Es
preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos.
Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles
toda virtud, ni se ha de esconder sus faltas, o pregonarlas como
virtudes. No hay razas: no hay más que modificaciones diversas del
hombre, en los detalles de hábito y forma que no les cambian lo idéntico
y esencial, según las condiciones de clima e historia en que viva. Es
de hombres de prólogo y superficie,–que no hayan hundido los brazos en
las entrañas humanas, que no vean desde la altura imparcial hervir en
igual horno las naciones, que en el huevo y tejido de todas ellas no
hallen el mismo permanente duelo del desinterés constructor y el odio
inicuo,–el entretenimiento de hallar variedad sustancial entre el
egoísta sajón y el egoísta latino, el sajón generoso o el latino
generoso, el latino burómano o el burómano sajón: de virtudes y defectos
son capaces por igual latinos y sajones. Lo que varía es la
consecuencia peculiar de la distinta agrupación histórica: en un pueblo
de ingleses, y holandeses y alemanes afines, cualesquiera que sean los
disturbios, mortales tal vez, que le acarree el divorcio original del
señorío, y la llaneza que a un tiempo lo fundaron, y la hostilidad
inevitable, y en la especie humana indígena, de la codicia y vanidad que
crean las aristocracias contra el derecho y la abnegación que se les
revelan, no puede producirse la confusión de hábitos políticos, y la
revuelta hornalla, de los pueblos en que la necesidad del conquistador
dejó viva la población natural, espantada y diversa, a que aún cierra el
paso con parricida ceguedad la casta privilegiada que engendró en ella
el europeo.
Una
nación de mocetones del Norte, hechos de siglos atrás al mar y a la
nieve, y a la hombría favorecida por la perenne defensa de las
libertades locales, no puede ser como una isla del trópico, fácil y
sonriente, donde trabajan por su ajuste, bajo un gobierno que es como
piratería política, la excrecencia famélica de un pueblo europeo,
soldadesco y retrasado, los descendientes de esta tribu áspera e
inculta, divididos por el odio de la docilidad acomodaticia a la virtud
rebelde, y los africanos pujantes y sencillos, o envilecidos y
rencorosos, que de una espantable esclavitud y una sublime guerra han
entrado a la conciudadanía con los que los compraron y los vendieron, y,
gracias a los muertos de la guerra sublime, saludan hoy como a igual al
que hacían ayer bailar a latigazos.
En
lo que se ha de ver si sajones y latinos son distintos, y en lo que
únicamente se les puede comparar, es en aquello en que se les hayan
rodeado condiciones comunes: y es un hecho que en los Estados del Sur de
la Unión Americana, donde hubo esclavos negros, el carácter dominante
es tan soberbio, tan perezoso, tan inclemente, tan desvalido, como
pudiera ser, en consecuencia de la esclavitud, el de los hijos de Cuba.
Es
de supina ignorancia, y de ligereza infantil y punible, hablar de los
Estados Unidos, y de las conquistas reales o aparentes de una comarca
suya o grupo de ellas, como de una nación total e igual, de libertad
unánime y de conquistas definitivas: semejantes Estados Unidos son una
ilusión, o una superchería. De las covachas de Dakota, y la nación que
por allá va alzándose, bárbara y viril, hay todo un mundo a las ciudades
del Este, arrellanadas, privilegiadas, encastadas, sensuales, injustas.
Hay un mundo, con sus casas de cantería y libertad señorial, del Norte
de Schenectady a la estación zancuda y lúgubre del Sur de
Petersburg,–del pueblo limpio e interesado del Norte, a la tienda de
holgazanes, sentados en el coro de barriles, de los pueblos coléricos,
paupérrimos, descascarados, agrios, grises, del Sur. Lo que ha de
observar el hombre honrado es, precisamente, que no sólo no han podido
fundirse, en tres siglos de vida común, o uno de ocupación política, los
elementos de origen y tendencia diversos con que se crearon los Estados
Unidos, sino que la comunidad forzosa exacerba y acentúa sus
diferencias primarias, y convierte la federación innatural en un estado,
áspero, de violenta conquista. Es de gente menor, y de la envidia
incapaz y roedora, el picar puntos a la grandeza patente, y negarla en
redondo, por uno u otro lunar, o empinársele de agorero, como quien
quita una mota al sol. Pero no augura, sino certifica, el que observa
cómo en los Estados Unidos, en vez de apretarse las causas de unión, se
aflojan; en vez de resolverse los problemas de la humanidad, se
reproducen; en vez de amalgamarse en la política nacional las
localidades, la dividen y la enconan; en vez de robustecerse la
democracia, y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe
y aminora la democracia, y renacen, amenazantes, el odio y la miseria. Y
no cumple con su deber quien lo calla, sino quien lo dice. Ni con el
deber de hombre cumple, de conocer la verdad y esparcirla; ni con el
deber de buen americano, que sólo ve seguras la gloria y la paz del
continente en el desarrollo franco y libre de sus distintas entidades
naturales; ni con su deber de hijo de nuestra América, para que por
ignorancia, o deslumbramiento, o impaciencia, no caigan los pueblos de
casta española, al consejo de la toga remilgada y el interés asustadizo,
en la servidumbre inmoral y enervante de una civilización dañada y
ajena. Es preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los
Estados Unidos.
Lo
malo se ha de aborrecer, aunque sea nuestro; y aun cuando no lo sea. Lo
bueno no se ha de desamar, sólo porque no sea nuestro. Pero es
aspiración irracional y nula, cobarde aspiración de gente segundona e
ineficaz, la de llegar a la firmeza de un pueblo extraño por vías
distintas de las que llevaron a la seguridad y al orden al pueblo
envidiado: –por el esfuerzo propio, y por la adaptación de la libertad
humana a las formas requeridas por la constitución peculiar del país. En
unos es el excesivo amor al Norte la expresión, explicable e
imprudente, de un deseo de progreso tan vivaz y fogoso que no ve que las
ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo
afín, para que prendan y prosperen, y que al recién nacido no se le da
la sazón de la madurez porque se le cuelguen al rostro blando los
bigotes y patillas de la edad mayor: monstruos se crean así, y no
pueblos: hay que vivir de sí, y sudar la calentura. En otros, la
yanquimanía es inocente fruto de uno u otro saltito de placer, como
quien juzga de las entrañas de una casa, y de las almas que en ella
ruegan o fallecen, por la sonrisa y lujo del salón de recibir, o por la
champaña y el clavel de la mesa del convite:– padézcase; carézcase;
trabájese; ámese, y, en vano; estúdiese, con el valor y libertad de sí;
vélese, con los pobres; llórese, con los miserables; ódiese, la
brutalidad de la riqueza; vívase, en el palacio y en la ciudadela, en el
salón de la escuela y en los zaguanes, en el palco del teatro, de
jaspes y oro, y en los bastidores, fríos y desnudos: y así se podrá
opinar, con asomos de razón, sobre la república autoritaria y codiciosa,
y la sensualidad creciente, de los Estados Unidos.
En
otros, póstumos enclenques del dandismo literario del Segundo Imperio, o
escépticos postizos bajo cuya máscara de indiferencia suele latir un
corazón de oro, la moda es el desdén, y más, de lo nativo; y no les
parece que haya elegancia mayor que la de beberle al extranjero los
pantalones y las ideas, e ir por el mundo erguidos, como el faldero
acariciado el pompón de la cola. En otros es como sutil aristocracia,
con la que, amando en público lo rubio como propio y natural, intentan
encubrir el origen que tienen por mestizo y humilde, sin ver que fue
siempre entre hombres señal de bastardía el andar tildando de ella a los
demás, y no hay denuncia más segura del pecado de una mujer que el
alardear de desprecio a las pecadoras. Sea la causa cualquiera,
–impaciencia de la libertad o miedo de ella, pereza moral o aristocracia
risible, idealismo político o ingenuidad recién llegada–, es cierto que
conviene, y aun urge, poner delante de nuestra América la verdad toda
americana, de lo sajón como de lo latino, a fin de que la fe excesiva de
la virtud ajena no nos debilite, en nuestra época de fundación, con la
desconfianza inmotivada y funesta de lo propio. En una sola guerra, en
la de Secesión, que fue más para disputarse entre Norte y Sur el
predominio en la república que para abolir la esclavitud, perdieron los
Estados Unidos, hijos de la práctica republicana de tres siglos en un
país de elementos menos hostiles que otro alguno, más hombres que los
que en tiempo igual, y con igual número de habitantes, han perdido
juntas todas las repúblicas españolas de América, en la obra
naturalmente lenta, y de México a Chile vencedora, de poner a flor del
mundo nuevo, sin más empuje que el apostolado retórico de una gloriosa
minoría y el instinto popular, los pueblos remotos, de núcleos distantes
y de razas adversas, donde dejó el mando de España toda la rabia e
hipocresía de la teocracia, y la desidia y el recelo de una prolongada
servidumbre. Y es de justicia, y de legítima ciencia social, reconocer
que, en relación con las facilidades del uno y los obstáculos del otro,
el carácter norteamericano ha descendido desde la independencia, y es
hoy menos humano y viril, mientras que el hispanoamericano, a todas
luces, es superior hoy, a pesar de sus confusiones y fatigas, a lo que
era cuando empezó a surgir de la masa revuelta de clérigos logreros,
imperitos ideólogos, e ignorantes o silvestres indios.
Y
para ayudar al conocimiento de la realidad política de América, y
acompañar o corregir, con la fuerza serena del hecho, el encomio
inconsulto, –y, en lo excesivo, pernicioso– de la vida política y el
carácter norteamericanos, Patria inaugura, en el número de hoy, una
sección permanente de «Apuntes sobre los Estados Unidos», donde,
estrictamente traducidos de los primeros diarios del país, y sin
comentario ni mudanza de la redacción, se publiquen aquellos sucesos por
donde se revelen, no el crimen o la falta accidental –y en todos los
pueblos posibles– en que sólo el espíritu mezquino halla cebo y
contento, sino aquellas calidades de constitución que, por su constancia
y autoridad, demuestran las dos verdades útiles a nuestra América: –el
carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos– y la
existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias,
inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos
hispanoamericanos.
(Patria, 23 de marzo de 1894)
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