El
año 2018 se despide con un debate aun abierto en la izquierda española
que marcará su futuro en las próximas décadas. Hace referencia al
fenémeno que Daniel Bernabé definió como trampa de la diversidad para
dar la voz de alarma ante la hegemonía de las tesis posmodernas en la
izquierda, es decir, aquellos planteamientos y actuaciones políticas
fragmentadas sin la conciencia de clase obrera como elemento unificador,
y que bajo el estricto control neoliberal de los tiempos, formas y
contenidos, ha tenido consecuencias negativas no ya para la victoria de
la izquierda sino para la supervivencia de la misma y las condiciones de
vida de la clase trabajadora.
La
izquierda se podría definir como un constructo cultural representado a
través de unas organizaciones socio-políticas que colectivamente luchan
contra la injusticia y la explotación del sistema capitalista (la
derecha) al tiempo que construyen una sociedad nueva mediante la lucha
de clases. Al menos ese era un lugar común y aceptado que tuvo su gran
protagonismo en el siglo XX. Hoy en día, muchas de estas organizaciones
de izquierda han degenerado en instrumentos inútiles para la revolución,
en gran parte como consecuencia de su deriva hacia la política
electoral mediatizada como forma de lucha casi exclusivamente, con la
subsiguiente adaptación camaleónica a los cánones politicamente
aceptables dentro del sistema, en formas y en contenidos. Otro gran
factor de la victoria de la derecha es que ha conseguido que la
izquierda juegue con las reglas del rival, es decir, que asuma sus
formas individualistas de lucha, conviertiéndose los objetivos
colectivos en aspiraciones personales. Evidentemente, el sistema le
aplica la guerra, primero mediática, luego judicial, política, económica
y diplomática, y si hace falta la militar directa o indirecta, o todas
combinadas a un tiempo, a quien se opone a ella o no responde a sus
intereses. En definitiva, se trata de un contexto adverso en el que el
neoliberalismo cuenta con la ventaja del gran logro cultural: haber
conseguido que la mayoría social, incluida gran parte de la
autodenominada izquierda, haya interiorizado su visión occidental del
sistema económico, político y cultural, el capitalismo, como único
posible.
En
el estado español el tablero electoral se ha derechizado hacia el
codiciado centro como consecuencia de la aceptación explícita, en la
mayoría de los casos, o de manera insconsciente en menor medida, de las
tesis posmodernas. En el sector de la la izquierda se encuentran
opciones políticas diversas: algunas que voluntariamente asumen las
posiciones posmodernas o de aquella tercera vía socialdemócrata, que
dicen reformar el capitalismo desde el propio sistema (aunque ya sabemos
en lo que quedaron, en qué guerras nos metieron y a quien
beneficiaron); otras fuerzas que han evolucionado de posiciones
izquierdistas a posmodernas, con una pugna entre sus filas que aun no se
han resuelto del todo; y hay otras que se mantienen en posiciones de
principios ideológicos de izquierda, aunque les pase factura electoral o
de apoyo social en un primer momento. Este proceso posmoderno ha traído
consigo una restructuración de la función de las organizaciones de
izquierda que trae acompañado el abandono de los posicionamientos
políticos, condicionadas por las citas electorales y el poder mediático,
ya sea en la defensa de la nacionalización de los sectores
estratégicos, energía o banca, en la lucha contra la OTAN y las
intervenciones militares, o en el apoyo a los procesos revolucionarios y
progresistas en América Latina, por ejemplo.
Aun
ante este escenario neoliberal adverso, hay quien sigue reivindicando
la necesidad de articular y fortalecer lo que se ha llamado, en una
dicotomía perversa, la izquierda tradicional, a saber, aquellas
políticas organizadas en torno a un proyecto de sociedad
anticapitalista, referenciados en una historia de lucha y unos valores y
principios de solidaridad internacionalista con unos objetivos bien
definidos contra la desigualdad, la guerra y el imperialismo, y en
defensa de la justicia social y la democracia participativa. La
izquierda que, por tanto, reivindica la conciencia de clase y la unión
organizada de los trabajadores y trabajadoras para superar el
capitalismo.
Uno
de las aspectos, aunque no el único, que define claramente la división
entre la izquierda y el posmodernismo es el análisis geopolítico mundial
que se hace y los alineamientos que se adoptan en politica
internacional. Desgraciadamente, hemos contemplado en algunas
organizaciones cambios de posición en función del aumento de la presión
mediática o política. También hemos visto cómo líderes de formaciones
políticas pasaban de alardear de su colaboración con procesos como la
revolución bolivariana en Venezuela, Bolivia, Nicaragua o Ecuador, a
través de intercambios académicos y de asesoría jurídica-política, a
renegar, entonar el mea culpa y pedir perdón ante la clase
política y mediática. Incluso han pasado de denunciar el expolio
imperialista de la Unión Europea y de EEUU en Africa, Asia y América
Latina, a incorporar en sus equipos a declarados otanistas, a
apartar a políticos incómodos, a justificar las intervenciones
militares, o a utilizar la equidistancia en los conflictos desiguales
como Siria, Yemen, o Palestina.
En
este mismo sentido, mientras la línea roja antiimperialista y
anticapitalista separa las organizaciones de izquierda en el estado
español, en América Latina también se está librando una lucha descarnada
entre dos modelos, uno recolonizador con la OEA y el grupo de Lima como
punta de lanza, y otro emancipador, con Cuba, Venezuela, Bolivia y
Nicaragua a la cabeza con otros muchos pueblos en lucha. En esta
confrontación, la izquierda en América Latina también ha sufrido golpes
fuertes tras una ofensiva neoliberal que ha derrotado o frenado procesos
políticos antiimperialistas, y que ha asesinado, encarcelado y apartado
a dirigentes de izquierda. Este avance (o retroceso para los pueblos)
de la derecha más neoliberal sigue con su agresión política,
diplomática, económica, cultural y mediática contra los gobiernos y
movimientos progresistas y revolucionarios de América Latina. Aunque no
se trata de un fin de ciclo de la izquierda, como propugnan los gurús
neoliberales, al modo de un fin de la historia latinoamericana, sí que
se trata de una batalla abierta entre modelos con base en la lucha de
clases nacional y regional. En este sentido, la izquierda está buscando
reorganizarse en la unidad de acción, como debatieron y manifestaron en
el Foro de Sao Paulo en La Habana en julio pasado o en la reciente
Cumbre del ALBA. La OEA, (o también llamado ministerio de las Colonias
de EEUU), y el ALBA representan los polos opuestos de este choque de
concepciones políticas y económicas. La primera, devuelve el poder del
expolio a las empresas de EEUU y a las oligarquías locales a costa de la
soberanía y los derechos de los pueblos. La segunda, pone al servicio
de los pueblos los recursos propios, comparte y colabora entre los
distintos pueblos con mecanismos integradores y compensadores de
desigualdades, dándole a América Latina un protagonismo y un poder
propio, desde la diversidad en la unidad de acción. En medio hay un gran
abanico de realidades que oscilan entre la integración latinoamericana y
el servilismo al Imperio. Todavía está por ver hacia donde se inclina
la balanza de la correlación de fuerzas en el continente, pero 2019 será
determinante con el conjunto de retos en Mexico, Colombia y Brasil, y
las diferentes citas electorales en Bolivia, Argentina, El Salvador,
Uruguay, Panama y Guatemala.
En
este contexto, hay que preguntarse qué posición mantiene la izquierda
española respecto a América Latina, y cuál debería ser el papel de las
organizaciones de izquierda en el Estado Español. Que la derecha y la
extrema derecha española y nacionalista (PP, Ciudadanos, Vox, PNV,
PeDeCat,...) ataquen directamente a Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua,
o al expresidente de Ecuador Rafael Correa, y se alineen con Bolsonaro
en Brasil, con Macri en Argentina, con Duque en Colombia o con Trump en
EEUU, se puede entender en su lógica derechista y por los intereses que
defienden. Pero que la denominada izquierda asuma algunas de estas
posiciones es muy peligroso.
La
izquierda en el estado español no puede obviar el contexto imperalista y
qué fuerzas pugnan entre sí a la hora de posicionarse, de buscar
aliados y de apoyar de manera respetuosa a los procesos revolucionarios y
progresistas. Si la izquierda acepta el juego del pensamiento único
sobre América Latina no solo contribuye al vaciamiento ideológico de sus
propias organizaciones, si no que también favorece la injerencia y las
agresiones imperialistas. La izquierda debe perder el miedo a decir que
es izquierda, y a decir quienes son sus aliados. Debe exigir al gobierno
el respeto y la colaboración de igual a igual con los gobiernos de
otros países. No se trata tampoco de copiar modelos, ni de negar la
realidad contradictoria de los procesos y los gobiernos amigos. Pero sí
es necesario tomar partido. Por ejemplo, en América Latina, caer del
lado de la OEA es estar al servicio de los EEUU y los grandes capitales
de la UE, de bloqueos económicos, de guerras, de expolio de recursos, de
pérdida de soberanía y de democracia. Por contra, caer del lado del
respeto a los pueblos es estar al servicio de la Humanidad y la
Justicia, echando la suerte con los pobres de la Tierra, por los
humildes, por la clase trabajadora.
La
izquierda española no puede esconderse en la posmodernidad para
justificar en ningún caso la guerra, el expolio y la injerencia. Bajo el
pretexto de la neutralidad o la equidistancia se acaba siendo cómplice
de la barbarie y la explotación. Y tampoco debe olvidar que las
consecuencias de las politicas imperiales para los pueblos en
latinoamerica no se reducen a perder unos cuantos escaños o asesores
liberados y bien remunerados, si no que suponen la muerte de líderes
campesinos, políticos y sindicales asesinados, la pérdida de soberanía y
de derechos tan básicos como la vivienda, el trabajo, la salud, la
educación, la imposición de políticos corruptos y mafiosos, la guerra
económica y militar, el terrorismo, la violación de los Derechos
Humanos, entre otras.
Por
su parte, en el mundo de la Cultura y de la batalla de ideas también
nos encontramos con un páramo posmoderno, lejos de aquel Congreso de
Intelectuales en Defensa de la Cultura de 1937, encuentro antifascista
que defendió a la República Española con las palabras y con las armas. O
lejos incluso de aquel reciente No a la Guerra contra la
intervención militar en Irak, que consiguió movilizar a millones de
personas ante la masacre del pueblo a cambio de petróleo y otros
recursos, con un papel movilizador de la Cultura (aunque no consiguió
parar la guerra). En la actualidad, el miedo y la censura, la compra de
voluntades y carreras profesionales, o simplemente, la aceptación de la
lógica del mercado y del indivudalismo, hacen difícil encontrar una
cultura popular comprometida con las causas nobles. Con esta lógica
posmoderna es más fácil encontrarse con actitudes serviles y cobardes
como la de Pastora Soler, quien acabó cediendo al chantaje de la
ultraderecha fascista anticubana de Miami que le atacó por vincularse al
trabajo de Mariela Castro por la inclusión de la comunidad LGTBI en
Cuba, que posiciones combativas como la de Willy Toledo, quien sufre la
censura laboral y la amenaza judicial, política y mediática por
manifestar y actuar en consecuencia de sus posiciones políticas,
marcadamente anticapitalistas y antiimperialistas. Organizar una nueva
cultura es urgente, que atañe también a la forma de entender la
política. La hegemonia cultural es la antesala de otra forma de
sociedad, así como su garante de reproducción social, y de momento el
neoliberalismo está ganando la partida.
Evidentemente,
la trampa de la diversidad ha sido tejida intencionadamente para
dividir y enfrentar a los de abajo con los de abajo, al tiempo que para
desarticular y desideologizar a los pueblos y dejarlos sin alternativa
al sistema. Por eso mismo, hay que exigirles a las organizaciones de
izquierda, desde dentro y desde fuera, que no caigan o que despierten de
ese mantra desmovilizador, que no se dejen arrastrar al tacticismo
electoral ni que renuncien a los principios, valores y grandes
objetivos. Sin utopías, el mundo de lo inmediato nos limita el
pensamiento y la acción, y es ese terrero seremos derrotados más pronto
que tarde. Si el contenido y la praxis política los marcan los grandes
medios de comunicación y los grandes partidos, se estará vaciando de
contenido la razón de ser, hasta que llegado un momento se deje de ser
aquello que se dice ser. Se puede llegar al escenario que la derrota sea
tal que ni la teoría de los espacio vacios nos espolee a la acción, ya
que nadie querrá ocupar el espacio de la izquierda revolucionaria.
Aunque
parece que el posmodernismo está hegemonizando la izquierda aun hay
batalla que dar, y especialmente en los planteamientos sobre política
internacional. Falta saber si existe la voluntad en la izquierda
política para frenar esta praxis posmoderna. Solo así se estaría a
tiempo para reorganizar las fuerzas, más allá de los ciclos electorales.
Tarea difícil, pero no imposible. Pongámonos manos a la obra. Desde la
solidaridad internacionalista seguimos en ello, confrontando con el
imperialismo, sabiendo lo que hay en juego. Quien sabe si retomar el
antiimperialismo y el anticapitalismo por parte de la izquierda también
ayudará a salir de la telaraña posmoderna. De momento empezamos el año
celebrando el 60 aniversario de la Revolución Cubana, pese a quien le
pese, cueste lo que cueste, para afrontar un 2019 que viene con retos
importantes a los dos lados del Atlántico.
David Rodríguez, responsable de Solidaridad Internacional del PCPV-PCE y miembro de Honor de la Fundación Nicolás Guillén.
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