En 'La civilización del espectáculo',
Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los
intelectuales como él. Parece añorar los buenos tiempos en que una élite
—justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones
Por Jorge Volpi
| 5 de Mayo, 2012
El último sabio de la tribu
recorre el campo de batalla. Ante su mirada comparecen los árboles
troceados, las cabañas incendiadas, los cuerpos exangües, los restos del
pillaje y el saqueo, y no contiene su furia. Levanta los brazos y, con
voz de trueno, impreca contra los bárbaros que han transformado al mundo
en un páramo sin sentido. Con un nudo en la garganta, sigue su camino,
consciente de que sus días están contados y de que —ay— ya nadie atiende
sus consejos. Su nostalgia le impide recordar que, no hace tanto, sus
palabras animaron la batalla.
En La civilización del espectáculo
(2012), Mario Vargas Llosa se suma a la abultada lista de hombres de
letras que, hacia el ocaso de sus días, se lamentan por la triste
condición de su época. Si él no hubiese sido uno de los novelistas más
portentosos y arriesgados del siglo XX —en muchos sentidos, el más
joven—, recordaría al Sócrates que, en el Fedro, ruge contra la
aparición de la escritura. Aunque a veces su tono moralista sea el de un
héroe en el retiro, su voz mantiene la lucidez de sus mejores textos,
aunque al final la ideología, más que los años, estropee algunas de sus
conclusiones.
¿De qué se lamenta Vargas Llosa? De
todo. Del estado actual de la cultura y la política, de la religión e
incluso del sexo. Según él, todas estas vertientes de lo humano han sido
pervertidas por la gangrena de la frivolidad. Ésta consiste “en tener
una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma
importa más que el contenido, la apariencia más que la esencia y el
desplante —la representación— hacen las veces de sentimientos e ideas”.
La frivolidad, pues, como causa de que la cultura haya desaparecido; de
que los políticos se hayan vuelto inanes o corruptos; de que el arte
conceptual sea un timo; y de que hayamos extraviado el erotismo. Por su
culpa, vivimos en la civilización del espectáculo: una era que ha
perdido los valores que separaban lo bueno de lo malo —en sentido ético y
estético— y donde, al carecer de preceptores, cualquiera puede ser
engañado por mercachifles.
Bajo esta justa invectiva contra el
carácter banal —y venal— de nuestros días, Vargas Llosa parece añorar
los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía
nuestras elecciones. Según él, la existencia de una auctoritas permitió
el desarrollo de la cultura gracias a que un pequeño grupo de sabios,
cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase sino de su
talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos
aristócratas sin vínculos con el poder?) La consecuencia más perniciosa
de la rebelión estudiantil de 1968 fue destruir la legitimidad de esa
élite, provocando que toda autoridad sea vista como sospechosa y
deleznable. Y, a partir de allí, le déluge.
El de Vargas Llosa es un vehemente
elogio de la aristocracia (en el mejor sentido del término). No deja de
ser curioso que alguien que se define como liberal —invocando una
estirpe que va de Smith, Stuart Mill y Popper a Hayek y Friedman—, se
muestre como adalid de una élite cultural que, en términos políticos, le
resultaría inadmisible: un mandato de sabios, semejante al de La
República, resulta más propio de un universo totalitario como el de
Platón que del orbe de un demócrata. Por supuesto, Vargas Llosa no
admite la paradoja: a sus ojos, su lucha contra al autoritarismo
político —de Castro a Chávez, pasando por Fujimori—, no invalida su
defensa de la autoridad en términos culturales porque ésta se demuestra a
través de las obras.
Reluce aquí la fuente de su malestar: si
el respeto a la élite cultural se desvanece, los parámetros que
permiten distinguir las obras buenas de las malas —y a los autores que
merecen autoridad de los estafadores— se resquebrajan. En un mundo así,
ya no es posible confiar en nadie, ni siquiera en un Premio Nobel. Las
masas ya no siguen a los sabios y, en vez de escuchar una ópera de
Wagner o leer una novela de Faulkner, se lanzan a un concierto de Lady
Gaga o devoran las páginas de Dan Brown. Para Vargas Llosa, no lo hacen
porque les gusten esos bodrios, sino porque dejaron de hacer caso a los
happy few que, a diferencia de ellos, poseían buen gusto. Vista así, la
cultura —esa cultura— desaparece. Y se impone el cáos.
Vargas Llosa no es, por supuesto, el
primero en entristecerse al ver un estadio lleno para Shakira cuando
sólo un puñado de fanáticos asiste a un recital de Schumann pero, en
términos proporcionales, nunca tanta gente disfrutó de la alta cultura.
Nunca se leyeron tantas novelas profundas, nunca se oyó tanta música
clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de
autor. El novelista acepta esta expansión, pero piensa que algo se
perdió en el camino, que el público de hoy no comprende el sustrato
íntimo de esas piezas. ¿En verdad piensa que en el siglo XIX los
lectores de Hugo o Sue, o quienes abuchearon la première de La Traviata,
eran más cultos?
¿Qué es, entonces, lo que le perturba?
En el fondo, sólo ha cambiado una cosa: antes, las masas trabajaban;
ahora, trabajan y se entretienen. Pero al marxista que Vargas Llosa
tiene arrinconado en su interior esto le resulta indigerible: al
divertirse, sin abrevar en las aguas del espíritu, las masas están
alienadas. En cambio, la pequeña burguesía ilustrada sigue allí, aunque
ya no sea tan pequeña. De hecho, muchos de los lectores de Vargas Llosa
provienen de sus miembros, aunque él también se haya convertido en parte
de esa cultura popular que tanto fustiga —y que vuelve sinónimo de
“incultura”.
Cuando extrapola este análisis a la
política, sus argumentos se tornan más inquietantes. Tras el fin del
comunismo —el único lugar donde, por cierto, la alta cultura se mantuvo
intacta—, las democracias liberales no han respondido a las expectativas
de los ciudadanos. La causa es, de nuevo, la frivolidad. En la arcadia
que dibuja, los políticos estaban comprometidos con un ideal de servicio
que la civilización del espectáculo destruyó. Vargas Llosa no contempla
que la actual crisis del capitalismo no se debe tanto a la falta de
valores como a la ideología ultraliberal, inspirada en Hayek o Friedman,
que hizo ver al Estado como responsable de todos los males y provocó la
desregulación que precipitó la catástrofe.
Aún más lacerante suena la vena
aristocrática de Vargas Llosa al hablar de religión. Él, que se declara
no creyente y ha combatido sin tregua la intolerancia, recomienda para
la gente común, es decir, para aquellos que no tienen la grandeza moral
para ser ateos, un poco de religión, incluso en las escuelas. Aunque
falsa, ésta al menos les concederá un atisbo de vida espiritual. Como
cuando se refiere a la necesidad de devolverle ciertos límites a un sexo
que juzga anodino, el discípulo de Popper no parece tolerar esa
sociedad radicalmente abierta, en términos culturales, que tanto
defendió en política.
En La civilización del espectáculo,
Vargas Llosa acierta al diagnosticar el final de una era: la de los
intelectuales como él. Poco a poco se difuminan nuestras ideas de
autoría y propiedad intelectual; ya no existen las fronteras entre la
alta cultura y la cultura popular; y, sí, se desdibuja el mundo del
libro en papel. Pero, en vez de ver en esta mutación un triunfo de la
barbarie, podría entenderse como la oportunidad de definir nuevas
relaciones de poder cultural. La solución frente al imperio de la
banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al
modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad
que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de
aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.