Esa madrugada del miércoles pasado el sicario ya había bebido los suficientes mezcales para comenzar a fantochear.
—"Nos los
llevamos a la "Cueva del Diablo". Matamos a los más bravos y a los otros
los tenemos ahí" —balbuceó frente a sus compañeros, un grupo de tipos
de mala pinta. Hablaba de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.
En la mesa de
al lado, un cliente solitario aguzó el oído para agarrar todos los
detalles del relato. Había mucho que escuchar: La lengua se le había
soltado al matón a sueldo en esa cantina de poca monta de Iguala, donde
más de uno sabe que es de sentido común callar para mantener la cabeza
pegada a los hombros, aún ahora, con la ciudad tomada por los federales.
Pero nuestro
sujeto, aceitado por los mezcales, descartó toda regla de discreción. O
dijo lo que sabía, o comenzó a imaginar cosas.
—"Los subimos a
dos camiones de pescado y luego nos los llevamos en lanchas por el
Balsas. Tenemos vivos a la mitad, en la cueva" —contó. Sus compañeros
escuchaban atentos.
El sicario, o
quien quiera que fuera, decía trabajar para "Los Guerreros Unidos". No
era —y quedaba muy claro— un tipo prudente, menos con la guerra que se
ha desatado con "Los Rojos" y con agentes de inteligencia por todos
lados.
Vaya, medio Cisen se encuentra en el estado. Pero con solo una botella encima acababa de soltar la sopa a sus amigos de farra.
Dio varios
detalles: la noche del 26 de septiembre balearon a tres en Iguala y
luego tomaron camino hasta la presa El Caracol de madrugada, en una
carretera que serpentea entre la montaña y que termina casi junto al
agua.
Después de
transportarlos en lanchas río abajo, a los muchachos se les había hecho
marchar en fila india en la selva. No todos llegaron. Algunos murieron
asesinados en el camino, sus cuerpos fueron lanzados por la borda.
El relato
seguía con más detalles. La cueva en la que los tenían retenidos estaba a
una hora y media en barco de Acatlán, en una localidad conocida como
Acatlancillo, cerca de una cascada sin nombre. Más de la mitad de los
normalistas seguían ahí, atrapados, bajo la custodia de una recua de
narcos.
—"Están vivos" —insistió el sicario.
Y así, de
súbito, el secreto mejor guardado de México se ventilaba en un bar,
escapándosele a un tipo con tragos de más. A unos metros, en la mesa
contigua, el cliente de oídos agudos, que en realidad era un policía
comunitario de la Unión Popular de Organizaciones del Estado de Guerrero
(Upoeg), dio las gracias a la mesera, pagó su trago y regresó a su
campamento con la primicia.
En la búsqueda
de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, un misterio que ha
desafiado al Estado mexicano y al gobierno federal durante más cuatro
semanas, había un nuevo, aunque poco probable y hasta disparatado
rastro.
Pero la
desesperación lleva a buscar en donde sea. A las fosas de Iguala, las de
Cocula y los huesos sumergidos en el río San Juan se añadía la pista
más extraña hasta el momento.
Invención o no,
el relato fantástico fue tomado en serio en varios niveles, incluidos
los oficiales. Abría la posibilidad de hallar con vida a estudiantes que
hasta entonces habían sido buscados en pretérito, solo en fosas. Se
trataba de algo tan sencillo como esperanza, de aquello que si no existe
es reemplazado por la muerte, según define el antropólogo Michael
Taussig.
“Sin la
esperanza lo que queda es la muerte. La muerte del espíritu. La muerte
de la vida, donde ya no hay sentido de regeneración o renovación”,
sostiene.
Está muriendo de hambre
La Upoeg lleva
un mes de trabajos casi heroicos. No vuelven a casa desde septiembre.
Nadie les paga y tienen que racionar la gasolina. De día mal comen y de
noche, cuando pueden, duermen en un campamento en el zócalo de Iguala.
Son como
sabuesos alocados: andan por brechas y sierras donde nadie en su sano
juicio se metería y en ese trajín han descubierto varias fosas con
cuerpos. Han sido más eficientes que muchos criminalistas entrenados.
Pero comienzan a
sufrir el desgaste de la búsqueda. Su ropa se ve sucia. Sus vehículos
lucen más destartalados y polvosos de lo habitual, que ya es decir
mucho.
Encima, varias
esposas están sumamente molestas por la larga ausencia de sus hombres,
que hace cuatro semanas se fueron a tratar de encontrar a los jovencitos
de Ayotzi armados de machetes e imbuidos de un primordial sentido de
justicia.
“Mi esposa me
regañó el otro día, que cómo es que dejaba a mi familia, que me ponía en
riesgo, que los ponía en peligro y yo le dije ‘¿y a la familia de esos
chicos, qué? ¿A ellos quién los ayuda a encontrar a sus hijos?’”, dice
Lucas Pita, un igualteco que dejó todo por ir a la búsqueda de los
normalistas.
Es una opinión
ampliamente extendida entre sus compañeros. “Vamos a encontrarlos
vivos”, promete Crisóforo García, uno de los comandantes.
Pero no han
encontrado nada. O lo que han hallado —en las fosas de Iguala—, aún no
ha sido plenamente identificado. En tanto, con el paso de los días las
provisiones ya comenzaron a escasear.
“Ojalá nos
comiencen a apoyar los empresarios con gasolina. Es muy difícil
trasladarnos de una comunidad a otra todos los días”, sostiene Lino
Ponce, asistente de Bruno Plácido, líder y creador de la policía
comunitaria guerrerense, que desde hace casi dos años mantiene su propia
guerra contra la delincuencia organizada en varios municipios de
Guerrero.
Desde que se
involucraron en el caso de los normalistas de Ayotzinapa, los
comunitarios de la Upoeg andan a la caza de pistas donde puedan
encontrarlas, como todos unos detectives tropicales.
Cualquier
dicho, cualquier rumor, es digno de ser revisado. Una fosa en el cerro:
hay que ir. Una casa de seguridad en el pueblo: hay que revisarlo. Ropa
en la montaña: puede ser de los chicos.
“A estas
alturas hay que descartar toda posibilidad”, dice don Migue, uno de los
líderes de la columna estacionada en Iguala, donde han establecido una
base de operaciones. Se trata de un campamento de casas de campaña al
que a diario llegan datos y versiones.
Fue así como
esta semana les llegó el rumor de la "Cueva del Diablo" y una misión se
organizó al Nuevo Balsas, en uno de los confines más remotos de
Guerrero, en la presa de El Caracol.
El dato les
resultó tan interesante que los comunitarios se acercaron a la
Gendarmería, que por estos días ya está en Guerrero, con una petición:
-¿No prestan algunos hombres y helicópteros para ir a la cueva?
La Policía Federal, tan hambrienta y desesperada por encontrar pistas como la Upoeg dijo "sí".
¿Qué tiene que ver el diablo?
Muchos lugares
tienen su "Cueva del diablo". Son sitios que se prestan al mito y que
generalmente involucran a un demonio que habita en su interior, donde
lleva almas robadas.
Una
interpretación antropológica dicta que la caverna inconscientemente es
asociada con una entrada al inframundo y, por ende, con la maldad. De
ahí la replicación del mito en varios estados y países. En Iztapalapa
hay una. En Mazatlán, otra. En Veracruz hay al menos dos. Alemania tiene
la suya. Hay en Florida, Bulgaria, Brasil, Japón y Australia.
En Guerrero hay
dos. La que nos atañe y que de alguna manera se filtró al tema
Ayotzinapa, se encuentra cerca de Nuevo Balsas, a unos 30 kilómetros de
Cocula, donde la Procuraduría General de la República realiza peritajes
en un tiradero a cielo abierto y en el río San Juan. En ambos han sido
hallados restos óseos y osamentas.
El jueves
pasado, eran las 12 del día y una larga columna de gendarmes y
comunitarios esperaba en el embarcadero de Nuevo Balsas a que un
helicóptero Blackhawk terminara las labores de reconocimiento en el área
circundante a la "Cueva del Diablo".
Los federales iban armados hasta los dientes. La Upoeg llevaba varas y machetes.
Formados junto a
los botes, los gendarmes escucharon la advertencia de su comandante.
“Hay que estar precavidos”, les dijo. “No hay condiciones en esa zona.
Hay mucho plantío de mariguana y amapola”.
En un mapa, los
federales trazaron las siguientes coordenadas: latitud 17 grados, 55
minutos, cero segundos norte por longitud 99 grados, 58 minutos y 30
segundos oeste.
"La Cueva del Diablo" estaba trazada en un punto rojo, pero esta es otra historia que conoceremos mañana...