Lo
llamaron “Plan Colombia” y se inscribía en la estela de la “guerra
contra las drogas” declarada por el mentiroso presidente Nixon hace 40
años. Lo suscribieron su sucesor Bill Clinton y uno de los peores
presidentes que haya sufrido Colombia, Andrés Pastrana.
La pasada semana se celebró en Washington el 15 aniversario del
“Plan”. Con reunión masiva en el ala este de la Casa Blanca y una
superfiesta en la embajada colombiana, que inauguraba local. Allí se
anunció una secuela que se llamará “Paz Colombia”, si el Senado le
aprueba a Obama unos cientos de miles de dólares que añadir a los
teóricos 10.000 millones ya gastados.
En principio, el objetivo central del Plan era combatir el
narcotráfico, acabar con la producción y consumo de drogas,
especialmente de la cocaína. Pero pronto, en la estela de una guerra
fría que seguía vigente en América Latina, se orientó fundamentalmente a
la lucha contra la subversión, representada especialmente por las FARC,
que entonces contaban con 25.000 miembros y podían poner en jaque al
Estado en numerosas zonas del territorio colombiano.
Helicópteros, pertrechos, asesores, para acabar con la “guerrilla
comunista”, fueron el centro del convenio. Más adelante, a través de
operaciones encubiertas con la CIA y la NSA (Agencia Nacional de
Seguridad) tristemente célebre por las revelaciones del perseguido
Edward Snowden sobre sus actividades de interceptación y espionaje
ilegal en todo el mundo, se vendió al Gobierno de Uribe tecnología
sofisticada, especialmente las denominadas “bombas inteligentes” que
contribuyeron a abatir jefes guerrilleros como el mando militar Jojoy,
Alfonso Cano o Raúl Reyes, este último en territorio ecuatoriano
mediante el apoyo logístico de la base militar estadounidense de Manta,
hoy clausurada por el presidente Correa.
A pesar de los duros golpes infligidos a la guerrilla, “daños
colaterales” incluidos, el Plan Colombia no consiguió terminar con las
FARC, que han seguido ocupando territorio con más de 10.000 efectivos y
manteniendo en jaque a las fuerzas militares. Por eso el actual
presidente, Juan Manuel Santos, aun cuando fue ministro de Defensa con
el guerrerista Uribe, decidió nada más iniciar su mandato entablar unas
conversaciones de paz que se han desarrollado en los últimos años en La
Habana, que ya han conseguido la tregua en las acciones de la guerrilla y
permitirán alcanzar la paz negociada en los próximos meses. Lo que no
consiguieron el Plan Colombia ni el Ejército en medio siglo, lo han
logrado civiles y jefes guerrilleros sentados en una mesa desarmada en
la capital cubana.
Junto al énfasis guerrero, la vertiente “antidrogas” del Plan
Colombia ha desplegado su acción en los últimos 15 años, principalmente
centrada en la fumigación aérea de los cultivos. Así como en el aspecto
militar del acuerdo el dinero “donado” debía emplearse en la compra de
todo lo empleado – “incluidas las botas de los soldados”, según me
informaba un alto cargo del Gobierno Uribe–, en este caso, las
beneficiarias de la fumigación eran, además de los aviones alquilados,
las multinacionales químicas Monsanto y Dow Chemical, que se deshacían
en Colombia a precio de oro de venenos cuya aspersión ya está prohibida
en el mundo civilizado por la presión ecologista e incluso de los
organismos de Naciones Unidas.
Cuatro millones de hectáreas han sido fumigadas en territorio
colombiano durante el Plan Colombia, obligando al traslado de cultivos
sin eliminarlos, antes bien aumentando el área sembrada de coca y, según
el gran periodista Antonio Caballero (antiguo columnista de Público),
“arrojando a los campesinos cocaleros en brazos de las guerrillas que
los defienden y a las que pagan protección”.
Junto al Plan, los agentes de la poderosa agencia antinarcóticos de
Estados Unidos (DEA) han operado en Colombia a sus anchas como una
dependencia clave de la Embajada en Bogotá. Con sus investigaciones han
logrado centenares de detenciones seguidas de extradición, para que
cuenten lo que saben y enriquezcan el patrimonio informativo y la
capacidad de presión de la agencia a todos los niveles, incluyendo
centros de poder económico y político.
Más de mil extraditados desde Colombia. Célebres narcos como Pablo
Escobar abatidos o grandes narcos, como los jefes del cártel de Cali,
conducidos a cárceles estadounidenses. En estos días, el Chapo Guzmán,
tras su enésima fuga, trincado en medio de la horterada que persigue a
este tipo de personajes y reclamado de inmediato por la potencia del
Norte…
Pero la pregunta que servía de titular a este comentario sigue en el aire.
Las toneladas de cocaína y heroína llegan puntualmente a Estados
Unidos desde Colombia, México, Panamá o Perú para su distribución en su
inmenso territorio mediante redes bien organizadas, hasta llegar, con
pureza variable, al ejecutivo de Wall Street o al negro lumpen del
Bronx…¿Quién las recibe? ¿Qué fantasmas invisibles se hacen cargo de las
avionetas, los submarinos o las mulas viajeras que arriban a los
aeropuertos con su carga de coca?
¿Por qué se habla de “chapos”, “escobares”, “orejuelas”, y jamás de
un capo estadounidense? ¿Por qué nadie investiga cómo se manejan las
inmensas cantidades de dólares que sin duda manejan los bancos lavadores
del destino final de la droga, infinitamente superior en valor al de la
compra de la hoja al perseguido campesino cocalero?
Hace tiempo, García Márquez le preguntó reservadamente a Clinton
sobre todo esto. Más o menos le contestó que la respuesta era un grave
problema de Estado y que se sabría, al modo de los misterios de Fátima,
dentro de varias décadas.
Mientras tanto, los mayores consumidores y agentes del negocio de la
droga son de la misma potencia que aparece como perseguidora implacable
del narcotráfico.
Como decía el paisano citado por Carlos Fuentes refiriéndose a los gringos: “Ellos ponen sus narices, nosotros los muertitos”.
12 febrero 2016Antonio Albiñana
Fuente: Público.