Diego Sztulwark
Serie: ¿Quién necesita la revolución?
A Fernando Martínez Heredia
El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada.
Che
Si
la guerra está en la política como violencia encubierta en la
legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella
las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite
al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta.
Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra,
solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de
ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las
fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo
vencer en la guerra.
León Rozitchner
El presente es lucha, el futuro es nuestro.
I
Un libro notable de Alain Badiou, El siglo,propone
reflexionar sobre un lapso de tiempo que se pensó a sí mismo bajo la
exigencia de transformar al hombre, intensificar la vida, dominar la
historia. Entre 1917 y 1976 (la muerte de Mao), el siglo puede ser
pensado como comunista, aunque también puede serlo como el siglo
totalitario si se lo analiza como aquel cuyas categorías condujeron con
reiteración al campo de la concentración y el exterminio. El siglo XX es
pensable en simultáneo como el período en el cual las fuerzas del
capital, la democracia y las sociedades de mercado se liberan
triunfantes. En todos los casos, lo que está en juego de modos muy
distintos es la idea misma de transformación. La idea de “hombre nuevo”
-el Che Guevara no la inventó, pero le fue esencial- no se afirma en el
siglo sino a partir de una acentuada desconfianza en la historia. Si el
humano debe forzarse a sí mismo, modelarse en algún sentido, es porque
ya no se espera que la historia por sí misma provea un sentido ni que lo
lleve a su cumplimiento. Aun cuando hubiere un sentido en la historia,
esta no posee los medios para realizarlo. Toda proyección política de
una remodelación subjetiva parte de un estado agudo de sospecha, lo que
en el caso del Che se acentuaba por su fuerte conciencia de la
“excepcionalidad” de la Revolución Cubana.
II
En 1965, el Che Guevara publica “El socialismo y el hombre en Cuba”, en el semanario Marcha
de Uruguay, donde plantea el papel de los aspectos llamados
“subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de
construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y
objetivo, moral y material, cualitativo y cuantitativo, son los términos
de una dialéctica que propone la cuestión del hombre nuevo como tarea
principal de la revolución. “Para construir el comunismo,
simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre
nuevo”, y el instrumento adecuado para lograrlo, en el nivel de la
“movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar
el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante
ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.
La
formación de unas masas no sumisas, que actúen por vibración y no por
obediencia, constituye para el Che la fuerza principal del proceso
revolucionario. Ellas son la fuente de un nuevo poder -coercitivo y
pedagógico- imprescindible en la tarea de constitución de una
subjetividad nueva, libre de la coacción que sobre la humanidad ejerce
la forma-mercancía. Pero, advierte, esta fuerza nueva de unas masas revolucionarias constituye un fenómeno “difícil
de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución”. Estas
masas nunca fueron pensadas por Freud en su célebre estudio sobre las
“masas artificiales”. Y no
es que los movimientos de liberación que se dan dentro del sistema
capitalista no deseen su transformación, sino que estos no devienen
revolucionarios, dice el Che, porque viven lo que dura la vida del líder
que los impulsó “o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto
por el rigor de la sociedad capitalista”.
El freno a ese impulso es la persistencia de la ley del valor,
fuente del “frío ordenamiento” que además de regir la producción de
mercancías está en la base de un modo de individuación humana. Las masas
revolucionarias poseen, para el Che, una potencia expresiva (y
cognitiva) capaz de introducir al individuo, “el ejemplar humano,
enajenado”, en la comprensión de ese “invisible cordón umbilical que lo
liga a la sociedad en su conjunto”, a la ley del valor que actúa sobre
todos los aspectos de su existencia (Spinoza había definido el poder de
actuar del dinero como el “compendio de todas las cosas”). La
conmoción que las masas revolucionarias provocan en el ser social,
explica el Che, da inicio a nuevos procesos de individuación porque
afectan al individuo en su doble faz de ser singular y de miembro de una
comunidad, libera la forma humana y le devuelve a cada quien su
condición “de no hecho, de producto no acabado”. No hace falta suponer
que el Che conocía a su contemporáneo Gilbert Simondon para aceptar que
su pensamiento se orientaba hacia una teoría política de la
individuación socialista como apertura del individuo a un común
preindividual, que el capitalismo esteriliza por medio de una continua
prefiguración (modulación).
¿Qué es la ley del valor? Brevemente: las
relaciones laborales de producción entre las personas en una economía
mercantil-capitalista adquieren necesariamente la forma del valor de las
cosas, y solo pueden aparecer bajo este modo material. El trabajo solo
no puede expresarse más que a través de un valor dado. La ley del valor,
en la tradición marxista, designa la teoría del trabajo abstracto
presente en toda mercancía (en la que el valor de uso se subordina al de
cambio), siendo el trabajo la substancia común de todas las actividades
de la producción. La magnitud del valor expresa el vínculo existente
entre una determinada mercancía y la porción de tiempo social necesario
para su producción. La ley del valor es una parte de la ley del
plusvalor (explotación) y manifiesta la existencia de un orden que dota
de racionalidad a las operaciones de los capitalistas, así como a las
acciones tendientes a conservar el equilibrio social en medio de los
desajustes y estragos provenientes de la falta de una planificación
racional de la producción.[1]
El Che Guevara comprende que el máximo desafío que enfrenta una revolución social tiene que ver con ese persistente mecanismo creador de subjetividad que actúa desde las profundidades del proceso de producción. Para interrumpir su influencia apela a la tensión socialista entre masas revolucionarias y nuevas instituciones, proceso de transformación económico y político que favorece la reapertura del proceso de individuación implicado en la idea de “hombre nuevo” (diremos de ahora en adelante: humanidad nueva). Se trata de una puesta en acto de la cuestión de la pedagogía materialista tal como Marx la esbozaba en 1845: el propio educador es quien debe ser educado. La educación de la nueva humanidad no queda a cargo de una instancia pedagógica esclarecida sino que surge del pliegue -o interacción- entre la vibratilidad de las masas y el carácter permanente inacabado de un individuo articulados en instituciones que conectan fronteras a la influencia de ley del valor.
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| Fidel Castro, discurso en Cuba |
III
La revolución es un movimiento de la tierra. Deleuze
y Guattari la llaman “desterritorialización absoluta”. La salida de la
tierra de la esclavitud, el éxodo por el desierto, la promesa de una
nueva tierra de libertad. La revolución es también un movimiento que
afecta el tiempo, porque la constitución de un nuevo poder colectivo
supone una nueva capacidad de crear un presente y un futuro. El sabio
Maquiavelo decía que la unidad de la república consistía en la
capacidad de los pobres en unirse en la formación de una potencia
pública capaz de imponer en el presente un temor sobre el futuro a los
poderosos. La nueva sociedad en formación, dice el Che, nace en una dura
competencia con el pasado en el que arraiga la “célula económica de la
sociedad capitalista”. Mientras estas relaciones persistan como un poder
muerto del pasado sobre una tentativa vital del presente, “sus efectos
se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la
conciencia”.
El
sujeto de este proceso -las masas revolucionarias y el individuo capaz
de creación- es percibido por el Che como liberación del trabajo, es
decir, como capacidad de rebelión de lo que Marx llamaba el “trabajo
vivo”, dado que esa liberación no se reduce a lo que el liberalismo
entiende como juego democrático. La capacidad de romper las ataduras
definidas por la ley del valor no se deciden en el plano restringido de
la legislación jurídica, y la cuestión del Estado ya no será planteada
en su pretendida autonomía, sino como forma colectiva correlativa a la
ley del valor.
Esta
comprensión marxiana de la ley del valor lo lleva a una comprensión más
leninista que marxista de la ruptura revolucionaria. La revolución no
surge, dice el Che, de una explosión producto de la maduración de las
contradicciones que acumula el sistema capitalista (como creía Marx),
sino de las acciones que “desgajan del árbol imperialista” a países que
son como “sus ramas débiles” (como enseña Lenin). El capitalismo alcanzó
un desarrollo en el que sus contradicciones y crisis no reducen su
capacidad de organizar su influencia sobre la población de modo
automático.
Durante
el período de transición, dice el Che, se presenta la peligrosa
tentación –la “quimera”- de acudir a las armas “melladas que nos lega el
capitalismo” (las categorías que se desprenden de la forma mercancía:
rentabilidad e interés material individual como palanca de desarrollo,
etcétera). Orientado por estas categorías, el socialismo conduce a un
callejón sin salida (¿está pensando el Che en la NEP de Lenin?) donde
los revolucionarios conservan el poder político mientras que “la base
económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la
conciencia”. Para el Che, la construcción del comunismo no debe
reducirse, por lo tanto, al estímulo de la base material sino suscitar,
de modo simultáneo e inaplazable, al “hombre nuevo” (humanidad nueva).
Para ello, la movilización de masas debe basarse en contenidos morales:
“Una conciencia en la que los valores adquieren categorías nuevas”, dice
el Che, afirmación que parece proveniente no solo de un lector de Marx
sino también de Nietzsche, cuando unifica la idea de valor moral con la
de valor económico. La crítica del Che fundada en la noción de valor
(la reivindicación de los valores de uso junto a la inversión de los
valores morales) trabaja en los efectos de las enseñanzas de los grandes
maestros de la sospecha.
La
revolución –y ya no la crisis- será entonces el espacio en el cual se
planteará el problema más difícil: el de la disputa por la producción
(material y subjetiva) de las mujeres y los hombres. El socialismo se da
para el Che como fluidificación de lo fijo y articulación compleja
entre multitudes que marchan al futuro, como espacio de experimentación
de esta producción y creación de un complejo de instituciones
revolucionarias a cargo de generar conductas libres de la coacción
económica, en base a nuevas formas de cooperación y de toma de
decisiones. Aun hoy esas formas permanecen relativamente increadas, si
bien la experiencia de invención de fronteras al mando del capital es
una práctica habitual y frecuente en las luchas sociales de diversas
escalas (la lucha social como laboratorio). El propio Guevara era
consciente de que esta tarea debía ser llevada a cabo, a pesar de que
cierta izquierda escolástica aferrada a dogmas y a esquemas preformados
había frenado el desarrollo de una “filosofía marxista”, dejando al
socialismo huérfano de una economía política para la transición
revolucionaria. (A esta última cuestión se dedicó el Che de un modo más
sistemático de lo que en general se conoce.)
IV
La
Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre
la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y
el capitalismo. Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador
latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue
un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la
teología de la liberación a fines de los años 70. “La Iglesia –dice
Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía
materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no
hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del
más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no
fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se
convirtió en un movimiento histórico organizado”.[2]Ahora
bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro
de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente
significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel
Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás
haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando
incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la
que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los
extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca
revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar
“un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que
terminaron perdiendo contacto con la realidad”.
Una
Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de
acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al
enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el
enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida
la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para
Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia
procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y
apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y
temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que
se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”):
un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de
justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo,
el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la
apología de los cuerpos sensibles.
V
Un año después de la aparición de El socialismo y el hombre en Cuba, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico,
de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el
peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contrapone dos
modelos humanos a partir de sendos liderazgos de contenidos opuestos:
Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se
inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de
sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había
catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo
social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social.
Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas puramente
coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales
inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben ser replanteados en
torno a una praxis que transforma al sujeto, una “teoría de la acción”
que permite por fin un “pasaje a la realidad”. La tarea de crear un
“hombre nuevo” (humanidad nueva) en torno a unas masas revolucionarias
no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades
Rozitchner se sumerge en la obra de Freud.
Rozitchner había expuesto en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío,
su comprensión muy temprana de lo que la revolución cubana ponía en
juego en todo el continente; y su obra, al menos hasta el exilio, puede
ser concebida como una confrontación filosófica y política sobre la forma humana
a partir de una lectura encarnizada de Marx y Freud invocados desde
América Latina para el despliegue de una nueva concepción de la
subjetividad revolucionaria.
![]() |
| Freud y los límites del individualismo burgués en su primer edición por la editorial Siglo XXI. Recientemente fue reeditado por la Biblioteca Nacional bajo la gestión de Horacio Gonzalez. |
VI
Unos
años después, en 1972 y ya pasados 5 años desde la muerte del Che,
Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una
contraposición entre “modelos humanos” antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués
escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para
comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué
significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe
penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega
que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de
la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que
solo la organización para la lucha torna eficaz”.
El
revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación
de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental
de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e
interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de
producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el
enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus
fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un
“médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas
que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.
Todo
lo contrario de lo que ocurre en el plano religioso, según Rozitchner,
en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada,
de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En
la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación
simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la
forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un
hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma
sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”.
Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de
forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma
humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como el del
“encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como
el del “descubrimiento”, considerando que los modelos son
dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los
hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones
sociales que toda forma humana conlleva.
En
efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los
congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de
una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de
su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas
siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por
ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de
su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por
ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos
asumen su tiempo sin modelos verdaderos y deben enfrentar, por lo tanto,
“la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la
“necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice
Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece
“del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la
normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia
de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus
actos”.
Esta
distinción le permite a Rozitchner explicitar el carácter político que
asume en Freud el superyó colectivo. Si toda forma humana evidencia un
sistema histórico en sus contradicciones más propias, contradicciones
que mujeres y hombres interiorizan, sin poder zafarse de ellas a no ser
bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces la única
posibilidad histórica de cura sería el enfrentamiento también con los
modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las
únicas formas de humanidad posible.
El
Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo
revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del
Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice
de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite
del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del
enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al
obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como
forma común de enfrentamiento y lucha”. Rozitchner sostiene que este
modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en
el terreno del sistema de producción capitalista, abre “para los otros
el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del
drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.
VII
A
fines de los años 70, León Rozitchner (a quien seguimos tratando de
mostrar que su filosofía contiene un dialogo y una elaboración de las
más importantes intuiciones del Che) escribe Perón: entre la sangre y el tiempo. En
este libro problematiza la relación de la izquierda argentina
–peronista o no- con la violencia política como parte de una reflexión
más amplia sobre la guerra y las ilusiones que conllevan a la derrota
(esta cuestión se ahonda en su libro Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia
y en su polémica con el filósofo Oscar del Barco). En el corazón de sus
preocupaciones sobre el problema de la violencia, Rozitchner no se
pliega a una condena a esta, sino que intenta pensarla desde la
izquierda: no condenar la violencia por ser violenta sino por no haber
hecho la distinción imprescindible entre violencia (de los poderes) y
contraviolencia. Rozitchner lee los trabajos militares de Perón,
pero también del teórico de la guerra Carl von Clausewitz, y elabora una
filosofía de la guerra en la se puede distinguir la diferencia entre
una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la
categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que
él llamará una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva,
que siempre parte de la movilización popular y que nunca incorpora como
razonamiento fundamental el asesinato. Pasadas varias décadas, podemos
corroborar que esas distinciones están más vigentes que nunca. El
aumento de la violencia represiva, asesina, o la violencia loca no ha
dejado de proliferar sobre el cuerpo de las mujeres, de los jóvenes en
los barrios y, por lo tanto, también se activan movimientos de
contraviolencia. Esta situación la vemos con claridad en el caso de la
desaparición de Santiago Maldonado, como también en la irrupción activa
del movimiento de mujeres y de los organismos de derechos humanos. El
problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que
dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina. Cómo
los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías,
elaboraciones, formas de componer una ética que corte con la violencia
opresiva, que corte con la violencia asesina sin repetirla, sin
copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista. Se trata
de la recuperación del problema de la relación entre violencia y
obediencia, en un contexto nuevo donde problematizar estas cuestiones
sea un modo de no acomodarse a la derrota. En ese intento de volver a
plantear el problema de la violencia se juega la lectura que Rozitchner
hace de la figura de Guevara. Frente a una reivindicación de tipo
idealista del Che Guevara (la idea básica de un Guevara cristologizado,
cuya verdad proviene de una supuesta disposición a hacerse matar),
Rozitchner recupera su imagen justamente para analizar el modo de
plantear el problema de la violencia en un campo de antagonismos, en el
que la violencia asesina, siempre presente, no puede convertirse nunca
en el modelo de la violencia revolucionaria.
VIII
El
neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira
a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al
contrario, para esa subjetividad estas resultan simplemente
inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o
revolucionaria alguna -solo reconoce la empresa y la competencia como
dinámicas colectivas legítimas-. Se trata de un ateísmo sin
trascendencia –en palabras de Ferré-, aunque dispone de saberes
prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la
subjetivación. Unos saberes que excluyen y borran eso que Marx y Freud
habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la
escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza
con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma,
en el plano social e individual, daba lugar para las subjetividades
críticas (que hoy se patologizan) a un nuevo modo de concebir la verdad
como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del
sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante. Es el
sujeto que queda abolido por un nuevo sacerdocio –vaticano o
neoliberal-, que vuelve a sujetarlo a su condición natural, orgánica y
creada. Doble fijación: a una salud fundada en la estabilidad y a una
visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto
impotente con respecto a los fenómenos de violencia, capturado por la
teología política de la propiedad privada, de la cual solo se discuten
sus abusos y excesos.
La
novedad con referencia a sus presentaciones anteriores es la pretensión
de lo neoliberal de revestir las operaciones del capital con un llamado
al disfrute, al goce, a la libre elección sobre la realización
personal. Se propone una nueva manera de adhesión a la vida capitalista
bajo el supuesto de que la vida crítica es difícil y triste, además de
sospechosa. Quien no participe del juego transparente del amor a las
cadenas es un inadaptado, alguien patológico, tal vez un terrorista. Si
todo esto no termina de cuajar del todo es simplemente porque el
discurso del capital es muy despótico y es poseedor de una violencia
intrínseca fundamental.
La
coyuntura argentina actual –últimamente discutida en términos de si la
derecha en el poder es más o menos “democrática- quizás pueda ser
entendida como la asunción, en el plano directo de lo político, de eso
que ya ocurre desde hace tiempo al nivel de unas micropolíticas
neoliberales: la disputa por la forma humana. Si prolifera la
sensación de una contrarrevolución en marcha, tal vez sea por el modo
como se retoman los elementos de esa “humanidad nueva” que para Guevara
solo eran concebibles en la ruptura con la ley del valor, como parte de
un proyecto de modelización comunista. El actual entusiasmo desbordante
con la idea de un porvenir sin rupturas imagina el diseño humano
confinado a los efectos de la alianza entre economía de mercado y nuevas
tecnologías.
Claro
que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable,
puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se
procura liquidar o absorber (la coyuntura del kirchnerismono fue
revolucionaria). El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva
actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas,
es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos
rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo,
deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes
vitales varios, asuntos asociados en el pasado con el proyecto
revolucionario -y con la ruptura de la ley del valor- se conciben ahora
como sólo alcanzables en términos individuales por medios completamente
adaptativos (la inercia que brota de los dispositivos comunicativos,
tecnológicos y corporativos que se trata de sostener a como de lugar).
Quizás
convenga retomar el lenguaje de Alain Badiou y nombrar nuestro tiempo
como restauración (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace
poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta
respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la
desproporción no habla sólo del rechazo a la revolución. Dice algo
también sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los
elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás,
como labor continua de esterilización comunicacional y
refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de
fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor. La
teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal
vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa
y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones.
Los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de
la salud, de la educación, del arte, de los trabajadores informales, de
la economía popular, entre otros, constituyen un campo de batalla
fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la
subjetividad su principal preocupación, y permiten retomar en un nuevo
contexto la cuestión guevariana de la ruptura entre ley del valor y
obediencia.
[1] “En
Marx, sin embargo, la ley del valor se presenta bajo una segunda forma,
como ley del valor de la fuerza de trabajo” consistente en “considerar
el valor del trabajo no como figura de equilibrio, sino como figura
antagonista, como sujeto de ruptura dinámica del sistema” en la medida
en que se considera –como lo hace Marx- a la fuerza de trabajo como
“elemento valorizador de la producción relativamente independiente del
funcionamiento de la ley del valor” como vector de equilibrio. (Toni
Negri en “La teoría del valor-precio: crisis y problemas de
reconstrucción en la postmodernidad, en Antonio Negri y Félix Guattari, Las verdades Nómadas y General Intellect, poder constituyente, comunismo,
Akkla, Madrid, 1999). Negri escribe sobre el Che: “Es extraño pero
interesante y extremadamente estimulante, recordar que el Che había
tenido la intuición de algo de lo que ahora estamos diciendo. Esto es,
que el internacionalismo proletario tenía que ser transformado en un
gran mestizaje político y físico, que uniera lo que en ese momento eran
las naciones, hoy multitudes, en una única lucha de liberación”. (Toni
Negri, “Contrapoder”, en Contrapoder una introducción, Colectivo Situaciones y autores varios, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2001)



