Especialmente para usted, Presidente Hugo Chávez
Todos los procedimientos de los Borgias por su conocida afición a brebajes y venenos, utilizados para obtener poder y librarse de quienes se interpusieran en sus designios, sugiere Peña, estaban en el alma de Santander.
Existen ocho emblemáticos
personajes, enemigos de Francisco de Paula Santander, que murieron de manera
muy misteriosa (fusilados, emboscados o envenenados), casi todos sorpresivamente:
1- El
General y Precursor Antonio Nariño (traductor del francés de la "Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano".
Fue también Presidente de Cundinamarca, y lo más grave, le disputó en
1821 a Santander, la Vicepresidencia de la Gran Colombia. Haremos un
estudio sobre su extraña muerte.
2- El
General José Antonio Anzoátegui, quien muere a los 30 años, en
Pamplona, de
manera súbita, y quien le quitó a Santander todos los laureles en la
Batalla de Boyacá, la única batalla memorable en la que éste participó.
3- El
coronel Leonardo Infante, afrodescendiente, valiente y una de las
mejores
lanzas llaneras. Decían de él, que “no veían en la ciudad sus
increíbles
hazañas, sino sus desordenados apetitos. Burlaba a uno, ponía espanto
al otro,
reía de todos, codiciaba a casadas, pagaba a celestinas y vivía en
poblado con
aquel desembarazo primitivo, brusco donaire y altivez salvaje de
llanero”. El
odio de Santander contra Infante provenía del conocimiento que éste
tenía de
sus debilidades como militar durante la campaña que tuvo como fin la
Batalla de Boyacá. Como ya hemos dicho, se cuenta que en pleno ardor de
la batalla, Santander
bajó y se ocultó en un puente que había en el lugar. Hasta allá fue
Infante y
tal vez por petulancia quiso hacerle sentir su superioridad y,
tomándole por la
solapa le gritó: “¡Ven y gánate como nosotros, las charreteras!” La
molestia de
Franciscote Paula contra Infante se inflaba al verlo usar lujosísimos
uniformes, “sombrero de gala, y sable soñador”; es bien sabido que el
Vicepresidente
sentía aversión hacia los afrodescendientes y más todavía si era
llanero
venezolano. Se quiso convertir este caso en ejemplo de resolución y de
lo que
era capaz el gobierno civil ante un crimen que debía castigarse sin
contemplaciones
y de manera ejemplar, y fue fusilado. Esto preludiaba otras sentencias
dictaminadas en tan breve tiempo, y en la mira del tinglado estaba el
belicoso
Páez.
4- Antonio
José de Sucre. El 30 de enero de 1827, le escribe Santander a Bolívar: “Son
muy pocos los venezolanos que no me detestan de muerte, quién sabe por qué; el
colmo de esta gratuita detestación lo he visto en el general (Bartolomé) Salom,
que parecía impecable”. Era que Salom se había penetrado de las calumnias que
Santander soplaba contra Sucre. (Quedaba a las claras para muchos patriotas que
las acusaciones contra Páez, eran un mero capricho de la elite “liberal” de
Bogotá). Es por ello por lo que, viéndose descubierto en sus intenciones,
inmediatamente (el 19 de febrero de 1827) escribe al Libertador prometiéndole
redactar un brillante artículo a favor de Sucre, “a quien lejos de aborrecer o
envidiar, como dictamina el justo General Salom —lo de justo es una indirecta
venenosa contra el Libertador, que así lo llamaba-, aprecio y venero en muy
alto grado”. Totalmente falso, Santander jamás, entre 1830 y 1840 cuando él
muere, jamás recordó la gesta de Sucre ni tuvo un minuto de consideración para
su inmensa obra (idéntico en esto a Páez). Incluso, apoyó al Congreso que en
1832, declaró OLVIDADO el Crimen de Berruecos. Más aún, protegió con férrea
locura, como a su propia vida, a quienes le asesinaron: los generales José
Hilario López y José María Obando. Los círculos herméticos que se formaron en
Bogotá para matar a Sucre, todos eran dirigidos por íntimos y fervorosos
seguidores de Santander, de modo que es evidente que esa orden emanó de él. El
noble de Sucre en aquellos días le escribía a Santander desde Chuquisaca: “El
Libertador me escribe desde Neiva muy disgustado de las diversas opiniones que
se presentaban en los Departamentos. Creo que tampoco debería estar contento de
varios papeles de Bogotá, que aunque, indirectamente, lo han zaherido de un
modo duro e injusto. La ingratitud es el peor de los vicios, y cuando se ejerce
por puro placer aumenta sus grados de maldad”. Esto por supuesto ofendía a
Santander, por ver en Sucre otro serio enemigo de sus ambiciones. Él coincidía
con el general Santa Cruz, en que: “Hay que ponerse muy en guardia con Sucre,
con quien toda desconfianza y prudencia no es bastante. Es preciso, precavernos
con mil ojos con él, siempre franco y siempre justo.” Nos detenemos un instante
ante esta afirmación monstruosa de Santa Cruz y no puede, uno sino pensar que
ya a Sucre le habían declarado su muerte, (desde el momento en que aquellos bárbaros
supieron que era generoso, valiente y tolerante).
Cuando en 1827, Santander apoya
la sublevación del granadino José Bustamante contra Bolívar, en el
Perú, Sucreescribía
en agosto al Libertador: “No sabe Santander cuánto daño ha hecho a la
República aprobando la insurrección de Bustamante; de todos los errores
de su administración,
éste es el mayor, y si los otros pueden justificarse como buena
intención, éste
le manchará su nombre. Poco tiempo pasará para experimentar cuánto va a
sufrirse en el Sur, por esta aprobación de un amotinamiento militar… A
fuerza
de la estimación que tiene la división se le ha preservado de
contagiarse. No
tiene Usted idea de la multitud de papeles que le mandan de Bogotá para
inducirle a la rebelión: no sé lo que proponen más que dar escándalo o
servir a la Santa Alianza, desmoralizando los mejores cuerpos de
Colombia”.[1]
5- El
general José Sardá, español, de Navarra, quien había servido en las fuerzas de
Napoleón en Italia. Cuando José Bonaparte fue proclamado rey de España, Sardá
regresó a su país para enfrentar a los franceses. Estuvo preso en Francia,
participó más tarde en la campaña napoleónica en Rusia, y caído en desgracia el
famoso corso, se refugió en Inglaterra. Aburrido de una vida sin destino
decidió venir al Nuevo Mundo; se unió a una expedición, junto con otros
españoles para luchar por la independencia de México, y luego por la
independencia de la Nueva Granada. Acusado por Santander de conspirador, le
mandó a matar, y lo hizo de manera cruel, en octubre de 1834.
6- El
general Mariano París, también acusado de conspirar contra Santander:
El día 28
de julio, con aire canallesco, partió de Bogotá el capitán Calle Suárez
para
dar ejemplo de cómo se castigaba a un faccioso. Es detenido Mariano
París, y de
inmediato se hacen los preparativos para trasladarlo a la capital; lo
llevan
rodeado de guardias y pasan por la venta La Fiscala, al avistarla, don
Mariano pica espuelas y se da a la fuga. De aquí en adelante las
distintas versiones
tratan de justificar cómo se captura a un muerto. Un tal cabo Tomás
Muñoz
consigue darle un tiro por la espalda; luego el sargento Eusebio
Velásquez lo
remata con un perdigón. Cuando se acercan al cuerpo y lo notan todavía
convulso, el capitán Calle, para que “no penara”, lo remató de un tiro
por la
cabeza.
El infeliz fue echado sobre una
bestia y como “res muerta” y ensangrentada, lo presentaron por algunas
céntricas calles de Bogotá. Avanzaba aquel cadáver por entre las calles
concurridas, y lo pasaron también por la propia casa de la familia París. Era
hasta el momento el trofeo más contundente de la lucha que estaba dando el
gobierno contra el atraso, la violación de los derechos humanos y la
entronización de esas injusticias, del calibre de las que padeció su mayor
representante cuando estuvo aherrojado en las fortalezas de Bocachica.
Santander, que había vuelto de su destierro conmovido por lo implacable que
eran los gobiernos civilizados ante estos execrables procedimientos, nada hizo
contra la acción de Calle Suárez y su gente. Nunca pudo probarse que
ciertamente don Mariano París estuviera envuelto en la llamada conspiración de
Sardá.[2]
7- El
botánico e intelectual Francisco Antonio Zea, quien presidió el
Congreso de
Angostura y fue Vicepresidente de la Gran Colombia en el Departamento
de Venezuela. Se opuso severamente al fusilamiento por parte
de Santander del general Barreiro y de los treinta y nueve oficiales
españoles
que cayeron prisioneros en la Batalla de Boyacá. Sale en comisión a
Europa y al
poco tiempo, a los 52 años, muere en Inglaterra. Fue agriamente atacado
por
Santander.
8- Y
por último, el acoso que Santander mantuvo de manera despiadada y sin
cuartel
contra el Libertador Simón Bolívar, a quien todo el mundo suponía en
buen estado
de salud, en 1830 cuando deja la capital. A tal tan punto esto es
cierto, que
todas las cartas de Rafael Urdaneta (y demás amigos que le escriben a
Bolívar
desde Bogotá), en todo momento, lo considera con suficientes fuerzas
como para que
regrese y asuma nuevamente la Presidencia. En el camino a Cartagena
pudo haber sido envenado por los hombres que le preparaban la comida.
Hay que recordar
que al llegar a Cartagena se siente muy mal del estómago y desea tomar
un
botecito e internarse en el mar para ver si consigue marearse y
expulsar la
bilis revuelta que lleva en el organismo, que lo fastidia
horriblemente. Era un
método que se usaba entonces. Puede verse la copiosa correspondencia de
esta
época, y seguir tramo a tramo todas las inmensas ideas y proyectos que
le
embargaban, de lo cual se puede deducir que en absoluto cuando partió
de Bogotá
se encontraba tuberculoso (por lo menos). Téngase en cuenta que casi
todos los
atentados que se urdieron contra Bolívar para eliminarlo a partir de
1828, los
llegó a conocer Santander. El más grave, el del 25 de septiembre, como
se sabe,
lo supo en detalle y sin embargo lo dejó correr.
LAS ARTERÍAS MAQUIAVÉLICAS DEL VICEPRESIDENTE
SANTANDER.
En 1823, Santander se muestra enemigo
de la Federación tan sólo porque él es el eje del gobierno central y
porque Nariño y algunos
venezolanos la sugieren este sistema como la mejor forma de gobierno.
Al mismo
tiempo ataca a Zea, otro prócer granadino. Santander -obcecadamente
ambicioso-
se propone destruirlos (a Zea y a Nariño) porque sabe que la
vicepresidencia es
forzosamente cargo para los granadinos más sabios y distinguidos.
Siendo
Bolívar Presidente de la República y procurando éste la creación de la
Gran Colombia -aunque había venezolanos de altas luces como Pedro
Briceño Méndez, Mariano
Montilla, Rafael Urdaneta, Miguel Peña, Carlos Soublette y el propio
Sucre-, no
podía, por elementales razones de política, dejar todos los altos
cargos en
manos de sus paisanos.
¡Qué afortunado Santander, que nació en el
Rosario de Cúcuta, a pocos kilómetros de la frontera con Venezuela! Sólo ese
hecho, ese azar, forjó su ambición y todo su destino político. De otro modo -ya
que sus triunfos eran básicamente militares- en Venezuela habría estado por
debajo de Páez, Mariño, Bermúdez, Arizmendi, Soublette, Urdaneta.
Los ataques de Santander a Zea y Nariño llegan
casi al frenesí, a una obstinación enervante. Bolívar no sospecha que detrás de
ese carácter legalista y sutilmente venenoso del vicepresidente, se encuentra
su propia ruina moral, la anarquía y la catástrofe de Colombia. Algunos se lo advierten,
pero el Libertador no es hombre de habladurías. No puede creer que Zea se
muestre como un personaje de dudoso patriotismo, como se lo pinta el Vice, y
que Nariño, un intrigante y un canalla que no hace más que instigar al caos o a
la federación; que es un viejo ambicioso y pervertido.
Santander, pretendiendo defender al presidente de
los cargos que él mismo inventa, no busca otro motivo que limpiar el camino de quienes
le puedan cerrar el paso hacia la gloria definitiva que es coronarse jefe máximo
de la República aunque sea en un pedazo de su propia tierra granadina. Nariño
-que hacía poco le había disputado la vicepresidencia- por sus dotes de
patriota y su resplandeciente pasado político, era enemigo nato de sus
pretensiones. Zea, por su parte, había cometido el inexcusable error de
criticarle públicamente el fusilamiento de los treinta y nueve oficiales
españoles tomados en Boyacá.
La frecuencia con que Santander se queja de estos
dos granadinos alarma y preocupa al Libertador, porque lo hace directamente, a
través de la prensa, por anónimos y con la ayuda de diputados inescrupulosos
como lo son Francisco Soto y Vicente Azuero. Y finalmente sus ataques parecen
darle buenos frutos, porque comienza a aparecer entre sus connaturales del
Congreso como el posible sucesor político del Libertador. Comprende por primera
vez que los Azueros y Sotos son los secuaces ideales para su ambición. ¡Con
estos hombrecitos Santander haría su partido, su República!
No se comprende -en su amor a las glorias
del Libertador- ese modo agresivo y obcecado que despliega Santander
contra Nariño. Estaba el pobre Nariño desesperado, cansado de insultos y
calumnias; decepcionado de los sacrificios hechos a la patria, de sus
cicatrices, de sus canas, de sus desvelos. No hay un lugar de paz para sus
huesos, ni ningún respeto para su pasado. Bolívar no ha tenido tiempo para aconsejarlo,
para atenderle, y el Vicepresidente -temiendo que no muera lo más pronto
posible- no le busca una posición donde él pueda desplegar sus talentos políticos
o militares. Se encuentra Nariño incomunicado y ofendido por el chismorreo, por
los habladores de pasillo, que en aquellos días se concentraban en Bogotá. Y el
centro de las habladurías sangrantes las coordinaba el propio Vice, quien las transmitía
al Libertador. Bolívar contemplaba con pavor aquellas miserias, donde no veía
otra final que el de su propio infierno, la maldición desintegradota de los
partidos que acabaría con América. Fue una de las razones por la que siempre
despreció las oficinas de gobierno. Allí no había más que intrigas, corrupción
y petulancia.
Viendo el Libertador que la campana contra Nariño
-con todos los aperos de las más rudas acusaciones- está basada en una supuesta
defensa de su propia reputación, se dispone a parar el trote. Recapacita sobre
su anterior conducta y trata de llamar a la cordura al Vicepresidente.
Fastidiado, por tener que hablar de mezquindades y rabietas pueriles, le
escribe a Santander: “No he leído ni encontrado los papeles insultantes -se
refiere a los que el Vicepresidente dice que Nariño escribe contra él- de
que usted hace mención; tampoco he leído los números del Patriota del 13
en adelante. Lo único que puedo decir a usted es que, en el caso que usted
está, debe mostrar moderación y generosidad de principios. Rousseau decía que
las almas quisquillosas y vengativas eran débiles y miserables y que la
elevación del espíritu se mostraba por el desprecio de las cosas mezquinas. Yo
he ganado muchos amigos por haber sido generoso con ellos, y este ejemplo puede
servir de regla. Si esos señores son justos, apreciarán los talentos y los
servicios de usted, y si no lo son, no merece que usted se mate por ellos...
Recorro muy velozmente la comparación que usted hace de Nariño y yo; ya esto es
llegar a las manos, y ya también es tiempo de ir parando el trote del caballo
por una y otra parte.”
Insiste el Libertador en sus consejos y le dice
que trate de ganarse a todo el mundo, para que haya quietud y fuerza; de otro
modo -le advierte- “no habrá sino disensiones, contradicciones y penas, y
después flaqueza y más flaqueza de ánimo y de medios.”
¿Pero
qué hace Santander ante estos consejos? Realmente no comprende o no quiere
comprender el alma grande del Libertador. Se queda siempre en los huesos
raquíticos de las palabras, en las formulaciones legalistas de las ideas, en la
testarudez de sus abstracciones. Responde a Bolívar con un prurito y una
afectación odiosa, profundamente amanerada: “Por mi parte jamás le diré (a
Nariño) ni indirecta ni nada que pueda ofenderle -pero aclarando-, mientras
su Señoría no me toque.”
El propio Bolívar había dicho una vez que luchar
contra los elementos de partido era como luchar contra lo imposible. “Yo no
puedo -decía- luchar contra la naturaleza de esta tierra ni variar el
carácter de los hombres débiles.”
Así pues, que comprendiendo Bolívar que
el odio
de Santander a Nariño era enfermizo, no podía él identificarse con sus
quejas
personales; le aconseja moderación, que domine su carácter. Que no le
conviene
-le dice- que siga escribiendo panfletos y anónimos, porque eso no es
propio de
uno de los primeros magistrados de la República. Al mismo tiempo el
Libertador se siente adolorido y hasta culpable por la situación moral
de Nariño, quien
recientemente le había escrito diciéndole que quería irse de Colombia o
llegarse hasta él, en Guayaquil. Aquella carta debió haber impresionado
mucho a
Bolívar, porque Nariño vivía una resignación angustiosa y humillante;
era que
se moría -porque estaba enfermo en una cama- sin gloria, hundido en la
ingratitud
de sus compatriotas y abandonado de la patria que tantos servicios le
debía.
Horrenda pudo haber sido la visión que entonces tuvo Bolívar de su
propio
destino. La canalla que le rodeaba le reservaba, a él, el mismo fin.
Luego de aquella imploración le responde el
Libertador que quiere verle y ayudarle, para sacarle del laberinto de la
capital. Al mismo tiempo -con remordimiento de culpa por haberlo atacado (a
Nariño), tal vez injustamente e influenciado por Santander- le escribe al Vicepresidente
las siguientes líneas: “Nadie puede hablar de sí sin degradar de algún modo
su mérito (era muy propio de Santander alabarse en demasía cuando atacaba a
sus enemigos). Es tan fuera de propósito el que el primer magistrado sea
redactor de un papelucho, que no puede imaginarse el mal que se hace.” Le
pide que no siga utilizando ese procedimiento aunque sea para defender a
Colombia o aterrar a sus enemigos, porque ese sistema, aunque produce bienes,
hace odiosos a sus creadores. Le asegura que muchas cosas son útiles y los que
lo ejecutan quedan para siempre aborrecidos, desahuciados de sí mismos y
de la sociedad.
Nariño no tuvo tiempo de ver al Libertador y
murió repentinamente en un abandono parecido al que habría de sufrir el padre
de la Patria y tantos otros forjadores de nuestra libertad. Unos historiados
como José María Samper dice que se suicidó, pero lo más seguro fue que lo
envenenaron.
En nuestra revolución de independencia
pudieron
más los materialistas habilidosos que los verdaderos principios
republicanos.
Por la ineptitud moral de Santander para comprender las enseñanzas del
Libertador se ve que no era más que un simple individuo de partido, un
administrador de bufete, plagado de ideas terrestres, vanidades y
deseos de
figuración. Nunca siguió uno sólo de los consejos del Libertador -lo
que prueba
que era bastante cínico, además de hipócrita-, porque siguió en su
manía de
escribir anónimos contra sus enemigos desde la Vicepresidencia. Más
tarde como Presidente haría lo mismo y su estilo insultante y ofensivo
fue su diario laborar hasta la muerte. No aceptaba la menor réplica ni
contrariedad de aquéllos que eran sus subalternos, y una agria polémica
con un
general granadino lo llevó prematuramente a la tumba. Jamás se retractó
de una
sola de sus acciones, aunque ellas hubiesen destrozado para siempre a
Colombia.
Cuando Bolívar llegaba moribundo en Santa Marta,
Santander libaba el vino de su venganza en Europa. Finalmente Colombia se
escindía: por un lado Pedro Briceño Méndez, Mariano Montilla, Juan Francisco,
Revenga, Castillo y otros pocos pretendían revivir el país a la cabeza de
Urdaneta; del otro lado estaban los liberales apoyados por Soto y Azuero
secundados por Páez, Mariño, Miguel Peña y Leocadio Guzmán en Venezuela. Los
indiferentes eran la gran mayoría; algunos desintegraban al país, incluso de
buena fe, obnubilados con un nacionalismo de pequeño alcance y confundidos con
una falsa ilusión de bien.
Más pudo en aquella revolución la necesidad del mero
sobrevivir a costa de lo que fuese, que todas las ideas grandiosas de la unión
colombiana, de la gran confederación latinoamericana y de todos los principios
morales y humanos que propugnaba el Libertador. Triunfó un Páez que, después de
la independencia, luchó sólo para conservar sus haciendas y su poder.
Triunfaron un Santander y los asesinos de Sucre, José Hilario López (también
presidente) y José María Obando (tres veces presidente de la Nueva Granada).
[2] Incluso,
se supuso que aprovechándose la gran confusión reinante en el país, don
Mariano París pudo haber sido víctima de una venganza. Al menos así se
desprende de una carta de su hermano, el general Joaquín París, en la que le
dice a Santander que creerá siempre que el asesinato de Mariano haya sido “decretado
por algún Magistrado de segundo orden, desde que se supo permanecía tranquilo,
y se mandó un oficial escogido que se prestó a hacer un servicio semejante; y
si no fuera así, mi General, ¿no era responsable de su proceder? ¿No era
responsable de la vida de un preso que halló desarmado y pudo conducir con toda
seguridad? En fin, si este hombre hubiera procedido por su propio antojo, no
puedo persuadirme que quedara sin castigo bajo un régimen legal”. Véase Archivo
Santander, Tomo XX, pp. 165, 166.
jrodri@ula.ve