En la segunda solo nos referimos
a la sumatoria de aquellos a los que llamamos cubanos (bajo criterios
bien definidos, tales como el lugar de nacimiento, el de residencia
etc.) La primera acepción es epistemológica e implica tradicionalmente
un deber ser. La segunda es ontológica y está exenta de juicios a posteriori.
La primera es exclusiva porque tarde o temprano tiene que jugar con la
idea de que hay manifestaciones culturales cubanas y no cubanas (habría
una cubanidad o una no cubanidad en tal pieza musical, o en tal modelo
de ropa). La segunda también es exclusiva, porque debe tomar criterios
en algún punto arbitrarios para erigirse a priori (tales como
el idioma o la posesión de un documento de identidad). El autor, según
entiendo, critica la primera acepción, que sería la única que admitiría
un significado en la frase nación fallida, y propone que se admita un
carácter cultural abierto, más acorde a la que he considerado la segunda
acepción.
Cuando hablamos de una idea cultural abierta
de nación, sospecho, lo hacemos a menudo con irresponsabilidad.
Supongamos que queremos suprimir un deber ser cultural, y que tratemos
de entender la nación como esencia cultural implícita en la sumatoria de
los ciudadanos. No habrá modo de definir o computar esa esencia, que no
podrá restringirse a unos pocos rasgos, pero se querrá pretender que
existe. Uno puede aceptar la existencia de cada una de las gotas de agua
del océano aunque no haya un cerebro capaz de registrarlas. Sin embargo
una esencia cultural, a diferencia de las gotas de agua, como
abstracción al fin (que solo tiene lugar en el cerebro humano), no tiene
sentido pretender que existe si no puede percibirse o imaginarse. Sería
como decir que la sumatoria de todos los relojes de péndulo del mundo
con todas las ardillas rojas, con el número cinco, con la borradura de
una huella dejada en la arena y con la nota musical do sostenido
constituye una abstracción cuya esencia debe aceptarse incluso si nadie
la entiende. ¿Acaso no es la esencia, la identidad (palabra
tramposa donde las haya) un producto del razonamiento humano, sin lugar
en la realidad externa? Esa idea abierta de esencia de nación, aunque
amable, me resulta irrelevante, y más me parece la consecuencia
psicológica del remordimiento de una mente que no desea aceptar que la
nación es en última instancia un concepto siempre incoherente (quizás no
obsoleto, porque después de todo encuentra su utilidad en nuestro
mundo, tal como lo hace la religión).
Aceptar una defensa de la nación, ya sin verla como una esencia cerrada o abierta (valdría preguntar exactamente cómo alguien defiende
una esencia abierta, en lo personal considero la frase una insensatez),
es decir, aceptar la defensa ciega de la nación como mero sinónimo de
ciudadanía, la adscripción asistida a un poder político, me parece
todavía más vulgar. El declive de las religiones causó que los poderes
políticos buscaran una nueva legitimidad en el siglo diecinueve,
legitimidad que las tradiciones culturales podían en su momento
garantizar. Yo soy presidente de Cataluña, yo existo porque se presupone
que hay una esencia catalana que necesita ser representada ante
cualquier poder extranjero. Si suprimimos la esencia cultural, nos queda
que el imaginario presidente de Cataluña es el representante de los
seres humanos que por casualidad poseerían la ciudadanía catalana, y
nada más. Un molde vacío heredado de otra época, que ahora debe
llenarse.
Si
un mundo capitalista como el nuestro permite la existencia de distintas
naciones es por una razón muy simple. Estados Unidos, por ejemplo, está
a favor de los tratados de libre comercio con aquellos países a cuyos
ciudadanos con frecuencia niega la entrada. Invierte en México, una
trasnacional saca sus beneficios del territorio mexicano y los pone a
circular en los Estados Unidos, lo cual genera nuevos empleos y activa
la economía. Pero se niega la entrada de los mexicanos a ese
florecimiento, y por tanto los mantiene en la pobreza. El crimen último
de los tratados de libre comercio está en que casi nunca los países que
los firman preparan tratados de libertad migratoria. Si Estados Unidos
invirtiera en México y se llevara una parte de los beneficios, pero
dejara que los mexicanos compitieran en su economía, no nos
encontraríamos ante una situación tan alarmante. Sería como las grandes
ciudades de un mismo país, a las que van a parar los beneficios de las
pequeñas ciudades (pero entre las que los ciudadanos pueden circular con
normalidad). El poder nacional en nuestro mundo, aunque ponga excusas
culturales, tiene una raíz económica.
La
ciudadanía es un asunto económico, y puesto que la ciudadanía se funda
en un arbitraje (ya lo hemos visto) tenemos que los nacionalismos están
destinados a una utilidad transitoria y a un peligro permanente. Si un
poder nacional del mundo capitalista consigue desarrollar su economía,
lo más probable es que no se limite a querer verse en igualdad de
condiciones con las economías de otros países: tarde o temprano querrá
superarlas. Luego de haber adoptado las herramientas de sus contrarios
para defenderse, nada impide a las naciones usarlas para atacar. Si el
poder nacional mexicano igualara los índices económicos del
estadounidense, sospecho, no intentaría pactar un tratado de libre
migración en correspondencia con el tratado de libre comercio. Por el
contrario, querría irse por encima y entonces aprovecharse de sus
inversiones en el suelo estadounidense. El monstruo del fascismo se
esconde en todos los nacionalismos, en tanto prefieren axiomáticamente
el bienestar de sus ciudadanos con respecto al de los otros.
Dejando a un lado el artículo, tengo una franca preocupación por la importancia que todavía se le da en nuestro país a la cubanía como
el más importante valor revolucionario. No me gusta la idea porque es
muy fácil desmoronarla tan solo preguntándose qué es la cubanía. Un
repetidor de consignas, sin entenderlo, repetirá que la cubanía es la
Revolución y que la Revolución es la cubanía (todas las consignas
funcionan como un sistema tautológico, heredero de la más atrasada
escolástica cristiana). La cubanía, entendiéndose como esencia cerrada,
es un deber ser absolutista y arcaico. Entendiéndose como esencia
abierta, no es un deber ser, sino un mero ser (para mí dudoso, por las
razones que he explicado), presupuesto en una sumatoria de cubanos.
Entendiéndose como la sumatoria externa y nada más (cubanía ontológica),
nos queda como un cúmulo de intereses individuales de aquellos que por
una u otra razón tienen nacionalidad cubana. No me gustan las opciones
anteriores. La primera es un reduccionismo infantil. La segunda descarta
un deber ser cultural y por tanto la legitimidad de cualquier
ministerio. La tercera posee un deber ser nihilista, despótico y
mezquino. La Revolución tiene una primera misión, creo, mucho más
trascendental que los residuos que puedan pervivir en el tercer mundo de
un ideal romántico decimonónico venido de Europa.
Creo
que la primera misión del poder revolucionario es implantar un modelo
de relaciones económicas más justas, eso que hemos llamado socialismo,
concilio del desarrollo imparable de las fuerzas productivas que hemos
visto en los últimos siglos con la moral cristiana que sigue vigente
tras el declive del cristianismo. Para conseguirlo, dentro de su rango
de acción, el poder revolucionario debe mantener una soberanía, y
reutiliza entonces las viejas y útiles herramientas del nacionalismo,
pero importante: esta aprehensión de la idea de una esencia cultural
nacional (que en momentos adolescentes del proceso revolucionario fue
cerrada, y llevó a censuras absurdas a la música o la moda
estadounidense) no puede caer en un regodeo anacrónico de esa esencia
imprecisa, quizás inexistente. En primer lugar, como ya dije, porque es
fácilmente cuestionable por un sector poco entusiasta con el
adoctrinamiento patriótico. En segundo, porque las masas cubanas, ante
las fallas económicas (corregibles todavía) de nuestro socialismo,
pueden cambiar de dirección y centrar sus esperanzas en el discurso de
la cubanía, y con el tiempo apoyar un proyecto de capitalismo moderado
compatible con el imaginario patriótico.
El
capitalismo en Inglaterra no pudo sobrevivir sin la aprehensión de la
simbología monárquica feudal. La reina sigue siendo la elegida divina
para guiar a los ingleses por el camino de la salvación. Del mismo modo,
el socialismo en Cuba ha necesitado el respaldo del discurso
patriótico, con el que se ha fundido (gracias a que nuestras luchas
independentistas estuvieron aferradas a proyectos de justicia social) en
ese relato que llamamos Historia de Cuba, y del que no vale la pena
burlarse, en realidad, solo por creernos más posmodernos que nadie. Las
Historia es un relato, pero es un relato necesario, como la historia
familiar, para no ir tan lejos. Ahora bien, no nos ceguemos siquiera por
un instante. El Céspedes que enseñamos a nuestros niños en la escuela
constituye un personaje literario, sin duda más parecido a Martí o a
Fidel que al personaje real, al que ya nunca volveremos a ver. La
memoria es en parte una ficcionalización de la realidad. Nuestros niños
quizás necesiten a un Céspedes divinizado, pero el Céspedes humano que
puede aparecer en una novela o una película no será menos ficticio. Lo reconstruimos
según nuestras necesidades, tal como nuestra memoria reconstruye el
recuerdo de ciertas personas según las necesidades del subconsciente.
Hay que saber hasta qué punto la literatura puede invadir nuestra
racionalidad.
En
lo personal, no me gusta ver una bandera en un pulóver, más que nada
por razones estéticas: la mayoría de las banderas me parecen horribles
(la más horrible para vestir, creencias políticas aparte, la
estadounidense, con todas sus barras y estrellas, un monumento al mal
gusto, la más aceptable, la soviética, sobria y minimalista). Pero no me
gusta el tiempo que a veces se derrocha en la sacralización de la
bandera cubana y en general del imaginario patriótico. Supongo que
constituya un consuelo similar al de las religiones saber que vives en
un país especial, con héroes gloriosos que dieron su vida para que tú
tengas lo que tienes, y no hay nada de malo en ello, hasta el momento en
el que como las religiones en otro tiempo, permite censurar una cosa o
la otra bajo la convicción de que constituye una ofensa a la nación.
¿Qué
significa una ofensa a la nación? ¿Qué significa nación, señores? ¿Es
una ofensa a la nación epistemológica, ya que no se puede ofender a la
ontológica, un ente externo a la mente humana? ¿Llevar una bandera en un
pulóver es una ofensa a los mártires, personas que no se ofenden,
porque no existen más que en la memoria de los vivos, a los que se ha
entrenado para que los vean como santos? ¿Céspedes se hubiera molestado
porque alguien llevara en el pulóver una bandera que ni siquiera era la
suya en principio, sino la de un anexionista? Para mí no hay nada peor
que el fetichismo religioso, que crea axiomas de los que los mismos
creyentes no entienden el significado. Una revolución con una carga
marxista tan fuerte debería ser inmune a este tipo de supersticiones.
¿Qué significa ser coherentes con nuestros principios? La
continuidad y la fidelidad a la generación anterior no es un valor por
sí mismo, señores, en tal caso los revolucionarios de 1959 no eran
coherentes con sus principios. Un verdadero revolucionario trata de ir
más allá de su condicionamiento cultural, y lo cuestiona todo. No
significa que se rebele ante todo, sino que lo diseccione
sin miedo, a fin de comprenderlo hasta en sus fibras más profundas. Y
eso significa superar el nacionalismo tal como hoy lo entendemos, como
un sustituto de la religión.
En
un futuro, en otra humanidad mejor, los países no enseñarían en sus
escuelas a los personajes históricos locales antes que a los
universales, se recordaría más a los científicos y a los artistas que
los conquistadores, no habrían monumentos (creo que Fidel entendió todo
esto antes que nadie), las banderas, escudos e himnos serían agradables
estampas que algunos todavía usarían, como hoy se usan los árboles de
navidad, las calles no tendrían nombres de mártires, y no existirían los
pasaportes. El patriotismo se habría vuelto una cuestión individual,
relacionada con la memoria afectiva. Se querría al país desde la
tranquilidad de lo familiar, y no desde la furia de lo público, tal como
se quiere a la casa natal, quizás desvencijada, o al abuelo, del que
solo queda un retrato en sepia.
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