Cervantes

Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobretodo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia dondequiera que esté.

MIGUEL DE CERVANTES
Don Quijote de la Mancha.
La Colmena no se hace responsable ni se solidariza con las opiniones o conceptos emitidos por los autores de los artículos.

8 de enero de 2009

Bienvenido a Gaza, bienvenido al infierno



(Este articulo fue escrito en el 2006)

A mi lado, en la carretera, pasan coches con jóvenes que van a la playa, que llevan en el techo tablas de surf, bicicletas. A ambas orillas de la ruta se suceden campos verdes, casas de madera, centros comerciales, Mc Donalds. Es un día de sol radiante. En esta parte del país, próxima al mar, prima un aire festivo, relajado, ya que las vacaciones acaban de empezar en Israel.

Resulta difícil creer que a pocos kilómetros de aquí haya una realidad distinta. Cuesta imaginarse que diez o veinte minutos no separan del lugar más acosado, sitiado y estrangulado del mundo: Gaza. Donde más de un millón de personas carecen de agua corriente, electricidad y alimentos, además de padecer cada noche el azote de los misiles, los tanques y las artillería pesada de Israel.

Pero cuando el taxi que me lleva desde Jerusalén abandona la vía principal y toma el desvío hacia Ashkelón, aparece en el fondo una gran humareda negra, señal inequívoca de que estamos en la ruta correcta, de que Gaza, con su infinito dolor, existe.

A medida que nos acercamos, escuchamos el ruido de misiles que caen. Un zumbido fugaz y luego una gran explosión. Preocupado, el taxista para el coche a un lado de la carretera y enciende la radio. Acto seguido, me mira por el espejo retrovisor y me pregunta: ¿Estás seguro de que quieres ir a Gaza? Me río. Afortunadamente, no me hace la pregunta dos veces.

Erez es una base militar israelí que también sirve de check point. Dos soldados me paran: ¿llevas armas? Les digo que no y sigo. Me ponen el sello de salida de Israel. Y recorro un largo pasillo, bajo cámaras de televisión, que una época estaba atiborrado de gente que entraba y salía de Gaza. Ahora, desde el cerco israelí, está desierto.

Mientras avanzo pienso en el libro que estaba leyendo en el taxi. La primera obra de Amira Hass, periodista judía que se fue a vivir en Gaza para conocer el día a día de los palestinos bajo la ocupación. Una mujer brillante, de un gran coraje, que es acusada por muchos de traidora y antisemita pues defiende que, para terminar con la violencia, Israel debe abandonar Palestina.

Amira Hass vivió en los años noventa en Gaza, donde escribía para el periódico Haaretz. En su libro, Drinking the Sea at Gaza, afirma que lo hizo porque eso es lo que le enseñaron sus padres, dos supervivientes del Holocausto. Su madre le dijo que mientras la llevaban al campo de concentración el tren se detuvo en una estación, y las mujeres alemanas que estaban allí las miraban con indiferencia, mientras ellas iban abarrotadas en los vagones, como animales, rumbo a la muerte.

"Cuando veas a alguien padecer una injusticia, no lo mires con indiferencia, haz algo", le enseñó.

Y es por esta razón, según explica en su libro, que dejó su acomodada vida en Tel Aviv y se fue a vivir con los palestinos, para dar testimonio al mundo de su sufrimiento, para no permanecer indiferente ante las injusticias que padecen, a esos trenes en los que están atrapados, como animales, y que los llevan a ninguna parte.

Otra frase del libro de Amira Hass reverbera en mi cabeza a medida que camino hacia el lado palestino del check point. Cuando un israelí quiere mandar a otro a la mierda, no le dice vete al infierno, sino: ¡Vete a Gaza!

El contraste no puede ser más notable. Así como Israel vive en un próspero siglo XXI de amplias carreteras, centros comerciales, coches último modelo y gente despreocupada y bien vestida, Gaza da la impresión de estar aún en una lóbrega y paupérrima Edad Media.

La mayor parte de los vehículos con los que me cruzo apenas entrar, y a los que saco fotos desde el coche, son carros tirados por burros o caballos. Las calles están desiertas. De vez en cuando frenamos en las esquinas para dejar paso a algún coche destartalado, cubierto de polvo. Porque si hay algo que parece caracterizar a Gaza en estos primeros instantes de encuentro es el calor infernal, y el polvo. Aquí, al no contar con recursos para sistemas de irrigación, el desierto no es verde como en Israel, el desierto es árido, irrespirable.

También descubro en las calles, en nuestro trayecto al hotel, montañas de tierra que los milicianos utilizan para tratar de detener a los tanques israelíes, para dispararles, vanamente, con sus AK 47. Y banderas de grupos armados, por todas partes, en el techo de las casas. Como si la población entera estuviera en pie de guerra contra las tropas israelíes.

Finalmente, me conmueve la decrepitud de los edificios, que parecen caerse a pedazos, los esqueletos oxidados de coches que ya nunca más irán a lugar alguno, y la basura que se acumula por doquier. No hay agua, no hay electricidad, y los desperdicios se suceden en cada esquina, en cada acera, en cada descampado. Como bien señalaban los comunicados de ONG que leí esta mañana, entre los que destaco el de Acción contra el Hambre, la crisis humanitaria, si Israel no levanta el cerco, está próxima, es inminente.

En el hotel hay apenas unas horas al día de electricidad, debido a un generador a gasolina. Me preocupa saber cómo voy a conectarme a Internet y escribir este blog. Pero ahora lo importante es salir y buscar las historias, ver cómo es la vida en esta Gaza que lleva dos semanas sitiada, cerrada a cal y canto.

Munir, el conductor, me lleva a ver el barrio de Beit Lahia, donde hace unos días entraron los tanques israelíes. Noto que al coche, en el techo, le ha puesto las letras TV. Cuatro lánguidos trozos de cinta adhesiva roja que se supone que deben indicar a los soldados que conducen desde los helicópteros Apache la campaña de asesinatos selectivos contra líderes de Hamás, que no nos disparen, que somos "buenos".

Nos debemos buscar mucho para encontrar casas destruidas por los tanques y misiles. Apenas me bajo del coche la gente se acerca. Todos me quieren mostrar cómo ha quedado su vivienda. Atropelladamente me cuentan lo que les han hecho los soldados, me hablan de vecinos asesinados, de hombres secuestrados. La primera casa que visito es la de Abdeljalil, de catorce años edad, que posa de pie frente al salón de su vivienda. Los tanques llegaron de madrugada y abrieron fuego sin más explicaciones.

Después voy a la vivienda de Amer, una niña de diez años. La fachada está cubierta de huecos provocados por las balas. "Tengo siete hijos y estoy desempleado", me dice Taufik, el padre de Amer, que lleva una camiseta de tirantes y unos viejos pantalones. "¿Te parezco un terrorista? ¿Te parecen mis hijos terroristas? ¿Por qué llegan en medio de la noche y nos disparan? ¿Por qué el mundo no hace nada?"

Sigo recorriendo las casas. Me siento como el flautista de Hamelin. Decenas de niños me siguen. Observan cada uno de mis movimientos. Ríen, juegan. A pesar de todo, la vida continúa.

Otro de ellos, Mohamed, me explica cómo los soldados israelíes entraron, los encerraron en una habitación y utilizaron la planta de arriba, en cuyas paredes hicieron huecos, para situar francotiradores.

No dejan de escucharse explosiones. Misiles que caen cerca de donde estamos. Ante cada estruendo miro con preocupación a Munir, que se ríe. Me sorprende que parezco ser el único que los nota. Los niños, la gente en general, siguen hablando, contándome sus historias, como si no los escuchasen, como si la tierra no vibrase bajo nuestros pies en cada impacto.

Sigo, más casas, más adultos y niños que me cuentan lo que sucedió. Munir no da abasto para traducir ni yo para tomar notas de tanta información, de tanto deseo de contar lo que sucede, de mostrar el dolor que padecen, la injusticia de la que son víctimas.

Después recorro casas arrasadas de cuajo, en las que ya no quedan más que los recuerdos de sus habitantes.

Años de vida, de trabajo, de recuerdos, de lucha, de alegrías, de frustraciones, destruidos en unos segundos.

Busco otros ángulos desde los que describir el sitio a Gaza. Vamos al campo de refugiados de Yabalia. Me llama la atención un dirigible que vuela sobre las casas. Según me explica Munir, graba los movimientos de la gente, escoge los objetivos que luego serán atacados, por lo que su presencia, deduzco, es una señal nefasta para los habitantes de esos barrios.

Además del dirigible, varios aviones de color blanco, sin ocupantes, teledirigidos, vuelan sobre Gaza constantemente. Su sonido, como el de un avión de juguete, me genera una gran desazón. Me siento como un perro en fiestas, mirando hacia todas partes ante cada ruido, cada explosión, cada motor que pasa sobre nuestras cabezas. Y, entre medias, el llamado a la oración que sale desde los minaretes de las mezquitas.

Pasan las horas, cambiamos de barrio una y otra vez, y el dirigible, con sus cámaras de vídeo, allí sigue, como una suerte de gran hermano que todo lo ve, que todo lo registra.

Llegamos a una estación de venta de gas. La gente se abarrota en la puerta, hace cola en su interior, junto a las bombonas que han traído desde sus casas. Las reservas están bajo mínimos.

"Hace ocho horas que estoy aquí esperando", me dice un hombre. "No es justo, ¿por qué atacan a la población civil, por qué Israel y Estados Unidos no nos dejan vivir en paz?".

Aunque ya el sol comienza a perderse en el horizonte, el calor sigue siendo agobiante. Y presencio escenas de gente que se pelea, que se empuja. Supongo que consecuencia de la enorme presión bajo la que viven desde hace semanas, de la asfixiante situación en la que están atrapados.

Antes de regresar al hotel noto una gran presencia de hombres armados. Los rumores dicen que hoy habrá un nuevo ataque israelí dentro de esta ofensiva que ya anuncian que durará semanas. Y que, según afirman aquí, estaba planeada desde mucho antes del secuestro del soldado Gilad Shalit, para terminar con el gobierno de Hamás y para detener el lanzamiento de los misiles caseros Qassam (que en cinco años han matado a seis israelíes). Un gobierno que todo el mundo me recuerda en Palestina, fue elegido democráticamente y ahora, en su mayor parte, está en prisión.

Los milicianos se multiplican. Amira Hass habla con admiración de muchos de ellos, pues dice que saben que van a morir, que es una batalla desigual, que tienen armas antiguas y carecen de entrenamiento, en contraposición al poderío de las tropas israelíes. Pero también dice que muchos de sus intentos son patéticos, desesperados.

Regreso al hotel. La ciudad de Gaza permanece en la penumbra. Cuando se enciende el generador aprovecho para seleccionar y editar las fotografías. En los momentos en que se va la electricidad, leo junto a una vela el libro de Amira Hass. Desde la ventana observo a una familia que cena en la terraza de su vivienda a la luz de una lámpara de gas.

Ya es de madrugada cuando escucho una gran explosión. Y luego, el sonido de ambulancias. Por la ventana veo fuego en un sector de la ciudad y bengalas que zurcan el cielo. Escucho disparos, nuevas explosiones aunque de menor intensidad.

A primera hora del día, cuando logro conectarme finalmente a Internet, descubro que el misil cayó sobre un edificio mantando a un hombre, su mujer y a siete de sus hijos. El hombre era Nabil abu Silmiya, un profesor y miembro de Hamás, que recientemente recibió un doctorado en Matemáticas de una universidad egipcia. Las edades de sus hijos muertos están comprendidas entre los 16 y los cuatro años. Sólo dos de los niños han sobrevivido al ataque.

http://blogs.20minutos.es/enguerra/post/2006/07/12/bienvenido-gaza-bienvenido-al-infierno

También leo con preocupación que los tanques israelíes se han adentrado más en Gaza, apretando el nudo, el cerco, aumentando la presión sobre los palestinos.

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