I
Ambos deambularon por las periferias de un universo oscuro y fantástico, y vieron gente (así la llamaban antes ),y también pasearon por las veredas de esa "diáfana" modalidad que adquieren las ciudades de mostrarse como las retratan las más antiguas de la memorias universales, esa que según dicen ahora tenían los genios más antiguos antes de pisar tierra.
Esas "ciudades" eran tal vez espacios que iban de un lado a otro, portátiles, movedizas y cambiando de dueños y esclavos: mostrando enigmas que nadie alcanzaba a comprender sino a través de la aparición del arte intuitivo y el advenimiento del conocimiento, buscando sitio en el naciente paraíso (así llamaban a esas "utilerias humanas)
II
Un hombre ebrio deambula al amanecer y sus ojos creen ver estrellas refugiadas en nubes (así las llamaban) con formas de monstruos imaginarios que gravitan en manadas por el espacio sideral (así lo llaman todavía), y no hay ni asombro, ni palpitación, ni palabras posibles que lo cimbre, pero un pedazo de algo terroso le comienza a brotar en el cerebro (así lo llaman) y emite un gruñido desde el escondite de sus entrañas: es una seña de inquietud, lo presiente. Es un movimiento leve pero "obligante" que no está en el decálogo de los Diez Mandamientos que imaginó Saramago: aburrido ortodoxo del Creador de esta fiesta grotesca.
III
Cabe suponer que si no es "obligante", ese hombre, que sin ton ni son va adquiriendo forma de mujer alucinante, seguirá libre, andará descalzo o descalza y no tendrá conciencia (así la llaman) de que lo que sus pies bordean es el mar, o el cielo (así los llaman), que son igual de azules.
IV
A lo lejos el mar trae una melodía de lo que épocas más tarde, llamaron aves, pájaros, Ovnis. El hombre espavila y un estremeciento lo despierta de esa mudez de estatua con la que nació.
Observo hacia el infinito y vió la grieta que dejaba al descubierto el infinito, con sus brechas: la del bien y la del mal. Se trataba de una batalla, pero él lo ignoraba.
Huyó, entre despavorido y con un gozo inexplicablemente incorporado al cuerpo.
En el camino se le adhirió a un silabario, un alfabeto.
En un cruce de caminos, Julio Ramón Ribeyro y Ernesto Sabato, se miraron primero a los ojos; luego, se encontraron a la orilla del abismo de la escritura y se dedicaron hasta la muerte a narrar ese duelo que no termina nunca.