El anunciado “bloqueo” contra Venezuela terminó siendo exactamente lo que muchos anticipaban: un show mediático, una puesta en escena hueca, una palabrería ruidosa incapaz de sostenerse frente a la realidad. Donald Trump amenazó, vociferó y sobreactuó, pero cuando llegó el momento de convertir el discurso en hechos, simplemente se echó para atrás. Se hizo el loco. Miró hacia otro lado. Y el supuesto cerco naval se desvaneció en menos de 24 horas.
¿Por qué? Porque una cosa es amenazar a un país bloqueado y sancionado, y otra muy distinta es enfrentar a potencias reales. Rusia, China e Irán no son Panamá ni Granada. Son actores globales, con músculo militar, poder económico y capacidad de respuesta. Interceptar un petrolero ruso o chino en aguas internacionales no era “aplicar sanciones”: era encender una mecha que podía terminar en una confrontación de dimensiones imprevisibles. Y ahí, el bravucón se quedó sin valentía.
Los hechos fueron contundentes y humillantes para Washington: los petroleros entran, cargan crudo venezolano y salen sin ser molestados. PDVSA siguió exportando. La Armada venezolana escoltó buques. Y Estados Unidos, que había prometido asfixia total, no hizo absolutamente nada. Ni una interdicción, ni un disparo, ni un abordaje. Nada.
El silencio posterior de Trump fue la confirmación final. Ni una mención a Venezuela. Ni una explicación. Ni una rectificación. El “bloqueo” murió sin siquiera haber nacido. Fue un bluff, una amenaza vacía, una paja discursiva destinada al consumo interno y a las cámaras, no al tablero geopolítico real.
Este episodio deja una conclusión incómoda pero inevitable: el imperio ya no impone, solo grita. Ya no ordena, solo amenaza. Ya no actúa, solo actúa para la tribuna. Estados Unidos, que durante décadas dictó reglas a cañonazos, hoy se ve reducido a un gobierno que confunde poder con espectáculo y diplomacia con insulto.
Cuando un país que se autoproclama dueño del mundo no puede sostener ni siquiera un bloqueo de 24 horas, algo se ha roto. Y cuando ese país es gobernado desde el ego, la improvisación y la payasada, el problema deja de ser Venezuela y pasa a ser el propio Estados Unidos.
El “imperio” no cayó por un misil ni por una guerra. Se desmorona lentamente bajo el peso de su propia caricatura. Y el mundo ya lo está viendo.
