“La sabiduría de la vida consiste en la eliminación de lo no esencial. En reducir los problemas de la filosofía a unos pocos solamente: el goce del hogar, de la vida, de la naturaleza, de la cultura”.
Lin Yutang
Cervantes
Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobretodo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia dondequiera que esté.
MIGUEL DE CERVANTES Don Quijote de la Mancha.
La Colmena no se hace responsable ni se solidariza con las opiniones o conceptos emitidos por los autores de los artículos.
Foto Portada: Hotel junto a las vías del tren (Edward Hopper)
El brote de una nueva enfermedad infecciosa apenas ha servido para
unirnos. Más bien ha demostrado ser intensamente polarizante, en línea
con la política, la economía y los asuntos internacionales de la época.
Si llegara a encontrarse un punto de acuerdo, consistiría en la idea de
que las cosas, de aquí en adelante, no pueden sino cambiar de una forma u
otra. Pero incluso este supuesto consenso se rompe rápidamente. El
pronóstico más pesimista para el mundo poscovid sugiere que la distancia
y la desconfianza pueden relajarse pero siguen siendo la norma. Los
confinamientos podrían tener altibajos, los muros fronterizos elevarse,
la xenofobia intensificarse y las mascarillas seguir en boga mientras
lidiamos con las catastróficas consecuencias sociales y económicas de la
crisis. En la visión más optimista, nuestros políticos y magnates
darían marcha atrás de forma constructiva, trabajando para restaurar la
equidad social y el equilibrio ecológico con un nuevo sentido de
urgencia. En algún lugar intermedio, una narrativa cautelosamente
esperanzadora pasaría por una creciente movilización, solidaridad y
conciencia que allanen el camino hacia un mañana mejor. Por ahora,
es mucho más fácil ver que los escenarios más sombríos se afianzan, ya
que no podemos articular con cierta claridad qué mecanismo podría
provocar el cambio que deseamos ver. La covid-19 ha tenido un efecto
paralizador en partes de la sociedad que son esenciales para imaginar
nuestro futuro: la clase media, o lo que queda de ella, como último
amortiguador entre las élites enajenadas y los pobres exhaustos. Si bien
la clase alta está demasiado invertida en nuestros rotos sistemas, la
clase baja no puede transformarlos por sí sola, sobre todo a medida que
las circunstancias empeoran. Todo depende en gran medida del estrato
intermedio, cuya peor apuesta es recluirse en sí mismo. Sabemos poco
sobre el virus, que puede ser el precursor de peores pandemias que
están por venir. Pero nos conocemos lo suficientemente bien como para
hacer introspección y elaborar estrategias. Mientras esperamos que los
epidemiólogos, biólogos y expertos en salud pública resuelvan los
aspectos más técnicos de nuestro problema, nos corresponde pensar qué
tipo de mundo queremos salvar. La enfermedad de los datos
Podría decirse que el aspecto más llamativo de esta crisis es lo que
revela sobre nuestra relación con los datos. La proliferación de
rastreadores y paneles de control refleja un intenso deseo de encontrar
algo de verdad y alivio en los números. El eslogan más popular de la
época es en sí mismo una referencia matemática propia de enteradillos: #aplanar la curva.
La gente común de todo el mundo hace inventario de cifras complejas
sobre mascarillas, pruebas, camas, UCI y respiradores casi como si
consultaran la información meteorológica. Sin embargo, gran parte de
los datos son técnicos y difíciles de interpretar. Las cifras
aparentemente claras son a menudo engañosas porque ocultan criterios
inconsistentes de diagnóstico y desarrollan capacidades de prueba y
mecanismos de recogida y recopilación imperfectos. En Francia, por
ejemplo, rara vez se examina a los ancianos para detectar la presencia
de la covid-19 cuando mueren, dejando un punto ciego en una cohorte que
intentamos proteger. Los países de todo el mundo continúan midiendo sus
resultados en comparación con los de China, aunque Pekín se centró tanto
en dar forma a la narrativa a través de la investigación de los datos
como en contener la enfermedad. No obstante, se consume y se comparte
información imperfecta de forma compulsiva. Los números reflejan a
menudo nuestro estado de ánimo, manteniendo el pánico o la calma en
función del momento. Esas ambigüedades crean una conversación global
incoherente. Tiene sentido que comparemos entre los Estados de Asia
occidental y oriental que publican cifras de manera transparente. Pero
es difícil ver qué sentido tiene colocar a esos países en un gráfico
junto a Rusia, Egipto o Irán. Algunos gobiernos pueden descuidar por
completo documentar la epidemia, ya sea para ocultar sus fallos o por
falta de recursos. El pico en los casos de la covid puede ir y venir, en
gran medida inadvertido, en sociedades empobrecidas o devastadas por la
guerra que ya sufren altas tasas de mortalidad. Inevitablemente,
nuestra obsesión con los datos prioriza ciertas métricas sobre otras.
Las tasas de contagio y mortalidad han absorbido naturalmente la mayor
parte de la atención. Otros aspectos de datos secundarios alivian o
intensifican nuestra ansiedad: desde gráficos que ilustran el desempleo
hasta cifras anecdóticas sobre la disminución de la contaminación e
historias reconfortantes sobre el retorno a la naturaleza. Pero hay que
buscar mucho más los gráficos que explican qué fue lo que ayudó a
generar la crisis: la covid-19 es una entre la serie de epidemias de
origen animal que se remontan al comportamiento humano; su difusión
inicial por todo el mundo siguió cuidadosamente las rutas febriles del
tráfico aéreo; y el desmantelamiento de la infraestructura de la salud
pública puede cartografiarse en las crecientes desigualdades. En otras
palabras, los datos fidedignos se han centrado abrumadoramente en el
virus en sí, separando de forma extraña un síndrome globalizado de su
contexto. Ansias de control En el centro de
nuestra fijación por las cifras está la inquietante realidad de que esta
enfermedad persistirá durante meses, y probablemente años, en nuestras
vidas. Los datos, aunque poco prácticos, brindan una sensación de
control y claridad frente a preguntas que a menudo no tienen respuesta:
¿Me he contagiado? ¿Cuáles son mis probabilidades? ¿Por qué algunos se
recuperan mejor que otros? ¿Ya hemos llegado al pico? ¿Cuándo disminuirá
mi ansiedad? La covid-10 ha provocado un tipo de reacción emocional, un
despertar repentino a la fugacidad de uno que rara vez se da a esta
escala. Esta angustia se debe en parte a la cualidad nebulosa y
cambiante del virus. Además de ser a partes iguales invisible e
infecciosa, la covid-19 toma formas desconcertantemente distintas en
diferentes casos. Parece golpear al azar, y puede enviar con toda
celeridad a personas sanas de sus hogares a una UCI y a la tumba.
Amenaza lo más querido: nuestros familiares más cercanos. Su misterio se
basa también en nuestra propia respuesta, ya que evitamos la infección
al reducir el contacto humano. Como individuos enmascarados que
permanecen asiduamente separados en las colas de las tiendas de
comestibles, hemos intentado proteger la vida haciendo que gran parte de
ella se vuelva mórbida. La angustia de hoy tiene raíces históricas.
Nuestra fe innata en los números y la ciencia se remonta al crecimiento
simultáneo de la clase media y el sector sanitario en el siglo XIX. La
industrialización, la acelerada urbanización y el advenimiento de la
guerra total requirieron una mejor higiene y una medicina empíricamente
probada, lo que a su vez alimentó un creciente apetito por las
estadísticas. Con la sanidad pública surgió la nueva disciplina de la
epidemiología, la promesa quimérica de erradicar la enfermedad y una
concepción del progreso basada en vivir vidas cada vez más largas,
seguras y saludables. En el siglo XX, el hospital llegó a encarnar un
sentido contemporáneo de certeza: ahí es donde ponemos nuestras vidas,
en manos de la ciencia. Es un santuario que cuenta todo religiosamente,
no solo muertes y recuperaciones, sino la temperatura, el pulso, las
células sanguíneas y las píldoras. Ahí, las gráficas son sagradas.
Nuestra obsesión colectiva con los datos es una prueba de nuestra
continua fe en las soluciones tecnocráticas que conforman todo tipo de
políticas. Incluso los gobiernos que no recopilan datos fiables
publicarán estadísticas que luego alimentarán agregados como los
Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Las agencias
humanitarias y de desarrollo producirán profusamente métricas dudosas
para dar a su trabajo un brillo científico. Los números, aunque útiles a
veces, se han convertido en un fetiche. Proyectan un aura de
mensurabilidad y control que se adapta a nuestro espíritu de clase
media: puede que denigremos a nuestras enfermas burocracias, pero
seguimos buscando refugio en su lógica. La covid-19 le da la vuelta a
toda esta ideología. Elude en gran medida cifras significativas, dada
la velocidad y el secretismo con el que se propaga. Mientras tanto,
secuestra el funcionamiento de la sociedad moderna, sobre todo en las
formas que definen a la clase media y a las élites: movilidad intensa,
una maquinaria de salud pública que es a la vez central e
infrafinanciada y una arraigada aversión a lo desconocido. La covid-19
ha desbaratado hasta ahora nuestro credo de gestión de riesgos. Nuestro
último recurso, para mantener nuestros propios números fascinantes bajo
control, ha sido cerrarlo todo. La covid controla ya nuestros sistemas
mucho más que a la inversa. La nueva guerra global
Para luchar contra este enemigo existencial, las naciones de todo el
mundo han conjurado la metáfora de la guerra total, haciéndose eco y
amplificando los reflejos autoritarios incrementados por años de
contraterrorismo. A medida que nuestras sociedades se sienten
amenazadas, buscamos consuelo en formas intrusivas y regresivas de
control estatal; algunos han llegado tan lejos como para aplaudir el
recurso de su gobierno a los poderes de emergencia, clamar por más
vigilancia digital y alabar el modelo autoritario de Pekín. Tanto
los regímenes despóticos como los liberales lo captaron rápidamente, por
lo que proyectaron tropos marciales de movilización, líneas de defensa,
sacrificio y heroísmo. En lugares como Arabia Saudí o el sur del
Líbano, el personal sanitario ha desfilado por las calles como si
fueran soldados. En otros lugares, los Estados han aprovechado la crisis
para promover sus propios intereses parroquiales en nombre de la
defensa de la humanidad. Para China, la crisis ha hecho que se silencien
las voces disidentes dentro del país mientras extiende su influencia en
el extranjero. Francia intenta nuevamente liderar Europa. Irán culpa a
todos de las sanciones. Egipto invierte en pequeños espectáculos,
enviando una ayuda teatral a Italia y haciendo muy poco por su gente.
La covid-19 permite una proyección de poder en la imagen de cualquier
sistema político dado. La mentalidad de búnker resultante -en la
cual los Estados aumentan la retórica beligerante, sellan las fronteras y
expanden la recogida de información de inteligencia a nuevos campos,
como la salud pública- se siente incómodamente familiar. Nuestra
respuesta a la covid-19 trasmite algunos de los trasfondos de la “guerra
contra el terror” y la represión mundial contra los migrantes y los
solicitantes de asilo. El riesgo está en redoblar el enfoque centrado en
la seguridad y no invertir en soluciones más fundamentales. Por
ejemplo, la ferviente imposición de costosos confinamientos sería más
fácil de entender si se combinara con esfuerzos vigorosos para financiar
el sector de la salud pública a través de una recaudación de impuestos
más justa. En diversos frentes, la guerra contra la covid-19 podría
reflejar la guerra contra el terrorismo porque socava nuestras
sociedades tanto como las protege. La campaña posterior al 2001 contra
el yihadismo se prolongó, consumió recursos gigantescos, justificó
comportamientos abusivos y dividió a las sociedades internamente, todo
lo imaginable mientras fracasaba en su declarada misión. El virus
también nos aterroriza y se presta para estigmatizar a categorías
enteras de personas. En la India, los musulmanes están ahora acusados de
decantarse por la covid-19 contra el cuerpo político. En otros lugares,
la desconfianza en el Otro se ha disparado a su manera: el ostracismo
se ha enfocado en los extranjeros no deseados, en las minorías
consideradas desviadas, en el populacho, pero también contra colegas o
vecinos que simplemente se consideraban negligentes. La creciente
polarización se vincula a niveles asombrosos de señalización de virtud.
Uber, cuyo modelo de negocio se basa en el desprecio del capital humano,
les envía a los clientes mensajes como “por favor, tengan en cuenta el
bienestar de su conductor”. En todo el mundo, las personas publican
selfis con mascarillas en casa, conduciendo sus propios autos con
guantes; e insertando lemas como #Quedarse en Casa Salva Vidas
en sus perfiles de las redes sociales. Se ha glorificado o castigado a
los trabajadores por eludir las reglas de distanciamiento social,
dependiendo de si lo hacían mientras estaban a nuestro servicio o
estaban valiéndose por sí mismos. Algunas enfermeras se molestan de que
las caricaturicen como heroínas y preferirían ver mejoras en sus
condiciones de trabajo. Los eslóganes bien intencionados pueden desviar
la responsabilidad de los gobiernos y debilitar a aquellos que afirmamos
idolatrar. Nuestra hipocresía clasista podría extenderse al ámbito
político. La salud, como la seguridad, tiene un lado imperativo que la
pone fuera de toda duda. Mientras persista la enfermedad, las reuniones
indeseables podrían ser fácilmente consideradas socialmente
irresponsables: las protestas se han convertido en una amenaza
sanitaria, cuando no en un delito cívico. El distanciamiento social,
útil para reducir el contagio, es también la negación del disenso
activo. Un orden perfectamente saludable supondría el fin de la política
en un momento en que exhortar a nuestros políticos a actuar es cada vez
más urgente. Mientras (no) estamos mirando El
confinamiento está reforzando de hecho una serie de dinámicas
preexistentes peligrosas. Aunque su eficacia exacta y los costes finales
siguen desconociéndose, muchos lo han aceptado como un mal necesario,
lo que le permite extenderse por todo el mundo como la panacea. En
África y Asia, algunos Estados impusieron la cuarentena como reacción
instintiva, aunque sus poblaciones jóvenes y pobres pueden resultar
menos vulnerables ante la covid-19 que ante el hambre. El Líbano
implementó el confinamiento preventivamente como un fin en sí mismo,
descuidando apuntalar su sistema de salud pública en paralelo. Las
medidas alternativas, como las pruebas masivas y el rastreo de los
contactos han sido la excepción; en casi todas partes, la norma ha sido
quedarse y esperar. Pero, mientras observamos desde la ventana, van
imponiéndose tendencias amenazadoras. En primer lugar, se está
redefiniendo al individuo de manera que sirva a nuestros sistemas,
cuando debería ocurrir al contrario. La movilidad humana se reduce a
comportamientos funcionales: consumo, mantenimiento del estado físico y
trabajo esencial, a expensas de las libertades fundamentales. Esto
parecería un pequeño sacrificio si no fuera por los muros que se han ido
cerrando ante nosotros en los últimos años: restricciones progresivas
en los viajes, la invasión digital de la privacidad y la creciente
represión del disenso político. Al mismo tiempo, nuestros defectuosos
sistemas transfieren los costes crecientes de sus fracasos al individuo:
cuando no estamos rescatando a los bancos corruptos, asumiendo
préstamos paralizantes para compensar el deterioro de la educación
pública y luchando para reducir nuestras propias pequeñas contribuciones
a la crisis medioambiental, nos quedamos en casa para dar un respiro a
los mal financiados sectores de la sanidad pública. En segundo
lugar, el confinamiento aumenta nuestra dependencia de las peores
prácticas empresariales. Es probable que trabajar de forma remota
catalice el cambio hacia el empleo estilo Uber: si Vd. es realmente
productivo desde su hogar, su empleador puede decidir ahorrar espacio de
oficina y gastos generales como preludio de una mayor “flexibilidad”.
Mientras tanto, la crisis recompensa a las industrias que, cada una a su
manera, han dañado nuestros ecosistemas, marcos políticos y tejido
social: productos químicos y farmacéuticos, alimentos procesados, venta
minorista masiva, microelectrónica, vigilancia y redes sociales
generadoras de rumores. Saldrán enriquecidas, mientras que los estados
del bienestar, las sociedades civiles y muchos actores económicos más
pequeños, aunque vitales, contarán sus pérdidas cuando más los
necesitemos. En tercer lugar, estamos presenciando (y posiblemente
participando) la destrucción de la clase media, que desde hace mucho
tiempo se ha ido reduciendo debido a los efectos combinados de la
disminución de los beneficios sociales, el aumento de los costes de la
educación y un empleo cada vez más precario. La covid-19 amenaza con
acelerar ese proceso destruyendo la economía en general, pero también
planteando preguntas sobre el carácter “no esencial” de grandes sectores
de la población. Las exhibiciones públicas de cocina creativa,
paternidad y rutinas de ejercicios físicos revelan una peligrosa mezcla
de privilegios y futilidad. Esta subcultura del confinamiento puede
entenderse como un mecanismo de defensa. Pero eso en sí mismo es un
signo de crisis. ¿Cuál es la razón de ser de nuestra clase media cuando
tantos de nosotros podemos quedarnos en casa durante tanto tiempo? A
medida que transcurre el tiempo suspendido, gastamos los recursos que
nos quedan en comida, comunicación y entretenimiento. ¿Con quién
contamos, mientras tanto, para esbozar un futuro para todos nosotros? Bloqueo mental
El inmenso miedo existente ha encontrado escasas ideas para aliviarlo.
Hasta ahora, ni un solo gobierno u organismo multinacional ha esbozado
siquiera medidas que aborden las causas fundamentales del brote, en
lugar de limitarse simplemente tratar sus consecuencias. Mientras tanto,
los multimillonarios cosechan elogios populares por contribuir con
sumas que son insignificantes en comparación con sus propias fortunas,
por no mencionar los presupuestos estatales. Los comentaristas
profesionales, por su parte, han tendido a recurrir a temas agotados: el
colapso del capitalismo, la desaparición de la democracia, el fin del
imperio, la agonía de Occidente, la crisis terminal de Europa, el
surgimiento de los tigres asiáticos, o los atractivos de la dictadura.
Esos tópicos no excluyen el periodismo reflexivo, pero el espacio que
ocupa es desalentador. Este desequilibrio se hace eco de crisis
pasadas: ni el terrorismo, ni el colapso financiero, ni el colapso
petrolero o el cambio climático han motivado una búsqueda introspectiva
en una escala que pueda transformar nuestros sistemas. Nuestro instinto
arrollador prefiere un statu quo roto: modificamos el mundo que
conocemos por temor a lo que podría implicar un cambio radical. Europa
rescatará a las aerolíneas con dinero que podría invertir en el
transporte público de todo el continente, y retrasará la aplicación de
impuestos al plástico solo para iniciar la producción de mascarillas.
Líderes tan distintos como Emmanuel Macron y Boris Johnson están
saliendo igualmente beneficiados en las encuestas, superando la pandemia
sin cambiar tangiblemente sus visiones del mundo. En Estados Unidos,
donde unas trascendentales elecciones están en el horizonte, el Partido
Demócrata se decidió por el tipo más deprimente posible, como si jugar a
lo seguro fuera la mejor opción. Lo que explica esta combinación
única de pánico emocional y apatía intelectual es, sin duda, la
naturaleza híbrida de la covid-19: para aquellos de nosotros menos
afectados, es lo suficientemente aterradora como para inquietarnos, pero
es aún manejable con jabón, aislamiento y música en el balcón. En los
hospitales públicos, los campamentos de refugiados y las comunidades
empobrecidas de todo el mundo, las crisis económicas y de salud pública
son demasiado reales. Sin embargo, para muchos de nosotros, en la clase
media, este supuesto fin del mundo no está siendo tan malo. Si somos
honestos con nosotros mismos, incluso podemos admitir que comemos bien y
nos divertimos un poco. Esta forma más leve de apocalipsis podría
servir, perversamente, para liberar y reducir todas esas ansiedades que
habíamos estado alimentando en los últimos años mientras nos
preparábamos contra el diluvio de presagios del cambio climático. Si
tenemos la suerte de no perder nuestros trabajos ni a nuestros
parientes, ¿nos va a incitar a actuar esta supervivencia? Como las
instituciones de las que dependemos colectivamente han quedado expuestas
como lo que son -no solo que no están preparadas, sino que al parecer
carecen de presupuesto-, la salvación parece depender más que nunca de
nuestras propias iniciativas a pequeña escala. En ese frente, la
covid-19 plantea un problema interesante: en lugar de suponer que va a
surgir mecánicamente algo bueno de esta “convulsión del sistema”, nos
corresponde a nosotros definir en qué consistirá ese bien. A partir de cero
Las comparaciones con pandemias pasadas no aportan mucha orientación.
Contrariamente a la sabiduría convencional, no debemos el resurgimiento a
la plaga sino a toda una variedad de factores, que incluyen: la
traumática invasión otomana; el comercio, la migración y la polinización
intercultural; el advenimiento de la imprenta; nuestra capacidad
inherente para reinventarnos de forma obstinada. Del mismo modo, la
covid-19 no aplanará para nosotros ninguna de las curvas que
intensificó: el miedo, el resentimiento, la soledad, el desempleo, la
xenofobia, el populismo y la especulación son enfermedades que debemos
enfrentar por nosotros mismos. Hay señales inspiradoras, aunque es
difícil adivinar sus efectos a largo plazo. A nivel individual, la
crisis puede ser una experiencia más transformadora de lo que parece. Ha
conducido a un redescubrimiento reconfortante de la naturaleza: las
ballenas y los delfines han suplantado a los turistas en Calanques y
Venecia, y los Himalayas han podido atravesar la niebla tóxica. Tales
imágenes nos conmueven profundamente, como si emergiéramos tarde de un
peligroso duermevela. La quietud ha provocado otra forma de
despertar, después de décadas de hipermovilidad. El estado de agitación
del mundo empeoró mucho a partir de la década de 1980 como resultado de
una combinación de factores: envío de contenedores, producción
deslocalizada, movilidad profesional, trenes de alta velocidad y
domesticación de los ordenadores, por citar algunos. La aceleración
vertiginosa resultante ha hecho que la reciente desaceleración sea tan
desestabilizadora como, posiblemente, muy necesaria. Ha revelado la
omnipresencia de “trabajos de mierda”, citando a David Graeber, así como
de reuniones de mierda. Previsiblemente, el aislamiento nos ha
obligado a ser creativos en cómo nos conectamos con los demás. Algunos
lazos interpersonales se han fortalecido en torno a un sentido de
confianza mutua. Numerosas iniciativas informales y de pequeña escala,
desde prestar apartamentos a los jóvenes hasta entregar alimentos a los
ancianos, han luchado no solo contra la enfermedad, sino también contra
el contagio de “que cada persona se apañe como pueda”. De hecho, ahora
nos enfrentamos a una enfermedad que realmente capta el enigma de
nuestra época: el mundo está tan lleno de seres humanos que debemos ser
tontos al pensar que realmente podemos resolver nuestros problemas si
nos apartamos más los unos de los otros. Volver a conectarnos con el
entorno, con los familiares y con uno mismo pueden parecer triviales o
autocomplacientes, pero puede sentirse que hay un cuestionamiento más
profundo. Nuestro privilegio es también nuestra responsabilidad: nuestro
deber radica en hacer algo más que dejar pasar el tiempo, desahogar
nuestro aburrimiento y adoptar una postura justa. Si el mundo vuelve a
su ser insostenible, preñado de enfermedades aún peores, solo nosotros
tendremos la culpa. El tiempo de inactividad bajo el confinamiento deja a
los afortunados la posibilidad de reflexionar sobre cuestiones
importantes: cuando hayamos terminado con la parte de “quédate en casa”,
¿qué haremos para continuar “salvando vidas”? La lucha se reduce en
gran medida a combatir nuestros propios instintos. En los últimos años,
la clase media se ha estado encerrando en sí misma, en un combate de
retaguardia para proteger sus niveles de vida. Consumimos de manera más
responsable, pero por lo general igual. Podemos aferrarnos a trabajos
que pagan mucho más de lo que enriquecen a la sociedad. Pagamos nuestros
impuestos, pero, ante la disminución de los rendimientos, nos
defendemos también de la marea creciente de los pobres. Políticamente
estamos divididos entre dos opciones regresivas: conservadores
titulados, que prometen restaurar el mundo tal como lo conocíamos, y
populistas estridentes, que tienen una forma diferente de decir lo
mismo. Esta mentalidad defensiva ha hecho cualquier cosa menos mejorar
nuestro destino, exigir responsabilidades a las élites y situar la
economía en una trayectoria más sostenible. La covid-19 podría
hacer que nos miremos aún más introspectivamente mientras nos retiramos a
un espacio nuestro cada vez más reducido. La única alternativa es ir
en dirección opuesta y ser más radical en todo lo que hacemos. No
podremos salvarnos si nos escondemos ante las enfermedades buscando la
protección de élites condescendientes mientras nos olvidamos de los
menos afortunados. Debemos exigir más a quienes dirigen y cuidar más a
quienes más lo necesitan. Ya no podemos ser la clase media que se limita
simplemente a salir del paso. Ventana de hotel (Edward Hopper)Peter
fundó Synaps para volcar sus veinte años de experiencia trabajando en
el mundo árabe. Durante este itinerario, que le llevó de Iraq al Líbano,
a Siria, Egipto, Arabia Saudí y de regreso de nuevo al Líbano, combinó
el mundo académico con el periodismo, las consultorías y un mandato de
diez años en el International Crisis Group. Ciudadano francés nacido en
Inglaterra, estudió biología antes de cambiarse a las ciencias políticas
y la sociología, y vivió feliz para siempre… Fuente: https://www.synaps.network/post/world-in-crisis-post-covidEsta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.orgcomo fuente de la misma.
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Las ideas, propuestas y reflexiones expresadas aquí, pertenecen
exclusivamente a sus autores y no son necesariamente compartidas por el
Blog de: PLATAFORMA DISTRITO CERO.
Miguel Angel Reyes.
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