Por Eduardo Osorio
http://www.frontinoso2.blogspot.com/
Mediados de los ´60, cuando la de Los Andes era una de las
cuatro universidades del país y parecía
que la universidad autónoma tomaban sentido, pues comenzaba a dejar de ser nido
de vecinos merideños y privilegiados venidos de lugares remotos del país, y se
iniciaba la famosa “masificación” estudiantil.
Mi curso, de primer año de economía, de 100 estudiantes, era más
numeroso que los del resto de facultad; y por ahí iban las demás
facultades. Vale la pena anotarlo, de
esos 100 estudiantes, unos 85 no éramos merideños.
Al mismo tiempo de ser “refugio” de subversión (afirmación para
dejar a muchos contentos, pero que no lo fue tanto), se comenzó a debatir la
“renovación”, movimiento al comienzo peligroso para el estatus, pero que pronto
fue contaminado por otros objetivos que lo desvirtuaron hasta las raíces y lo
convirtieron en completamente inocuo.
Las discusiones sobre la renovación se realizaban en
facultades absurdamente “tomadas”, con la mayoría de profesores y estudiantes
de “vacaciones” (las tomas frecuentemente sobrepasaban los 4 meses), y eran un
tira y encoge teórico, que avanzaba y retrocedía, según la correlación de
fuerzas y el ánimo de las izquierdas tradicionales y las de avanzada, entre la
ortodoxia, la indocilidad y la resistencia al cambio. No se llegó a casi nada antes de contaminarse
con la semestralización, la departamentalización, las renovadas apetencias de
poder de grupos de derecha e izquierda, el “ahogo de la masificación”. Los pensa de estudios pagaron los platos rotos
y el problema se redujo al cambio periódico del pensum de cada escuela, lo que
generó prolongadas e inútiles discusiones para llegar a poco. Los logros parciales de mi facultad fue la
expulsión del Cuerpo de Paz y de la Fundación Ford, que sin querer queriendo
guiaban la facultad; pero para nada, porque su influencia se reencarnó en otros
zombis, especialmente en la remesa de profesores españoles, franquistas en su
mayoría, que llegaron para solucionar la “escasez de profesores”. Otros logros tontos pero que dan una imagen
de la universidad recoleta, la erradicación de medidas absurdas, como la
obligación de llevar “paltó” para entrar a la biblioteca de Derecho, donde
desde una toma, decidimos que hasta desnudos se podía entrar.
Pero no es historia lo que quería hacer; era demostrar la
inutilidad de la universidad autónoma desde los tiempos en que aparentemente
apuntaba a ser un instrumento de desarrollo de la sociedad en su conjunto, a
servirle al país. Hasta el momento era
una universidad recoleta, de regodeo de la ideología merideña, con la excepción
de militantes, adecos en su mayoría, “luchadores” contra la dictadura; y, desde
la insurgencia armada, la mayoría de militantes de los partidos insurrectos se
paseaban sin ningún contratiempo por la universidad y la ciudad, haciendo gala
de su militancia pero sin apenas ser tomados en serio por las policías
represoras. Los dirigentes a sueldo o chantajeados
por la Digepol y el Sifa fueron muchos e hicieron mucho daño (por ahí andan,
algunos afamados escuálidos). Importante
de ese período, que en el concepto de autonomía se fue privilegiando la famosa
“inviolabilidad” del recinto universitario, sobre otros contenidos de mayor
trascendencia… y lo que le paraba la policía a tal autonomía.
Ni adecos antiperezjimenistas ni izquierdistas anti
adeco-copeyanos tomaron en serio que la universidad tenía un entorno, ni
entendieron cabalmente ese decir atribuido a Mariano Picón Salas de que “Mérida
era una universidad con una ciudad por dentro”, y la universidad continuó
siendo un enclave. Y así fue que se
perdió o nunca se consiguió el rumbo de una universidad que, supuestamente, empezaba
a cambiar. La extensión universitaria se
limitó a actividades “culturales”, mayormente dirigidas a intelectuales y clase
media universitaria, placenteras pero inocuas, vacías, aisladas. El entorno universitario siguió siendo el
analfabetismo, la ignorancia, la enfermedad, la desigualdad, la explotación, la
miseria, la precariedad de la vivienda y las vías de comunicación, la falta de
servicios, etc., a pesar de que la división positivista por facultades formaba
profesionales que tenían que ver con esas lacras sociales, también emplazadas
en la propia universidad.
La docencia se convirtió en el más expedito camino para
copar el mínimo porcentaje de ascenso social permitida por sociedades del
tipo. Ingresaban pobres, porque el
origen de clase de cerca del 75% del estudiantado era el pueblo explotado, y
salían profesionales a quienes el día de la graduación los distribuidores
trataban de fiarles un automóvil y la empresa privada había ya pasado reclutando profesionales que no
fuesen como los “comunistas” que paría la UCV.
Como gocho practicante de la gochitud, puedo afirmar sin que califiquen
de “étnica” mi afirmación, que se trataba de la mejor universidad del mundo,
porque ingresaban gochos y graduaba doctores… ingresaban pobres y egresaban
profesionales Midas.
Todo eso me lleva a afirmar que la Universidad de Los Andes,
nunca tuvo rumbo y por eso, nunca lo perdió.
Y es que ni siquiera los fines clericales trazados en su origen fueron
cumplidos a cabalidad (eso es otra historia); durante el XIX y casi mitad del
XX, pasivamente fue aportando corto número de profesionales pasivos al país que
precariamente la mantenía (otra, otra historia); durante la segunda mitad del
XX acabamos de escribir sobre su falta de rumbo y en la actualidad, es un
estorbo atravesado en la historia.
Donde siempre ha tenido éxito, es en su participación en la
generación de la “ideología merideña”, telaraña tramposa en que han caído y han
sido devorados hasta revolucionarios de armas tomar, y que constituye una de
las piedras de tranca más importantes del desarrollo doctrinario de la zona. Continuaremos alguna vez, con mayor
inspiración. Saludos cordiales, mis
aguantadores lectores.
Fuera del artículo, una corta anécdota, que quizá matice en
algo lo expuesto antes: Ya encaminado estudiante de historia quise cursar otra
carrera y me inscribí en derecho… fui a una clase y salí horrorizado. Economía política, se llamaba la materia, que
se reducía a un programa sui generis de “materialismo histórico”, presente en
el currículo de casi todas las carreras de la universidad. El profesor era la referencia del
revolucionario de Derecho, comunista, militante del MAS. Entre a clase y de repente alguien comienza a
hablar de “marxismo” desde un púlpito, sí, un púlpito; no, no era una tarima,
era un púlpito, de más de dos metros de altura.
Coño, me dije, si este es el “revolucionario” de este antro, cómo serán
los demás, “reaccionarios” casi todos; me darán clase desde el mismo cielo… y
me fui para donde ustedes saben.