Publicado por: jjon: febrero 01, 2019E
Por: José Gregorio Linares
Pasando por encima de lo previsto en la Constitución,
el diputado que preside la Asamblea Nacional en desacato se autoproclamó
Presidente de la República. No es la primera vez que en Venezuela,
desconociendo la autoridad legítima, alguien usurpa un cargo. No es la primera
vez que, violando la normativa vigente, alguien se arroga una potestad sin
estar legalmente facultado para ello. Tal cosa ocurrió en el pasado, en tiempos
de Bolívar. Afortunadamente, la respuesta del Libertador no se hizo esperar. De
inmediato, como legítimo jefe de gobierno ejerció la defensa de la ley, dejó que los
conjurados se consumieran en su propia salsa y todo terminó mal para ellos.
Veamos los hechos.
En 1817 en Venezuela unos políticos descontentos que
pretendían desconocer la autoridad suprema del Libertador y restablecer los
principios que guiaron la Primera República (1810-1812) organizan el Congreso
de Cariaco. Allí los insubordinados designan nuevas autoridades en sustitución
de las legítimamente establecidas, y reeditan una versión maquillada de la
obsoleta Primera República, cuyas prácticas (gobierno federal, triunvirato
ejecutivo, impunidad) fueron la causa de su disolución. La reunión se produjo
entre el 8 y el 9 de mayo en San José de Cariaco, provincia de Cumaná y actual
estado Sucre, mientras Bolívar se encontraba en el Sur, en la provincia de
Guayana, dirigiendo su estrategia geopolítica para darle base
económica a la lucha patriota, habida cuenta de las grandes riquezas con que
contaba esa región, y como preámbulo a la lucha encaminada a conquistar la
independencia de la Nueva Granada (Colombia actual) para luego emprender la
liberación de toda América del Sur y así desasirnos del colonialismo español.
Los facciosos, cuyo teatro de operaciones se
concentraba en el nororiente del país, pretendieron ignorar que Bolívar en
persona estaba, junto a otros líderes, al frente de la Campaña de Guayana.
Declararon sus “ausencias y faltas” en el territorio, y procedieron a su
defenestración. Nombraron, para llenar el supuesto vacío del Poder Ejecutivo, a
un triunvirato compuesto por Fernando Rodríguez del Toro, Francisco Javier Mayz
y… Simón Bolívar. Pero como éste se encontraba “ausente”, sería suplantado por uno de los sediciosos hasta
que, según ordenaban, este “se dirija al lugar que se designe para la
residencia del Gobierno”. Además, Bolívar es relegado de la comandancia del
ejército patriota sin su consentimiento, y en su lugar es designado un
subalterno suyo, Santiago Mariño, Jefe Supremo del Ejército. Se instó a Bolívar
a presentarse en Margarita tan pronto como lo permitiesen “sus atenciones
militares” a fin de ocupar su lugar en el Triunvirato Ejecutivo.
En su proclama los sediciosos se plantearon, por medio
del congreso, formar un gobierno que “ejercería el poder únicamente ad
interim”, es decir, un gobierno de transición. Expresaron: “hacemos saber a
todo el pueblo de la Confederación, invocando al Ser Supremo como testigo de la
pureza y honradez de nuestras intenciones que el único y exclusivo objeto de
nuestros constantes esfuerzos es mantener el goce de la paz y de la verdadera
libertad”.
Se daba así un golpe de Estado “suave” a Simón Bolívar,
quien venía ejerciendo el Mando Supremo desde 1813 y en el año 1816 había sido
ratificado como Jefe Supremo de la República en el pueblo de Villa del Norte de
Margarita, por los máximos jefes patriotas. En el Congreso de Cariaco en
consecuencia, se pretendía reducir su poder como máximo representante del
Ejecutivo y como Jefe Supremo del Ejército, relegándolo a quedar a merced del
nuevo comandante militar que lo suplantaba, y a ser uno más en la Presidencia
entre varios con el mismo rango, y eso cuando llegara al destino indicado por
los complotados.
Todo esto fue, al parecer, un proyecto auspiciado por
los imperios inglés y estadounidense, que preferían tratar con líderes anodinos
y gobiernos débiles, para poder someterlos a su dominio y obtener así jugosas
ganancias. En contraprestación el Congreso de Cariaco dictó un decreto que
concedía una rebaja en los derechos de importación a los productos de Gran
Bretaña y Estados Unidos, así como otras ventajas a los navegantes y
comerciantes de estas naciones.
A lo interno, detrás de la conspiración estaban el
sacerdote José Cortés de Madariaga, uno de los más feroces enemigos del
Libertador, y Santiago Mariño, militar con quien Bolívar sostuvo siempre unas
tensas relaciones. En lugar de Bolívar como representante del Poder Ejecutivo,
se colocaba en la Presidencia a unos señores prácticamente desconocidos, sin
mérito alguno para presidir la nación y dirigir la guerra por la independencia;
y al frente del ejército a un subalterno del Libertador que le disputaba la
autoridad, en momentos cuando se necesitaba la mayor unión. La cosa parecía una
broma de mal gusto: el Libertador en minoría, sometido a las decisiones tomadas
por una mayoría circunstancial proclamada en un congreso sin base legal,
formando parte de un triunvirato ejecutivo dominado por dos ignotos personajes
que pronto serían olvidados por la Historia. En pocas palabras: dos oscuros
personajes presidentes de la República, y ¡el Libertador Simón Bolívar
supeditado a sus decisiones! Dos contra Bolívar. Guaidos contra uno.
El Libertador se percató de la ramplona maniobra que no
solo desconocía su autoridad suprema sino debilitaba el Estado y ponía en peligro la victoria de
las armas patriotas. Declaró ilegítimos y nulos los actos aprobados por el
gobierno impostor, surgido del espurio congreso, al que catalogó de “congresillo”.
Demandó castigo para los conjurados y procedió a restaurar el orden. No
obstante, antes de que Bolívar actuara, dicho congresillo y su falaz gobierno
se disolvieron “como el casabe en caldo caliente” dijo Bolívar (6 de agosto de
1817). Insistió en que el mismo “de verdad fue efímero. Nadie lo ha atacado y
se ha disuelto por sí mismo”. Agregó en forma contundente: “Aquí no manda el
que quiere, sino el que puede”.
Los conjurados de hoy debían aprender la lección: Aquí
no manda el que quiere, sino el que puede. En Venezuela todo el poder político
está en manos del pueblo, que lo ejerce a través del gobierno bolivariano y la
organización popular. No aceptamos la injerencia extranjera ni el coloniaje.
Toda la fuerza moral reside en el pueblo, que eligió libremente un Presidente
Constitucional y no está dispuesto a dejarse arrebatar sus conquistas por una
minoría al margen de la ley que pretende asaltar el poder. El Presidente
libremente electo en comicios nacionales es el Comandante en Jefe de la Fuerza Armada.
Cualquier otra decisión es usurpación de cargos. Por tanto, todo el peso de la
ley debe caer sobre los embaucadores y sus aliados, así estos invoquen “al Ser
Supremo como testigo de la pureza y honradez de nuestras intenciones”, y
afirmen que “el único y exclusivo objeto de nuestros constantes esfuerzos es
mantener el goce de la paz y de la verdadera libertad”. ¡Impostores!