“La sabiduría de la vida consiste en la eliminación de lo no esencial. En reducir los problemas de la filosofía a unos pocos solamente: el goce del hogar, de la vida, de la naturaleza, de la cultura”. Lin Yutang
Cervantes
Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobretodo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia dondequiera que esté.
MIGUEL DE CERVANTES
Don Quijote de la Mancha.
La Colmena no se hace responsable ni se solidariza con las opiniones o conceptos emitidos por los autores de los artículos.
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10 de abril de 2016
Blanca Ibáñez, la amante que Lusinchi condecoró
En Venezuela, una historia de amor y corrupción que termina en el exilio
Francisco Ortiz Pinchetti
Caracas – Blanca Ibáñez no cumplía todavía los 25 años de edad cuando como secretaria de ínfima categoría en el Parlamento venezolano fue fortuitamente transferida a las oficinas de la fracción parlamentaria del Partido Acción Democrática (AD)
Era una muchacha provinciana y pobre, sin preparación, madre soltera de dos niños, morena, bajita, llenita, de facciones gruesas en cuyo rostro redondo destacaban unos ojos negros particularmente expresivos
Ahí conoció a Jaime Lusinchi, un hombre de 48 años de edad en ese entonces, padre de 5 hijos, casado hacía 25 años con Gladys Castillo. Médico de profesión había padecido cárcel, tortura y exilio durante la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Ahora ocupaba la presidencia de la fracción parlamentaria de AD
Lusinchi y Blanca Ibáñez congeniaron desde un principio. El la pidió como secretaria. Y empezaron a salir
Casi doce años después, también por razones un tanto fortuitas, Lusinchi se convertía en presidente de la República Siguió con Blanca Ibáñez a su lado. No la hizo ministra, pero como su “secretaria privada” le dio todo el poder.
Ella hizo y deshizo desde sus estratégica oficina en el palacio presidencial de Miraflores, donde se convirtió en una suerte de supersecretaria, capaz de nombrar o remover a ministros, disponer ascensos en las fuerzas armadas, tomar decisiones de Estado, utilizar recursos sin límite, inaugurar obras públicas, pronunciar discursos oficiales
Jaime Lusinchi no pudo cumplir su promesa de convertirla en Primera Dama de Venezuela, pero lo intentó: en la plenitud de su mandato, el Presidente enfrentó el escándalo público de su divorcio de Gladys Castillo, aún no resuelto; hizo de Blanca Ibáñez su acompañante en giras internacionales a costa de vulnerar todo protocolo; la convirtió en doctora, al conseguir para ella el título de abogada por la Universidad Santa María, que él mismo, de toga y birrete, le entregó; y siete días antes de dejar el poder, violando toda norma, la condecoró con la orden del Libertador en el grado de Gran Oficial, la máxima presea que otorga el gobierno venezolano.
El desenlace de esta historia de amor, pasión y poder —que los venezolanos han seguido con la avidez que sólo otorgan las telenovelas— está todavía por conocerse.
No será, parece, un final feliz.
Blanca Ibáñez, la doctora, está prácticamente exiliada desde hace tres meses en Miami.
Enfrenta ahora acusaciones judiciales por fraude, malversación de fondos y tráfico de influencias, ubicada en el centro —y como símbolo— del más grave caso de corrupción en la historia de Venezuela.
El pasado 30 de agosto fue expulsada del partido Acción Democrática. El Tribunal de Etica de AD, tomó tal determinación definitiva por unanimidad, toda vez que “el nombre y la reputación del partido han sido lesionados con el escándalo público”.
A su vez, se ha solicitado al consejo de la Orden del Libertador, que encabeza el presidente Carlos Andrés Pérez, se le retire la condecoración respectiva, otorgada sin el consentimiento del propio Consejo.
Jaime Lusinchi, el expresidente, protegido por la inmunidad constitucional como senador vitalicio de la República, viaja frecuentemente de Caracas a Miami y de Miami a Caracas mientras la oposición —y destacados miembros y dirigentes de su propio partido— piden un juicio político en su contra para hacer que responda a su responsabilidad como jefe de un gobierno en el que campeó la corrupción.
Además de Blanca, su secretaria particular, cuando menos cuatro de sus exministros, tres exviceministros y una veintena de exfuncionarios de alto nivel se han visto implicados en el escándalo del tráfico de dólares preferenciales que hoy conmueve a Venezuela y que llega a una suma superior a los 30,000 millones de dólares, equivalentes a la deuda externa venezolana.
Todo por amor.
Convertida en mito por la perspicacia popular, objeto de todas las sospechas y de todos lo rumores, en torno de Blanca Ibáñez se han tejido —y se siguen tejiendo— historias sin fin. Una de ellas, muy propalada, se refiere a sus presunto origen extranjero, concretamente colombiano.
Sin embargo, hay constancias oficiales de que Blanca Alida Ibáñez Piña, que tal es su nombre completo, nació en la maternidad de la Cruz Roja del pueblecito de San Sebastián, en el estado de Táchira, el 17 de agosto de 1947 a las diez cuarenta de la noche.
Fue hija de una sirvienta, Rosario Piña y de un albañil, Carlos Julio Ibáñez, que antes habían tenido otros dos hijos.
Hasta donde se sabe, Rosario Piña tuvo dos hijos más antes de ser abandonada por su esposo. Decidió, entonces, enviar a Blanca Alida, que tenía apenas tres años de edad, con una hermana que vivía en Caracas, ciudad donde ya radicaban también José y Bertha, los hijos mayores Rosario se unió a ellos dos años después. Trabajó como cocinera en una clínica para mantener a sus hijos.
La propia Blanca Ibáñez recordó hace poco aquellos años:
“Vengo de una familia muy humilde, que ha sentido y padecido mucho para que mi madre nos diera la educación que pudimos alcanzar”, dijo “Yo sé lo que es para una madre encerrar a sus hijos en un cuarto, con un vaso para que hagan sus necesidades y dejarles un plato de espagueti para que coman”.
En medio de penurias tales, Blanca estudió la primaria en la escuela “Ciudad de Caracas”. Adolescente ya, quería ser artista y durante algún tiempo merodeó sin éxito por los círculos de la farándula caraqueña.
A los 18 años de edad se enredó con un hombre casado, Rubén José García Díaz, y quedó embarazada. A los 19 tuvo su primer hijo, un varón, Carlos Alfredo. Y tres años después, del mismo padre, la segunda, Lorena Margarita.
Su pequeña tenía apenas siete meses de edad cuando recomendada por el diputado adeco Carlos Alberto Sandoval, un médico propietario de la clínica donde trabajaba su madre, Blanca Ibáñez entró a trabajar en las oficinas administrativas del Senado, en la esquina de Pajaritos, como “oficial I”, el rango inferior de las secretarias del parlamento, en septiembre de 1969.
En el siguiente capítulo de la historia —perfecta telenovela— Blanca Ibáñez pasó, sin ascender en el escalafón, de una a otra y a otra dependencia del parlamento. En abril de 1972 estaba adscrita a la oficina de la comisión de Defensa de la Cámara de Diputados.
Al diputado Nerio Nery, entonces vicepresidente de dicha comisión, se atribuye haber pedido el traslado de la muchacha, dadas sus limitadas posibilidades secretariales, a otra oficina. El caso es que Blanca Ibáñez, con sus casi 25 años de edad, llegó a la oficina de la fracción parlamentaria de AD.
Leopoldo Linares, veterano periodista con más de 30 años en las fuentes políticas, recuerda a Blanca Ibáñez como “una muchacha simpática y vivaz, de lindos ojos, pero no especialmente atractiva”. Era bajita, dice, “una chica como tantas, no fea, lista, pero nada más”.
Con ojos bien distintos la vio Lusinchi “La quiero para que trabaje conmigo”, pidió sin importarle su condición de mera ayudante de secretaria. Desde entonces estarían juntos.
La prominencia política de Lusinchi en ese entonces —como líder de la diputación del partido en el poder, durante la primera Presidencia de Carlos Andrés Pérez— permitió a Blanca Ibáñez escalar rápidamente las categorías. Pasó a ser secretaria II, luego secretaria III, después Administrativa IV.
La vida le había cambiado.
Pronto dejó el departamento que ocupaba en el barrio Monte Piedad, una unidad construida por el Banco Obrero para gente pobre. Se mudó a un departamento decoroso, a dos cuadras del palacio de Miraflores. Hoy tiene una finca de lujo, la Quinta Blancamar, en Minas de Baruta, uno de los más exclusivos barrios del este de Caracas.
Cuando en 1982 las circunstancias políticas favorecieron la candidatura de Jaime Lusinchi a la Presidencia de la República, Blanca estaba a su lado. Sus amoríos habían provocado una separación entre el político y su esposa, Gladys Castillo, que para entonces, de hecho, radicaba en Miami.
La candidatura a la Presidencia planteó a Lusinchi —y a los dirigentes de Acción Democrática, encabezados por Gonzalo Barrios— la necesidad de buscar una reconciliación con su esposa, médico pediatra como él. La campaña exigía la imagen del matrimonio integrado, decente, feliz.
Presionada, o convencida por las promesas de su marido sobre un reinicio de su vida matrimonial, Gladys Castillo accedió. Regresó a Venezuela y apareció con él, sonrientes ambos, en mítines y manifestaciones preelectorales.
¿Y Blanca Ibáñez? Ella era la secretaria privada del candidato. Toleró sin chistar, el reencuentro de los esposos. De cuenta que, a cambio de asumirlo, ella recibió entonces la promesa de Lusinchi de que la haría Primera Dama de Venezuela en los dos últimos años de su mandato.
Ante el electorado había que hacer bien las cosas. Lusinchi aparecía al lado de su esposa. Blanca Ibáñez se casa el 14 de octubre de 1982 con Roberto Behrns Ducharne, un divorciado tres años menor que ella Lusinchi mismo apadrinó la boda. Brindó con champaña con la pareja y los diarios publicaron la fotografía.
La felicidad conyugal de Blanca y Roberto, si la hubo, duró bien poco. Nadie los vio nunca juntos. El 15 de noviembre de 1983, menos de tres meses antes de que Lusinchi se convirtiera en Presidente de la República, ella pidió legalmente el divorcio. Adujo que su marido “abandonó el hogar desde el 26 de febrero de ese año, llevándose consigo todas sus pertenencias, habiendo sido inútiles todos mis intentos para hacerlo volver”. Es decir, el marido se largó apenas cuatro meses después de celebrada, con toda la prensa nacional presente, la ceremonia nupcial.
Con notable celeridad se dio curso a la demanda de divorcio. Siete meses después, el 13 de junio de 1984, el juez declaró disuelto el vínculo, sentencia confirmada un mes más tarde.
La barragana en palacio.
Jaime Lusinchi tomó posesión como presidente de Venezuela el 2 de febrero de 1984, luego de derrotar claramente a Lorenzo Fernández, de Copei, en las elecciones nacionales.
El nuevo mandatario entró a Miraflores acompañado de su esposa Gladys Castillo. Con ella se instaló en La Casona, residencia oficial de los presidentes venezolanos. Pero pocos meses después Lusinchi se hizo acondicionar la suite japonesa de Miraflores para vivir allí y dejó La Casona, donde Gladys Castillo viviría, solamente con sus hijos, el resto del quinquenio.
Blanca Ibáñez era, en cambio, la dama de Miraflores. Lusinchi inventó para ella el cargo de secretaria privada, que no existía ni existe legalmente. La colocó ahí, cerca de él, para compartir con ella los secretos palaciegos, la intimidad del poder.
La barragana —modo usual aquí para denominar a la amante, la concubina y, ahora, la “secretaria privada”— desplazó de entrada a la Primera Dama. Era ella la que estaba al lado del Presidente, ella la del poder.
Lo ejerció, de manera insólita.
Blanca Ibáñez, no el Presidente, recibía a ministros y les daba órdenes Blanca Ibáñez, no el Presidente, acordaba con dirigentes políticos, legisladores, diplomáticos. Ella participaba al lado de Lusinchi en las reuniones de gabinete, sin ser ministro. Y a menudo asumía, de hecho, el mando en esas reuniones.
Rápidamente tomó Blanca Ibáñez las riendas del poder. A ella acudían cada vez más los ministros, los líderes sindicales, los dirigentes empresariales, los dignatarios eclesiásticos, para gestiones del más alto nivel. Ella parecía proteger al regordete y bonachón Presidente, afectado por la dipsomanía desde muchos años atrás. Lo ayudaba a cuidar su imagen, a ganar popularidad.
Y lo desplazaba: era ella, cada vez más, la que aparecía en público, la que entregaba donaciones oficiales, la que solucionaba conflictos, la que otorgaba favores.
Perdió toda discreción.
Sus actividades, no las del Presidente, iniciaban la rutina informativa de los noticiarios de televisión. Su fotografía aparecía de manera casi invariable en los periódicos para ilustrar la noticia: entregó obras, supervisó construcciones, repartió viviendas, asistió a desvalidos, visitó a enfermos, inauguró instalaciones deportivas, entregó equipos científicos, apadrinó o “amadrinó” promociones universitarias, promovió caminos, estrenó mercados.
Emula de Evita Perón, Blanca Ibáñez gustó especialmente de convivir con los pobres. Se metía a los barrios marginales y repartía comida, juguetes para los niños, ropa, dulces.
Fue oradora oficial en conmemoraciones cívicas. Y repartió donativos: un millón y medio de bolívares para el Instituto de Prevención del Clero; 375.000 bolívares para la Asociación de Ingenieros; dos millones de bolívares para la diócesis de Barinas; un millón 200 mil bolívares para los salesianos; medio millón para la diócesis de La Guaira.
También recibía: en julio de 1985 fue condecorada con la Cruz de la Policía y con la orden “Diego de Losada” en primera clase, por el gobernador de Caracas. En septiembre de este año, recibió un homenaje de la Federación Unificada de Trabajadores del Distrito Federal, que le entregó una placa de reconocimiento a su labor social. En mayo de 1986 recibió la condecoración “General Francisco Esteban Gómez”, otorgada por el gobierno del estado Nueva Esparta, mientras su nombre era impuesto a una plaza de Caracas.
Proliferaron las calles, plazas, jardines de niños, escuelas y hasta un río “Blanca Ibáñez”. Fue declarada “hija adoptiva benemérita” de la ciudad del Espíritu Santo y galardonada con la orden “Gobierno del Distrito Federal”.
En el colmo apareció ataviada con uniforme de las fuerzas armadas mientras asistía a damnificados en Maracaibo.
Era intolerante con quienes no entendían, o no acataban, su obvia prominencia en Miraflores. Ella intervenía, autorizaba y vetaba las audiencias presidenciales y hasta las comunicaciones telefónicas con el Presidente. No pocos funcionarios de alto rango, como la doctora Clarisa Sanoja, presidenta del Consejo de la Judicatura y vieja compañera de luchas de Lusinchi, fueron víctimas de la prepotencia de la secretaria privada Lusinchi no sólo le otorgó el poder, sino que no ocultaba su pasión por ella. Lo primero que hizo al recibir al presidente mexicano Miguel de la Madrid en el palacio de Miraflores, en 1986, fue presentarle a su secretaria privada.
Cuando la reina Juliana de Holanda visitó Venezuela, Lusinchi le ofreció una recepción a la que asistieron sólo hombres solos, para evitar el problema de la esposa, pues el protocolo no le hubiera permitido estar acompañado por Blanca Ibáñez.
Y cuando el Presidente venezolano hizo su última visita a España, no se alojó en el palacio de El Prado, como es usual en tales casos, porque no lo podía hacer con Blanca. Argumentó que jamás se hospedaría en el mismo lugar donde vivió el dictador Francisco Franco y se alojó en el hotel Ritz, con Blanca Ibáñez.
Cuando el Papa Juan Pablo II estuvo en Caracas, se encontró con que quien salió a recibirlo de mantilla en el palacio de Miraflores era una primera dama distinta a la que horas antes, de mantilla, le había besado la mano en el aeropuerto.
Divorcio presidencial.
Blanca Ibáñez —una mujer “audaz, ambiciosa, ejecutiva”, según la describe el comunista Abelardo Raidi— no ocultaba tampoco su repentina riqueza. La modesta secretaria del parlamento quedó atrás, definitivamente atrás, a los pocos meses de despachar en Miraflores. Lucía joyas y ropa cara en eventos sociales. Despilfarraba dinero en rumbosas fiestas familiares, como la que organizó cuando su hija Lorena cumplió 15 años. Un acontecimiento social y político fue la boda de su hijo Carlos Alfredo, de apenas 20 años de edad, en diciembre de 1986. Casó con Laura Fazzolari, exmiss Táchira y segunda finalista en el concurso miss Venezuela, hija de un rico empresario italiano. Ofició la misa el obispo de La Guaira, Francisco Guruceaga, que 18 días después recibió de Blanca Ibáñez un donativo de 500,000 bolívares Lusinchi, por supuesto, fue padrino del enlace.
Tenía poder y dinero, pero no la prometida condición de esposa y, consecuentemente, de Primera Dama de Venezuela.
Cumplidor, apasionado por su amor otoñal, enamorado al fin, el Presidente de la República solicitó su divorcio de Gladys Castillo ante un juez al que acababa de condecorar. Adujo una prescripción legal según la cual el divorcio puede ser automáticamente concedido cuando los cónyuges llevan cinco años separados. Ante la resistencia de doña Gladys, que no lo aceptó, el juez negó el divorcio a Lusinchi, un hombre ya de 63 años de edad en ese tiempo.
Y tuvo, entonces, que recurrir a una nueva demanda “por abandono y ofensas graves” contra la mujer con quien casó en 1947, el mismo año en que nación Blanca Ibáñez Gladys Castillo esgrimió que fue él quien abandonó La Casona y decidió litigar el divorcio.
Estalló el escándalo. Y la guerra La Primera Dama fue víctima de acosos, descortesías y bloqueos ordenados desde Miraflores.
Se estableció, inclusive, una suerte de censura a los medios de comunicación sobre el asunto del divorcio. Prácticamente se prohibió mencionar a Blanca Ibáñez, a quien un columnista caraqueño bautizó entonces como “la innombrada”. Una conductora de televisión, Rosaura Ordóñez, fue retirada de su puesto luego de hacer una velada mención de las relaciones entre el Presidente y su secretaria. Nelson Luis Martínez, director del diario Ultimas Noticias, fue destituido por escribir un artículo titulado “Las mujeres del Presidente”.
El 18 de diciembre de 1987, Gladys Castillo acudió ante la comisión de Comunicación de la Cámara de Diputados para denunciar la parcialidad de la justicia en el caso de su divorcio y la censura que en su contra se ejercía en los medios de comunicación. Los diputados descubrieron la presencia de agentes policiacos infiltrados como “periodistas”, enviados para fotografiar a los legisladores que apoyaran a la Primera Dama en sus reclamos. En medio del escándalo provocado por tal hecho, el diputado oposicionista David Nieves rompió el tabú y describió a Blanca Ibáñez como detentora del “poder tras el trono”.
Y gritó: “¡Basta ya, colegas, que se siga silenciando desde el gobierno y la oposición los desmanes y atropellos de la señor Blanca Ibáñez! ¿Es que acaso esa señora tiene corona? ¿O es que ella está por encima de los poderes Legislativo, Judicial y Ejecutivo?”
La demanda de Lusinchi, con todo el poder presidencial detrás, prosperó a pesar del escándalo. El 12 de abril de 1988 el juez le otorgó el divorcio provisional, sentencia que fue ratificada el 2 de junio siguiente.
Empeñada en evitar una boda palaciega antes de terminar el mandato de su marido, Gladys Castillo no se dobló. Apeló ante la Corte Suprema de Justicia y con ello frustró los sueños matrimoniales de Blanca Ibáñez.
La secretaria privada del Presidente dejó entrever sus anhelos en una charla con la periodista Ludmila Vinogradoff, de El Nacional, de Caracas, durante un acto social Blanca Ibáñez no imaginó que estaba con una reportera cuando ésta le preguntó:
—¿Le puedo llamar la próxima Primera Dama?
—No —repuso— ¿a qué viene esa pregunta?
—¿Acaso no se va a casar con el Presidente?
—Eso no está planeado
—¿Y cuándo lo van a hacer?
—Eso está por verse
—¿Después de febrero de año próximo? (finalizado ya el gobierno de Lusinchi)
—Entonces, ya no sería—dijo mirando al cielo
Ludmila Vinogradoff publicó este diálogo el 7 de junio de 1988 Furiosa, Blanca Ibáñez desmintió haber tenido esa conversación “Se trata de un invento total, porque yo no hablo de estupideces”, dijo.
Todo se derrumbo.
Un nuevo escándalo puso en la vía pública el lecho presidencial. En agosto de 1988, Acción democrática escogió a sus candidatos a diputados para las elecciones legislativas de ese año, y Blanca Ibáñez tenía también el anhelo de ser diputada por Táchira, su estado natal, lo que además le representaría inmunidad constitucional para cuando Lusinchi, y ella, dejara el palacio de Miraflores.
Luis Piñerúa Ordaz, excandidato presidencial de AD (1978) y miembro del Comité Ejecutivo Nacional de su partido, político reputado como pocos, se opuso radicalmente a la candidatura de Blanca Ibáñez. También aspirante a una diputación, Piñerúa Ordaz acusó a Lusinchi de presionar para que su barragana fuera incluida en las listas de candidatos.
La dirigencia de AD tomó una decisión salomónica: los excluyó a los dos de las nominaciones Blanca Ibáñez tronó:
“A mí no me avergonzaría jamás ser concubina o barragana, como se me ha insultado”, dijo a los periodistas el 16 de agosto de 1988. “Yo creo que si fuera barragana me sentiría muy orgullosa con el hombre al cual me unen. Estoy ligada a él por unos sentimientos de afecto y cariño. A través del tiempo y durante 20 años hemos trabajado y hemos luchado para llegar a la posición que él tiene como hombre político”.
Y Piñerúa Ordaz, en una carta al CEN de su partido, acusó a Blanca Ibáñez de ser “una intrusa en el palacio de gobierno de Miraflores, que validad por su condición de amiga íntima del Presidente ejerce poderes que la colocan inclusive por encima de ministros”.
El sueño de Blanca y Jaime se derrumbó, mientras transcurría vertiginosamente los últimos meses del gobierno de Lusinchi sin que la Corte Suprema de Justicia emitiera fallo alguno sobre el divorcio.
Lusinchi entregó el poder a Carlos Andrés Pérez el 2 de febrero de 1989. Siete días antes, el 25 de enero, impuso a Blanca Ibáñez la condecoración Orden del Libertador, en grado de Gran Oficial.
Fue su premio de consolación, el último regalo del Presidente.
Juntos, pero ya lejos del poder, Blanca y Jaime vivirían momentos terribles en los meses siguientes. De pronto, el mundo se les vino encima.
En marzo pasado, el Congreso inició una investigación sobre el tráfico legal de dólares preferenciales durante el gobierno de Lusinchi. Blanca Ibáñez apareció en el centro de la nueva tormenta, esta vez política y judicial, por su intervención directa en la asignación irregular e esas divisas a importadores. Fue el principio. En cascada cayeron sobre ella nuevos cargos: tráfico de influencia, fraude, enriquecimiento ilícito, malversación de fondos.
Tuvo que huir. En junio desapareció súbitamente de la escena venezolana, para ir a radicar en la Florida, con una fortuna que se estima en 200 millones de dólares.
Golpe seco fue para ella —y para Lusinchi— su expulsión definitiva del partido Acción Democrática, el 30 de agosto. Ya antes, la Corte Suprema de Justicia había emitido, el 2 de agosto, un fallo contrario al expresidente: ordenó la reposición del juicio en segunda instancia sobre el divorcio. La semana pasada, el presidente de la Comisión Permanente del Congreso formalizó ante el presidente Carlos Andrés Pérez la solicitud de que le sea retirada a Blanca Ibáñez la Orden del Libertador. Y cobraba fuerza las demanda legislativa para someter a Lusinchi a un juicio político