Posted: 06 Jan 2018 08:12 AM PST
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Por Floreal M. Romero
Fue
significativa la imposición del «tiempo-reloj» para reemplazar al
«tiempo-natura» por la que se regían las jornadas laborales.
Hasta el siglo XVI inclusive, destacaron manufacturas de tipo industrial, sobre todo textiles, en Florencia, Brujas, Amberes, Londres, Segovia, Lyon, etc., donde se elaboraban prendas de vestir y velas de barcos. Desde la Baja Edad Media, también se incrementaron los astilleros y los altos hornos para la fabricación de acero. Todo ello en una época de auge del comercio de ultramar, de guerras, así como de un incremento de la población urbana en toda Europa; sin comparación, no obstante, con la de Londres. Industrias de baja intensidad y situadas en unas pocas concentraciones mecanizadas funcionaban mayormente gracias a la energía humana y a la fuerza animal. Como señala Bookchin, contrariamente a la propuesta de Polanyi, la «sociedad de mercado» no fue resultado de los avances tecnológicos, sino más bien del capitalismo agrario que precedió a la industrialización capitalista a ultranza, y que obligaba a aumentar cada vez más las fuerzas productivas. A partir de entonces, no es que se produjera una ruptura —como sugiere el desacertado término de «Revolución Industrial»—, sino más bien una puesta en marcha —lenta y titubeante al principio— de una imparable aceleración del proceso de investigación científica, generalizado y apoyado por el Estado, para un desarrollo tecnológico sin precedentes de las fuerzas de producción.
Y es que para afianzar la industrialización capitalista no bastan unos cuantos inventos técnicos aquí y allá, sino que se precisa de un progreso generalizado que abarque un gran número de sectores y que estos se apoyen dinámicamente entre sí. Esta sinergia, dentro de un conjunto de técnicas coherentes, es la que forma un sistema técnico, a saber, una serie de interdependencias técnicas entre sectores económicos clave. En este proceso constitutivo, los llamados «recursos humanos», o sea el proletariado, no podían escapar a la lógica que les obligaba a integrarse en ese sistema técnico con vista a maximizar las fuerzas de producción. Más allá de la mera fuerza brutal represiva para hacer encajar esos «recursos», fue necesario moldear a esa multitud de campesinas y campesinos, niñas y niños, recién expropiados, hacinados en las ciudades y explotados en los talleres (factories) para convertirles en un «proletariado» domesticado para las fábricas, eficaz, en esa pieza clave del sistema técnico moderno concebido para una maximización de las fuerzas productivas. Fue significativa la imposición del «tiempo-reloj» para reemplazar al «tiempo-natura» por la que se regían las jornadas laborales. Metódicamente aplicada, resultó ser una auténtica ofensiva ideológica lanzada por los empresarios a finales del siglo XVII contra las viejas costumbres laborales. Así, se inculcó esa nueva disciplina del tiempo mediante la creación de “escuelas para el pueblo”, la instalación de relojes en plazas, casas e iglesias, sistemas para fichar en las fábricas, etc. Con un fondo puritano y moralista, impusieron nuevos refranes, empezando por «el ocio es la madre de todos los vicios», para concluir con la célebre máxima de «el tiempo es dinero». A partir entonces no ha cesado el proceso inherente al capitalismo de querer convertirnos en máquinas, semejantes a esas, cada vez más sofisticadas, que nos imponen sus propios ritmos, en la vida cotidiana y en el trabajo, a la vez que controlan nuestra capacidad de mantenerlas en un estado óptimo de funcionamiento.
(1) Como bien dice Karl Marx: «El capitalismo termina por imprimir su marca en el cuerpo social en cuanto transforma definitivamente todas las relaciones sociales en relaciones de dinero».
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Por Floreal M. Romero
Como
apunta Bookchin, en “Rehacer la sociedad”, confundimos a menudo
capitalismo e industria, cuando en realidad esta última es anterior al
capitalismo. La gran diferencia estriba es que aún no estaba sometida a
los imperativos de una ya consolidada «sociedad de mercado»(1)Hasta el siglo XVI inclusive, destacaron manufacturas de tipo industrial, sobre todo textiles, en Florencia, Brujas, Amberes, Londres, Segovia, Lyon, etc., donde se elaboraban prendas de vestir y velas de barcos. Desde la Baja Edad Media, también se incrementaron los astilleros y los altos hornos para la fabricación de acero. Todo ello en una época de auge del comercio de ultramar, de guerras, así como de un incremento de la población urbana en toda Europa; sin comparación, no obstante, con la de Londres. Industrias de baja intensidad y situadas en unas pocas concentraciones mecanizadas funcionaban mayormente gracias a la energía humana y a la fuerza animal. Como señala Bookchin, contrariamente a la propuesta de Polanyi, la «sociedad de mercado» no fue resultado de los avances tecnológicos, sino más bien del capitalismo agrario que precedió a la industrialización capitalista a ultranza, y que obligaba a aumentar cada vez más las fuerzas productivas. A partir de entonces, no es que se produjera una ruptura —como sugiere el desacertado término de «Revolución Industrial»—, sino más bien una puesta en marcha —lenta y titubeante al principio— de una imparable aceleración del proceso de investigación científica, generalizado y apoyado por el Estado, para un desarrollo tecnológico sin precedentes de las fuerzas de producción.
Y es que para afianzar la industrialización capitalista no bastan unos cuantos inventos técnicos aquí y allá, sino que se precisa de un progreso generalizado que abarque un gran número de sectores y que estos se apoyen dinámicamente entre sí. Esta sinergia, dentro de un conjunto de técnicas coherentes, es la que forma un sistema técnico, a saber, una serie de interdependencias técnicas entre sectores económicos clave. En este proceso constitutivo, los llamados «recursos humanos», o sea el proletariado, no podían escapar a la lógica que les obligaba a integrarse en ese sistema técnico con vista a maximizar las fuerzas de producción. Más allá de la mera fuerza brutal represiva para hacer encajar esos «recursos», fue necesario moldear a esa multitud de campesinas y campesinos, niñas y niños, recién expropiados, hacinados en las ciudades y explotados en los talleres (factories) para convertirles en un «proletariado» domesticado para las fábricas, eficaz, en esa pieza clave del sistema técnico moderno concebido para una maximización de las fuerzas productivas. Fue significativa la imposición del «tiempo-reloj» para reemplazar al «tiempo-natura» por la que se regían las jornadas laborales. Metódicamente aplicada, resultó ser una auténtica ofensiva ideológica lanzada por los empresarios a finales del siglo XVII contra las viejas costumbres laborales. Así, se inculcó esa nueva disciplina del tiempo mediante la creación de “escuelas para el pueblo”, la instalación de relojes en plazas, casas e iglesias, sistemas para fichar en las fábricas, etc. Con un fondo puritano y moralista, impusieron nuevos refranes, empezando por «el ocio es la madre de todos los vicios», para concluir con la célebre máxima de «el tiempo es dinero». A partir entonces no ha cesado el proceso inherente al capitalismo de querer convertirnos en máquinas, semejantes a esas, cada vez más sofisticadas, que nos imponen sus propios ritmos, en la vida cotidiana y en el trabajo, a la vez que controlan nuestra capacidad de mantenerlas en un estado óptimo de funcionamiento.
(1) Como bien dice Karl Marx: «El capitalismo termina por imprimir su marca en el cuerpo social en cuanto transforma definitivamente todas las relaciones sociales en relaciones de dinero».
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