Posted: 21 Jun 2018 09:00 AM PDT
El calendario electoral latinoamericano y caribeño durante el presente año ha sido bastante activo y agitado. Desde enero hasta el presente se han efectuado cinco elecciones generales (presidenciales y parlamentarias) y aún quedan dos torneos por realizarse. Las elecciones presidenciales realizadas en Costa Rica (4 de febrero) y en Paraguay (22 de abril) no tuvieron ni concitaron la misma atención de los medios de comunicación internacional como nacional como si lo tuvo el proceso electoral presidencial de Venezuela (15 de mayo). Tampoco ha tenido la misma atención la elección colombiana que concluye este próximo domingo (17 de junio). Algo de atención mediática, pero con un escaso análisis politológico serio y profundo, tuvieron las elecciones para la Asamblea Nacional del Poder Popular en Cuba y el consiguiente recambio gubernamental. Luego de 51 años de proceso revolucionario, en mayo de este año, asumió el poder político Miguel Díaz-Canel Bermúdez, un representante de la generación pos-revolucionaria. Este proceso electoral constituye, sin lugar a dudas, uno de los procesos políticos más relevantes y destacados de la región. Por todas las implicaciones políticas que tiene no solo para Cuba sino para toda la izquierda latinoamericana. Habrá que volver en algún momento sobre este proceso y realizar un profundo análisis crítico y político de él. Fundamentalmente por la significación teórica, política e institucional que tiene para la construcción de un sistema político alternativo a las democracias capitalistas.
Volviendo al calendario electoral este se cierra con dos poderosas elecciones generales, que considero las más relevantes, significativas y transcendentales de la región, la mexicana del el 1 de julio, y la brasileira, del 7 de octubre de este año.Por su relevancia y trascendencia que tienen para la región, le vamos a dedicarles varias columnas de análisis a ellas. Pues tengo la convicción que, para conocer, entender, comprender dichos procesos electorales no basta con presentar a los diversos candidatos que participa, los rasgos principales de sus programas políticos, ni las cifras obtenidas en la elección, etcétera, como comúnmente se hace sino hay que profundizar en el contexto político, social e institucional en el cual se llevan a cabo los procesos electorales. Tanto la futura elección mexicana como la brasileira se van a realizar en escenarios dominados por una profunda crisis política e institucional como social. La crisis política afecta tanto a la forma de estado como al régimen político. En ambos países, el Estado y el régimen político sufren desde hace un largo tiempo un tortuoso proceso de crisis política institucional. En otros términos, ambos procesos electorales se efectuarán al interior de la vorágine de la crisis. Por esa razón, las y los ciudadanos, actores sociales y políticos participantes activos como no participantes pasivos tienen la esperanza que los ganadores de esos comicios sean los portadores y gestores de la resolución de la crisis. Sin embargo, la experiencia histórica y política enseña que, en muchas ocasiones, las elecciones generales, no son la re-solución de las crisis. En muchos casos la prolongan o la agravan. Es lo que ocurre tanto en México como en Brasil. Estas crisis políticas, como veremos, por su profundidad, extensión y multidimensional no se solución con elecciones.
Antes de entrar a exponer el caso mexicano, me voy a detener en un punto que muchas veces se presta para equívocos o para una muy mala compresión del fenómeno político que ello implica. Me refiero a la relación entre elecciones y democracia o democracia y elecciones.
Esta relación es, sin lugar a dudas, un tema complejo y delicado que la ciencia política o la sociología política actual ha venido discutiendo largamente, pero hasta hoy, hay más disensos entre que los especialistas que acuerdos. Para algunos, la solo existencia de elecciones permite hablar de democracia. Mientras que, para otros, dentro de los que me cuento, no basta con la realización de elecciones para designar o calificar al régimen político como democrático. Sin embargo, a pesar, de los disensos, los especialistas concuerdan que los procesos electorales deben darse bajo un conjunto de reglas y normas que permitan su realización de manera transparente, abierta, libre, etcétera.
Muchos procesos electorales que se han verificado en las últimas décadas en América Latina y el Caribe cumplen con los requisitos mínimos para su realización; sin embargo, se realizan bajo contextos políticos donde, por ejemplo, el Estado no tiene la capacidad de otorgar protección ni resguardo tanto a la vida de las y los ciudadanos como a los candidatos que participan en los comicios; o en sociedades donde hay constantes violaciones a los derechos humanos, o dónde el Estado está dominado por la corrupción política y económica, por la violencia política y social. En muchos casos las sociedades civiles se encuentran atomizadas o fragmentadas o cruzadas por conflictividades que han generado irresueltas crisis de credibilidad y de confianza hacia las instituciones como de los actores políticos, los partidos, etcétera. Sociedades donde la acción colectiva de los movimientos sociales esta criminalizada por el Estado. Dónde la libertad de expresión se encuentra monopolizada por actores privados al servicio del poder oficial o la actividad periodística libre o alternativa se encuentra amenazada por la acción concertada del crimen organizado, etcétera. Son sociedades en crisis.
Tengamos presente que las elecciones generales realizadas en Guatemala (2015), Honduras y Chile (2017) se realizaron en un contexto de profunda crisis de la política cuyo mínimo común estaba dado por la corrupción política y la descomposición de su sistema político y de partidos. No obstante, en ninguno de esos tres casos las elecciones pusieron en cuestionamiento al régimen político. Los actores políticos, especialmente, los partidos políticos, operaron como si la crisis de la política no existiera o fuera una ilusión o una falsa disyuntiva. En los tres casos, las elecciones y los actores políticos participantes encubrieron esas crisis generando la apariencia que todo era institucionalmente, normal.
Las elecciones en muchas ocasiones operan como sedantes políticos y sociales que ayudan al Estado y a las elites en el poder y de poder, controlar y someter a las ciudadanías descontentas. Las elecciones tienen la virtud de producir ya sea la alternancia política gubernamental como la continuidad de los controladores del poder político, pero también hacen pensar o suponer que los graves y extendidos problemas que afectan al Estado, al régimen político, al mercado y a la sociedad civil serán resueltos por las nuevas autoridades políticas. Pero, por lo general, las elecciones generan nuevas autoridades, pero no dan solución a las crisis políticas. Pues, muchos de los nuevos gobernantes son productores de la crisis. Por ello, las elecciones pueden provocar dos escenarios políticos: a) profundizar la crisis de la política o b) adormecer a las ciudadanías.
Las elecciones, han sido consideradas desde el siglo XIX hasta la actualidad, la esencia misma de la democracia. Sin embargo, en la actualidad, bajo la hegemonía neoliberal, ellas han ido perdiendo esa característica fundamental. Hoy las elecciones están agotadas. Puesto que, entre otras cosas, ya no son generadoras de representación política legitima y, sobre todo, porque las ciudadanías latinoamericanas han ido abandonando tanto la participación política como electoral. Las elecciones latinoamericanas, con contas excepciones, la participación electoral es cada vez menor.
En efecto, en las últimas elecciones realizadas tanto en el 2017 como en presente año, la abstención electoral ha sido el comportamiento o la opción política preferida y mayoritaria de las y los ciudadanos. Aquí los datos de la abstención: el 40% en Paraguay, el 54% en Venezuela, el 44% en la primera vuelta de Colombia, el 52% en Chile; el 41% en Honduras; el 44% en Guatemala, y el 35% en Costa Rica.
Estos porcentajes, no son solo un dato estadístico electoral si no un indicador directo de la legitimidad de la representación que sustenta a las autoridades que se hacen cargo del gobierno del Estados y son demostrativos de regímenes políticos en crisis. El surgimiento del “partido de las y los no electores” es una realidad en casi todos los países de América Latina y el Caribe.
Las y los ciudadanos no electores son la mayoritaria política en las sociedades latinoamericanas. Lo son en relación tanto a los candidatos participantes como a los presidentes elegidos. Todos los presidentes elegidos, son presidentes minoritarios, incluso, aquellos que han sido elegidos en segundas vueltas. Las elecciones con baja participación generan autoridades electas con bajos niveles de legitimación y de representación y, sobre todo, de popularidad. La baja participación tiene otra consecuencia política no producen ni ayudan a generar regímenes democráticos con legitimidad y de calidad. Este es la tragedia política o el drama de las elecciones en América Latina y el Caribe.
Por todo lo anterior, considero que las elecciones latinoamericanas son procesos electorales contradictorios, conflictivos. Que a pesar de la espectacularidad mediática que tienen, muchas de ellas, insisto no generan ni ayudan a conformar ni a construir democracias políticas, menos democracias sociales o económicas. Este es el dilema político que atraviesa la historia política mexicana.
En México las elecciones han sido la columna vertebral del régimen político posrevolución de 1910. Desde los años 30 del siglo XX hasta la actualidad la transferencia del poder gubernamental ha sido mediante elecciones. Cumpliendo de esa forma con uno de los postulados centrales de la revolución política institucional de 1910: “sufragio efectivo y no reelección”. Sin embargo, durante 70 años, en el régimen político impuesto y controlado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) se realizaron regularmente elecciones. Aunque el voto “fue efectivo” en generar las autoridades este no fue eficaz para generar un régimen democrático. Si bien, ningún presidente se reeligió, quien se hacía reelegír era el “partido dominante”, o sea, el PRI. Por esa razón, desde 1930 hasta el año 2000, las elecciones mexicanas estuvieron controladas y manipuladas por el partido gobernante, no fueron competitivas, y, cuando lo fueron se impuso el fraude electoral, la violencia política electoral, la intervención del sistema electoral como de los resultados. Emblemático es la “caída del sistema de conteo de votos” en 1988, como la obtención de la presidencia por José López Portillo con el 100% de los sufragios, en 1976 y sin ningún adversario político. Por ello, México, durante 70 años fue un régimen autoritario electoral, pero sin competencia política electoral. Jamás fue una democracia ni siquiera una democracia electoral.
La decadencia del régimen autoritario electoral priista para algunos analistas se inicia hace 50 años con la rebelión estudiantil universitaria y la matanza de la Plaza de las Tres Cultura de Tlatelolco, en octubre de 1968. Para otros, la desestructuración del autoritarismo electoral se habría iniciado hace 30 años, en 1988, con la primera elección competitiva abierta a 6 bandas, entre el candidato del Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas , el panista Manuel Clouthier, el priista Carlos Salinas de Gortari y otros tres candidatos menores. Esta elección esta signada históricamente por haber sido decidida por el mayor fraude electoral mexicano. Por eso constituye un parteaguas en la historia política mexicana. Marca el comienzo del fin de la hegemonía política priista. La crisis del régimen se ve profundizada por el alzamiento armado del neozapatismo del EZLN en Chiapas, el 1 de enero de 1994; por el asesinato del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio, en marzo de 1994, y la mediocre administración política de Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000). Todos estos acontecimientos políticos fueron y son hechos fundantes de la descomposición del régimen autoritario electoral priista.
Hechos políticos que abrieron los espacios políticos e institucionales para importantes y trascendentales reformas políticas que fueron estableciendo desde 1980 en adelante las reglas y normas institucionales que en apariencia instalaban una forma específica de régimen político democrática: la democracia procedimental o la democracia electoral en México. Se trataba de una particular forma de transición política a la democracia.
Esta tenía como centro nuclear provocar la derrota electoral del partido gobernante. La derrota electoral cual era vista y considerada por la mayoría de los actores políticos como la condición necesaria para abrir las puertas a la democracia. Por ello, la alternancia política y gubernamental constituía no solo un hecho político- electoral sino, fundamentalmente, simbólico. El primer paso para deconstruir el régimen político autoritario electoral.
El triunfo de la derecha política en las elecciones presidenciales del año 2000, pusieron fin a 70 años de hegemonía política priista. Con la llegada al gobierno de Vicente Fox candidato presidencial del Partido de Acción Nacional, organización política de orientación conservadora, católica y pro-neoliberal, se dio iniciada la transición a la democracia y el desarme del régimen autoritario electoral. Sin embargo, la alternancia gubernamental producida en julio de 2000, si bien, dio inicio a la transformación del régimen autoritario electoral, pero, en los hechos concretos históricos, no dio ni ha dado lugar a la construcción de la democracia política en México. Por cierto, que se han dinamizado cambios políticos institucionales que han edificado una democracia procedimental o una democracia electoral. Durante los últimos 18 años, el régimen político ha ido incorporando diversas normas y reglas institucionales que perfeccionan lo electoral del régimen. Por esa razón, la democracia sigue siendo una utopía en el México actual.
La descomposición o, mejor dicho, la transfiguración del régimen autoritario electoral en una democracia electoral, se explica, fundamentalmente, porque la transición democrática mexicana es coincidente con otro proceso histórico-político trascendente en la historia política reciente de México: la instalación del padrón de acumulación neoliberal. La combinación de ambos procesos ha dado lugar a un Estado y un régimen político que he nombrado y caracterizado como un Estado y una democracia Gore. O sea, de un Estado y un régimen político dominado tanto por la violencia política y social y la corrupción extrema.
Esa forma de Estado y democracia será el tema de análisis de nuestra próxima columna.
Juan Carlos Gómez Leyton, Posdoctorado en Estudios Latinoamericanos. Dr. en Ciencias Sociales y Políticas.
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