“(…)
un número significativo de niños y niñas, en su mayor parte del pueblo
Wayúu, ha muerto en el departamento de La Guajira durante los últimos
meses por causas perfectamente evitables; hechos que deben avergonzar a
toda la sociedad y, en particular, a quienes hacemos parte del poder
público y a quienes ejecutan políticas públicas dirigidas a esta
población en particular”.
(Jorge Armando Otálora Gómez, Crisis Humanitaria en La Guajira 2014, Informe Ejecutivo, p.5)
A
medida que avanzamos en la procesión fúnebre, en medio de la polvareda,
rodeados por la sequedad de La Guajira, se me acerca el padre del niño
recién fallecido junto a otro hombre. “Estaba débil, tenía vómitos,
estaba enfermo. No podía levantarse. No sabíamos qué le pasaba. Lo
llevamos al hospital, le pusieron suero y allí duró un día. Nos dijeron
después que estaba bien, que lo podían dar de alta. Apenas saliendo
empezó a llorar y luego empezó con el vómito de nuevo. A las pocas horas
ya estaba muerto”. Así relata el indígena Wayúu Miguel Uriana, a
través de un traductor, el sensible fallecimiento de su hijo de cuatro
años, que se produjo el sábado 13 de diciembre del 2014 a las 1,50 am.
El niño se llamaba José Miguel Uriana Epinayu y era el segundo de cuatro
hijos. Su hermanita menor, Valery, de apenas 18 meses, estaba sufriendo
de los mismos síntomas que él. Según la gente de la comunidad de
Uyatpana, comunidad a la que pertenecía José Miguel, él era el niño
número 47 en morir en el último trimestre del año pasado en el municipio
de Riohacha. Una cifra escalofriante que revela la escala de la
tragedia social que se vive en La Guajira, la cual fue expuesta a la luz
pública por la movilización del mismo pueblo guajiro, quienes se
declararon en paro cívico departamental los días 11 y 12 de Agosto del
pasado año.
Durante
el paro, gatillado por una sequía que acabó con 23.000 cabezas de
ganado, se articuló una serie de sencillas demandas que el gobierno de
Santos se comprometió a atender: mejoras en la provisión de servicios e
infraestructura, que el 20% de las regalías que genera el departamento
se queden para financiar la inversión social, apoyo a proyectos
productivos sostenibles –principalmente de carácter agropecuario y
turístico-, mayor planificación en la utilización de los recursos
naturales y creación de un fondo especial para pagar la deuda social del
gobierno con el departamento. Como es ya tradicional cuando una
tragedia se pone de moda, los medios colombianos se llenaron de
indignados artículos sobre la crisis de La Guajira por un par de
semanas, todos condenaron a viva voz la situación de este departamento,
para que luego la noticia se volviera añeja y La Guajira cayera así
nuevamente en el olvido tanto de la opinión pública como de las
autoridades.
Hasta
la fecha, no se ha cumplido nada ni se ha hecho ningún esfuerzo serio
por comenzar a trabajar en esa dirección. Las autoridades nacionales
siguen inmersas en su tradicional autismo, las autoridades locales
siguen enmarañadas en las pegajosas redes del clientelismo y los
guajiros, indígenas y no indígenas, siguen sumergidos en una miseria
tanto más oprobiosa y paradójica por cuanto están rodeados de riqueza:
la Chevron saca el gas a gusto y desde el Cerrejón salen trenes con
incontables vagones cargados de carbón varias veces al día. Mientras
tanto, los niños Wayúu siguen muriendo de hambre, de sed, de diarrea, de
fiebre, en fin, por pobres. En Colombia hay muchas formas de matar y en
la Guajira, el hambre mata más personas que las balas.
Lo
único tangible que de ese paro cívico ha salido, es un informe de la
Defensoría del Pueblo que no hace sino confirmar lo que los guajiros
vienen tratando de decir desde hace ya rato: que la crisis social en La
Guajira, microcosmos en el cual se concentran todas las violencias,
todas las contradicciones, todas las exclusiones del actual modelo de
desarrollo neoliberal-extractivista, es profunda e insostenible. La
presentación del informe no puede ser más claro, “La constante del
departamento de La Guajira es el sufrimiento: Sufren las madres que han
perdido a sus hijos e hijas; sufren los niños y las niñas que caminan
bajo el ardiente sol en busca de agua; sufren los habitantes de los
quince municipios del departamento que jamás han visto plenamente
satisfechas sus necesidades básicas; sufre el pueblo Wayúu acorralado
por el hambre, la violencia y la corrupción; sufren los hombres privados
de su libertad en una cárcel que niega su dignidad humana”. Según
este informe, el departamento de La Guajira se lleva el primer lugar en
el índice de desnutrición, con una prevalencia del 11%, mientras que 28%
de los niños menores de 5 años sufren de desnutrición crónica y un 39%
de anemia; casi el 60% de los hogares se encuentran en riesgo de hambre;
también se lleva el primer lugar en mortandad materna; la tasa de
mortalidad en menores de 5 años, de 32 por 1.000 (en el primer semestre
del 2014 los menores de 1 año representaban el 53% del total de muertes
registradas, y sabemos que esta cifra es un sub-registro); la mayoría de
la población carece de acceso a agua potable y la mitad de las muertes
de niños se deben a diarrea; a medida que aumentan las inversiones
extranjeras en recursos minero-extractivos, aumenta la pobreza, pasando
de un 37% en el 2005 a un 48% en el 2009, y a un 56% en el 2013; el 65%
de la población del departamento tiene sus necesidades básicas
insatisfechas y en el caso de la población rural, esta cifra llega al
92%; más del 60% de la población carece de alcantarillado, electricidad y
acueducto; el analfabetismo es del 32%.
“Los Wayúu somos invisibles para el gobierno, mueren y mueren niños y no pasa nada, no hay agua y no pasa nada”,
me dice un asistente al funeral. Mostrándome la carabina que, al igual
que muchos otros hombres, trae al hombro, para dar tiros al aire después
del entierro como señal de duelo, me confiesa “somos gente muy paciente, no usamos estas armas contra ellos, aunque ellos sí nos matan”.
Hay conciencia de que este no es un niño que simplemente murió: lo mató
la negligencia de todo el sistema hacia la población. Matilde López
Arpushana, ganadora del Premio Nacional a la Defensa de los Derechos
Humanos 2014, llamaba a esta situación un infanticidio. Ella tuvo que
pelear con uñas y dientes para llamar la atención sobre la grave crisis
de La Guajira. Se ganó enemigos no solamente entre las autoridades del
gobierno local, sino además de algunas autoridades indígenas. Ella nos
explica que lo peor que ha ocurrido es “la cooptación de un sector
importante de las autoridades indígenas que no escuchan, que no ven.
Nunca he estado en Uribia, y allá, en la capital indígena de Colombia
hay quienes me declararon la guerra por denunciar lo que estaba pasando.
En el actual sistema, muchas autoridades están en arreglo con las
autoridades políticas, reciben sus comisiones, dan votos y todo queda
tranquilo. También ocurre que muchos mayores, que son gente que sabe
mucho de la cultura, pero que no saben cómo es el sistema en que
vivimos, los invitan las empresas, a veces ni siquiera saben hablar
español, les presentan los proyectos y dicen después que sí hubo
consulta previa. Pero es como si a mí me invitaran, me dieran una charla
en inglés y después me dijeran que si estoy de acuerdo”.
Si
bien las autoridades no han atendido a los niños con hambre, si han
utilizado las pobres políticas de bienestar social como un arma en
contra de esta dirigente social: “yo he adoptado a un niño de una
comunidad que se estaba muriendo de hambre, me lo traje esquelético, y
ahora el niño está bien alimentado y atendido. Pero resulta y pasa que
como con todo el problema de la denuncia de lo que estaba ocurriendo me
tocaba andar mucho por la calle, entonces ahí sí que Bienestar Familiar
se acordó de este niño, y aunque nunca hicieron nada cuando estaba
desnutrido, ahora sí que me amenazaban con quitármelo que porque no le
estaba prestando suficiente atención”.
El
pequeño féretro de José Miguel fue rodeado entonces de mujeres y de
hombres que, según la usanza Wayúu, lloraban con la cara tapada con un
trapo. Solamente lloran cuando tienen la cara cubierta. Pero cuando
lloran, se les arranca el alma por la boca en un lúgubre e hipnótico
llanto que, en todas las tonalidades, llena el espacio. Alrededor, el
dolor se siente en la piel: unos toman chirrinche, otros escupen el
polvo, cada cual a su manera, trata de sacudirse esa pena tan tremenda.
Finalmente, el féretro es colocado en el nicho y en medio de llantos y
chirrinche, los ladrillos son colocados uno tras otro en la tumba con un
sonido seco. La impotencia de ver a sus hijos morirse así y pasar a
formar parte de unas estadísticas que para el mundo no significan mucho,
es indescriptible. José Miguel fue no más de los 37.000 niños Wayúu
desnutridos que se muere; uno más entre 5.000 ó 14.000 niños de esa
etnia asesinados por el hambre y la sed, sin que nadie siquiera sepa el
número exacto… vaya qué escandalosa muestra del desinterés oficial en la
tragedia de La Guajira. Esas son las paradojas de Colombia: que en medio de tanta riqueza, miles de niños mueran de hambre. Que
se venda a La Guajira como un paraíso turístico, y que ahí mismo, bajo
las narices de los turistas, se esconda esa sorda tragedia. Ahora que todos llevan la “paz” a flor de labios, que se recuerde a quienes a capa y espada defienden el status quo,
a los que dicen que el “modelo no se negocia”, que la violencia
estructural, esa que condena a unos al hambre mientras otros comen a
plato lleno, es la principal asesina en La Guajira. Y quizás en todo
Colombia.
José Antonio Gutiérrez D.
9 de Junio, 2015
Imágenes del funeral de José Miguel, de su hermana Valery en brazos de su madre, el jaguey de la comunidad.