La
investigación de la Fiscalía estadounidense contra la FIFA puede atizar
el enfrentamiento de Occidente con Rusia y afectar las relaciones con
los árabes.
La
investigación del FBI no habría sido posible sin el visto bueno de
Barack Obama y fue interpretado por el presidente ruso, Vladimir Putin ,
como una agresión.
Foto: AP
Las versiones sobre la existencia de prácticas
corruptas en la FIFA no son nuevas. Lo que resulta inédito ahora es que
haya explotado un escándalo de naturaleza judicial, y que su núcleo
provenga de una potencia –Estados Unidos- que no tiene una profunda
tradición futbolística. ¿Por qué su fiscal, Loretta E. Lynch, se metió
en un asunto que tiene ramificaciones en todos los continentes? ¿Cuáles
son las atribuciones legales que le permitieron hacerlo?
En la rueda de prensa del miércoles, Lynch explicó las razones: algunos de los delitos que se investigan –lavado de dinero, pago de sobornos, transacciones financieras ilegales– se cometieron o se planearon en Estados Unidos, y utilizaron su sistema financiero. La investigación y las capturas, además, se llevaron a cabo con el respaldo de convenios de cooperación judicial y de lucha contra la corrupción entre su país, Suiza y otros Estados. Desde los años setenta, Washington defiende su derecho a combatir la corrupción en todo el mundo, no solo por la naturaleza de este delito, sino porque casi siempre tiene una dimensión transnacional.
Lo cierto es que pocas veces se había visto aparecer juntos en una rueda de prensa trasmitida por todo el mundo a la fiscal general, Loretta E. Lynch, al director del FBI, James B. Comey, y al jefe de investigaciones del Servicio Interno de Impuestos (IRS), Richard Weber. Lo hicieron conscientes de los efectos que tendría la investigación que llevaban preparando por más de tres años contra altos dirigentes de la FIFA y que, esa mañana, había llevado a capturar a siete de ellos en Suiza. La revelación sacudió no solo al mundo del fútbol, sino también a la política internacional. Pues podría afectar nada menos que los intereses de Rusia y la relación de la Casa Blanca con algunos aliados en Oriente Medio.
Que la plana mayor de la Justicia estadounidense saliera ante las cámaras a acusar a altos mandos de una de las entidades más poderosas del mundo de haberse robado más de 150 millones de dólares en casi un cuarto de siglo y a hablar de la posibilidad de que los mundiales de Rusia (2018) y Qatar (2022) pudieron ser comprados es una decisión audaz, que solo pudo haberse tomado con el visto bueno del presidente Barack Obama. Este sabe que cualquier movimiento de las instituciones con la bandera gringa en otros lugares del globo puede ser interpretado como un acto imperialista: como una reedición de los abusos a los que algunos de sus predecesores sometieron a varias regiones del mundo en el pasado.
Las reacciones no se hicieron esperar. Y el primero en pronunciarse fue el propio presidente ruso, Vladimir Putin, quien un día después de la rueda de prensa en Nueva York tomó el micrófono. Dijo que las acusaciones no afectarán “de ninguna manera” sus planes de celebrar el Mundial en Rusia en 2018. Añadió luego que “no tengo duda de que esto es un complot para evitar que Blatter sea reelegido”. Y, luego, para dejar claro que quería entender el asunto como una agresión de Estados Unidos en el tablero global, sostuvo: “Estados Unidos definitivamente no tiene nada que venir a buscar acá. Este es un ejemplo de cómo busca ampliar su jurisdicción a otros países”. Esta última frase encaja perfectamente en la retórica que el ruso lleva varios años usando para atacar a Obama. Y tiene que ver con un asunto geopolítico que lo tiene a él aislado y aún no encuentra solución: la invasión de Ucrania.
Otros, por lo contrario, parecen haberse sentido aliviados con la decisión de los estadounidenses. El primero fue el primer ministro británico, David Cameron, quien a través de su ministro de Cultura mandó a decir que considera a la FIFA “una de las organizaciones más corruptas” sobre la Tierra y que por ello esta “necesita un cambio en su liderazgo”. Por tal razón, su gobierno, que llevaba años acusando a la FIFA de haber vendido el Mundial de 2018 a Rusia por millonarios sobornos, no votó por Blatter. Y así se sacó el clavo de no haber sido elegido como sede de esa Copa Mundial.
Jugando con los árabes
Un capítulo de tinte político aún pendiente del escándalo tiene que ver con Qatar, sede de la Copa del Mundo de 2022. Su elección para organizar el certamen, hecha en 2010, ha sido el foco de una controversia global por varios motivos. Uno de ellos tiene que ver con que Qatar no posee una tradición futbolística y no cuenta con las condiciones climáticas para celebrar un mundial en pleno verano. Pero el otro motivo es más grave. Desde el mismo día en que los 209 miembros de la FIFA le dieron la sede a ese poderoso Estado árabe, abundan las denuncias de que la decisión habría sido distinta si no fuera por al pago de millonarios sobornos.
Las acusaciones pronto pusieron contra las cuerdas a Blatter y los árabes, y la FIFA decidió realizar una investigación interna. Para ello contrató en julio de 2012 a Michael García, un prestigioso exfiscal estadounidense que trabajó durante 18 meses, entrevistó a 75 testigos y cuyas pesquisas le costaron al organismo 9 millones de dólares. Pero Blatter desconcertó a la opinión al publicar en noviembre de 2014 una versión amañada de los resultados del trabajo de García. Al enterarse de la decisión, este renunció públicamente y consideró “erróneo” el tratamiento que le habían dado.
El caso Qatar había quedado así hasta el pasado miércoles. Pero ese día la Fiscalía General de Suiza anunció que había abierto una investigación penal por la adjudicación de ese Mundial. A esa noticia se añadió el anuncio de que Estados Unidos también revisaría lo sucedido ahí. Aunque en la acusación la Justicia de ese país no menciona a los cataríes, puede esperarse que lleguen en un futuro próximo a conclusiones que exijan llamar a rendir cuentas a posibles involucrados en sobornos.
Sin embargo, esta decisión podría generarle problemas al propio presidente Obama. Junto a Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, Qatar es uno de los pocos socios fieles que le quedan en Oriente Medio. Agredirlo públicamente con una andanada judicial como la que tuvo lugar en Nueva York y Suiza la semana pasada implica poner en riesgo su amistad con los jeques árabes. Y esto podría ser fatal en tiempos en que esa región del mundo arde por cuenta de la inestabilidad democrática en países como Egipto y Libia, por la guerra civil en Siria y el avance sangriento de los yihadistas de Estado Islámico que ya tiene, entre otros, a Irak al borde del colapso.
En la rueda de prensa del miércoles, Lynch explicó las razones: algunos de los delitos que se investigan –lavado de dinero, pago de sobornos, transacciones financieras ilegales– se cometieron o se planearon en Estados Unidos, y utilizaron su sistema financiero. La investigación y las capturas, además, se llevaron a cabo con el respaldo de convenios de cooperación judicial y de lucha contra la corrupción entre su país, Suiza y otros Estados. Desde los años setenta, Washington defiende su derecho a combatir la corrupción en todo el mundo, no solo por la naturaleza de este delito, sino porque casi siempre tiene una dimensión transnacional.
Lo cierto es que pocas veces se había visto aparecer juntos en una rueda de prensa trasmitida por todo el mundo a la fiscal general, Loretta E. Lynch, al director del FBI, James B. Comey, y al jefe de investigaciones del Servicio Interno de Impuestos (IRS), Richard Weber. Lo hicieron conscientes de los efectos que tendría la investigación que llevaban preparando por más de tres años contra altos dirigentes de la FIFA y que, esa mañana, había llevado a capturar a siete de ellos en Suiza. La revelación sacudió no solo al mundo del fútbol, sino también a la política internacional. Pues podría afectar nada menos que los intereses de Rusia y la relación de la Casa Blanca con algunos aliados en Oriente Medio.
Que la plana mayor de la Justicia estadounidense saliera ante las cámaras a acusar a altos mandos de una de las entidades más poderosas del mundo de haberse robado más de 150 millones de dólares en casi un cuarto de siglo y a hablar de la posibilidad de que los mundiales de Rusia (2018) y Qatar (2022) pudieron ser comprados es una decisión audaz, que solo pudo haberse tomado con el visto bueno del presidente Barack Obama. Este sabe que cualquier movimiento de las instituciones con la bandera gringa en otros lugares del globo puede ser interpretado como un acto imperialista: como una reedición de los abusos a los que algunos de sus predecesores sometieron a varias regiones del mundo en el pasado.
Las reacciones no se hicieron esperar. Y el primero en pronunciarse fue el propio presidente ruso, Vladimir Putin, quien un día después de la rueda de prensa en Nueva York tomó el micrófono. Dijo que las acusaciones no afectarán “de ninguna manera” sus planes de celebrar el Mundial en Rusia en 2018. Añadió luego que “no tengo duda de que esto es un complot para evitar que Blatter sea reelegido”. Y, luego, para dejar claro que quería entender el asunto como una agresión de Estados Unidos en el tablero global, sostuvo: “Estados Unidos definitivamente no tiene nada que venir a buscar acá. Este es un ejemplo de cómo busca ampliar su jurisdicción a otros países”. Esta última frase encaja perfectamente en la retórica que el ruso lleva varios años usando para atacar a Obama. Y tiene que ver con un asunto geopolítico que lo tiene a él aislado y aún no encuentra solución: la invasión de Ucrania.
Otros, por lo contrario, parecen haberse sentido aliviados con la decisión de los estadounidenses. El primero fue el primer ministro británico, David Cameron, quien a través de su ministro de Cultura mandó a decir que considera a la FIFA “una de las organizaciones más corruptas” sobre la Tierra y que por ello esta “necesita un cambio en su liderazgo”. Por tal razón, su gobierno, que llevaba años acusando a la FIFA de haber vendido el Mundial de 2018 a Rusia por millonarios sobornos, no votó por Blatter. Y así se sacó el clavo de no haber sido elegido como sede de esa Copa Mundial.
Jugando con los árabes
Un capítulo de tinte político aún pendiente del escándalo tiene que ver con Qatar, sede de la Copa del Mundo de 2022. Su elección para organizar el certamen, hecha en 2010, ha sido el foco de una controversia global por varios motivos. Uno de ellos tiene que ver con que Qatar no posee una tradición futbolística y no cuenta con las condiciones climáticas para celebrar un mundial en pleno verano. Pero el otro motivo es más grave. Desde el mismo día en que los 209 miembros de la FIFA le dieron la sede a ese poderoso Estado árabe, abundan las denuncias de que la decisión habría sido distinta si no fuera por al pago de millonarios sobornos.
Las acusaciones pronto pusieron contra las cuerdas a Blatter y los árabes, y la FIFA decidió realizar una investigación interna. Para ello contrató en julio de 2012 a Michael García, un prestigioso exfiscal estadounidense que trabajó durante 18 meses, entrevistó a 75 testigos y cuyas pesquisas le costaron al organismo 9 millones de dólares. Pero Blatter desconcertó a la opinión al publicar en noviembre de 2014 una versión amañada de los resultados del trabajo de García. Al enterarse de la decisión, este renunció públicamente y consideró “erróneo” el tratamiento que le habían dado.
El caso Qatar había quedado así hasta el pasado miércoles. Pero ese día la Fiscalía General de Suiza anunció que había abierto una investigación penal por la adjudicación de ese Mundial. A esa noticia se añadió el anuncio de que Estados Unidos también revisaría lo sucedido ahí. Aunque en la acusación la Justicia de ese país no menciona a los cataríes, puede esperarse que lleguen en un futuro próximo a conclusiones que exijan llamar a rendir cuentas a posibles involucrados en sobornos.
Sin embargo, esta decisión podría generarle problemas al propio presidente Obama. Junto a Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, Qatar es uno de los pocos socios fieles que le quedan en Oriente Medio. Agredirlo públicamente con una andanada judicial como la que tuvo lugar en Nueva York y Suiza la semana pasada implica poner en riesgo su amistad con los jeques árabes. Y esto podría ser fatal en tiempos en que esa región del mundo arde por cuenta de la inestabilidad democrática en países como Egipto y Libia, por la guerra civil en Siria y el avance sangriento de los yihadistas de Estado Islámico que ya tiene, entre otros, a Irak al borde del colapso.