Desde Venezuela hacia Colombia el 
contrabando de gasolina sigue creciendo. El cronista Sinar Alvarado se 
metió en una de estas caravanas para contar el negocio por dentro, de 
hombres que ven acá su única oportunidad de vida. Este texto fue 
publicado por la revista Soho en su edición de febrero.
   Por Sinar Alvarado
            | 26 de Febrero, 2014 
  
- Fotografía de León Darío Peláez
 
La tierra se había vuelto oscura de 
tanto chupar combustible. Los árboles del patio seguían en pie, pero sus
 ramas se habían secado. Un olor penetrante flotaba en el aire. Junto a 
la casa, cuatro muchachos descamisados cargaban tanques en un camión. No
 había extinguidores; nadie usaba guantes ni botas ni overol. Solo un 
par de cuerdas y sus músculos tensos los ayudaban en la faena.
Chano, el conductor, sentado muy cerca con su barriga comba, le hablaba al ayudante, un wayuu también joven de pelo liso.
—¿Por dónde nos vamos?
—Dicen que por la Sierra.
En sus viajes semanales desde Maracaibo,
 en el occidente de Venezuela, hacia la frontera colombiana, Chano ha 
transitado rutas secundarias y trochas polvorientas, pero desconoce 
esta. Jamás ha cruzado la Sierra de Perijá, una zona boscosa que 
comunica ambos países.
—¿Muy empinao por ahí?
—Algo —dijo el guajiro—. Hay una subida pará, pero es una sola. Si pasamos esa, tamos listos.
—¿Y este carro sube?
—Sube, pero hay que sabelo llevá. Por ahí se vino Ramiro hace poco.
—¿Se vino con to y carro?
—Él se tiró. Se alcanzó a tirar, pero el carro sí se perdió con la carga.
Chano movió la cabeza, como negándose a ese destino. Miró el camión unos segundos, en silencio, antes de dar la orden:
—Revísale bien los frenos, que si fallan otra vez, nos jodimos.
El camión de Chano es un viejo Dodge 
modelo 79; tiene la carrocería picada y le chillan los amortiguadores, 
pero el motor funciona al pelo. Chano confía y siempre lo carga con 28 
tanques llenos de combustible: unas seis toneladas. Aquella noche los 
caleteros amarraron toda la carga y Chano llevó el carro a un terreno 
baldío frente a la caleta. Las luces de las casas iluminaban la vía, y 
el trajín de los contrabandistas agitaba el barrio cerca de la 
medianoche. Solo esperábamos la orden de salida.
Hacia el noroccidente de Maracaibo, en 
las parroquias más grandes y más pobres, hay centenares de casas donde 
almacenan y distribuyen el combustible. Constantemente reciben a los 
surtidores ilegales, tipos que compran gasolina y diésel en las 
estaciones de servicio y le pagan al despachador el doble de lo que 
compran, para luego vender la carga en las caletas. Desde esos barrios, 
donde la policía patrulla poco o nada, es muy fácil acceder a las vías 
que conducen hacia Colombia.
- Fotografía de León Darío Peláez
 
A medianoche pasó un flaco y convocó a 
una reunión donde la patrona. Era una india de manta rosada, que llevaba
 dos Blackberry en la mano, un collar y varios anillos de oro. A su 
alrededor giraban otras mujeres, también encargadas del negocio. Los 
conductores, obedientes, formaron un corro esperando instrucciones. La 
jefa habló:
—Los que van sin lona se tiran por la Sierra. Los otros, por el tubo.
Chano respiró aliviado mientras cada 
cual buscaba su carro. Desde varias callejuelas salieron camiones 
cargados que rugían con la aceleración. Uno a uno se fueron formando, 
hasta crear una fila de 20 que avanzó por una vía destapada. En 15 
minutos alcanzamos un punto de acceso a una carretera. Y allí, junto a 
la vía, nos esperaban un soldado de la Guardia Nacional y un policía, 
que controlaban el acceso como fiscales de tránsito. Por la carretera 
pasaba a altísima velocidad una caravana con camiones que pude contar: 
eran más de 80. Esperamos unos minutos mientras el largo tren del 
contrabando fluía. Entonces nos sumamos.
La gasolina en Venezuela se vende un 312
 % por debajo de su costo de producción. Muchos expertos petroleros 
están en contra del costoso subsidio, y uno de ellos, José Toro Hardy, 
exmiembro del directorio de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), calcula que 
el Estado dedica 12.000 millones de dólares anuales a proveer el 
combustible más barato del mundo. El litro de gasolina venezolana cuesta
 0,03 dólares, mientras Colombia la vende en más de un dólar. En ese 
margen está la ganancia fabulosa que sostiene el contrabando.
La sangría ilegal exporta unos 30.000 
barriles diarios (a 159 litros por barril), según datos oficiales. Pero 
todos los expertos aseguran que la cifra es mayor. El costo de esta fuga
 para el Estado venezolano ronda los 500 millones de dólares cada año.
Hoy el país con las mayores reservas de 
crudo importa gasolina en grandes cantidades: según la Administración de
 Información de Energía de los Estados Unidos, ese país vendió a 
Venezuela durante 2013 un promedio de 3,3 millones de litros de gasolina
 cada día, y a esto se suma otro poco que se compra a México y Brasil. 
Pdvsa compra el barril en unos 115 dólares; después, lo subsidia y 
prácticamente lo regala a sus consumidores, pues solo recupera un 2 % 
del dinero invertido. El volumen importado, que cubre un 6 % del consumo
 diario en el mercado venezolano, podría representar solo la mitad de lo
 que se va con el contrabando hacia Colombia.
En la punta de la caravana viaja siempre
 la mosca: un automóvil donde van las indias encargadas de negociar con 
la ley. Cuando llegamos a Cuatro Bocas, una alcabala de la Guardia 
Nacional, tres soldados se dedicaron a pasar revista cabina por cabina. 
Al llegar a la nuestra, Chano dijo un nombre:
—Estrella.
Y eso fue todo. Los choferes 
pronunciaban el nombre de alguna mujer, la delegada que transa con los 
oficiales. Todas son wayuu, la etnia que ha poblado La Guajira durante 
siglos y que todavía hoy controla los negocios en toda la zona 
binacional. Estrella, Mariela, la China… Los soldados anotaban en 
pequeñas libretas para llevar el control de lo que dejaban pasar. Así, 
más tarde, se sentarían con ellas a concretar la transacción: tantos 
camiones, tanto dinero que cada una de ellas pagaría y, a su vez, más 
tarde cobrarían a los contrabandistas.
Durante la mayor parte del recorrido íbamos en silencio. Chano y el 
guajiro, ambos veinteañeros bien vestidos, iban pendientes de lo que 
ocurría fuera de la cabina. Chano daba instrucciones para que el guajiro
 acomodara el espejo derecho; pedía agua o cualquier otra cosa. De 
resto, callaba. Cerca de las dos de la mañana abrió la boca de nuevo:
—¿Dónde está mi yerro?
Chano hablaba de su pistola, que no 
aparecía. Nos levantamos y buscamos, hasta que el ayudante la encontró 
metida en una ranura del cojín. Chano la guardó bajo su silla y siguió 
manejando en silencio.
Pasamos por la zona de Carrasquero y 
Molinete; allí buena parte de la población vive del negocio: hay 
choferes, ayudantes, mecánicos, caleteros, vigilantes, guardaespaldas.
Minutos más tarde llegamos al Tubo, una 
alcabala importante a mitad de camino, junto al río Limón. Allí 
confluyen varias rutas de contrabando. Al río llegan otros 
contrabandistas en lanchas, que arrastran el combustible en tanques 
sobre el agua. En la orilla hay camiones que reciben la carga y la 
llevan a la frontera. Otros, a veces, van por la Troncal del Caribe, la 
carretera que une a Maracaibo con el puesto fronterizo de Paraguachón.
En el Tubo estuvimos una hora detenidos,
 más de 100 camiones apretujados en un costado de la vía. Muchos 
apagaron los motores mientras los guardias ejecutaban su logística: 
peinaron el rebaño verificando a quién pertenecía cada carro; pasaron 
por los corredores que formaban las hileras de camiones; anotaron los 
datos y se fueron.
Muchos hombres bajaron de los camiones 
para orinar, revisar el motor o asegurar algún tanque flojo. Chano habló
 un rato con un colega que se paró al lado. Cruzaron anécdotas de sus 
viajes y hablaron de dinero, hasta que por fin el militar a cargo, algún
 coronel, dio la orden de paso. La caravana pasó frente a los militares y
 las guajiras que ya habían negociado el soborno. Desde una fotografía 
inmensa, Hugo Chávez, todavía presidente, miraba al horizonte junto a un
 discurso que hablaba de probidad y honor.
Cada tanto, cuando el contrabando se 
atasca, estalla en la Troncal del Caribe un conflicto que incomunica a 
los dos países. En 2011, la Guardia Nacional allanó varias caletas en 
Sinamaica, un pueblo guajiro, y quemó lo que encontró. En represalia, 
los contrabandistas y muchos vecinos suspendieron el tránsito durante 
cuatro días. El transporte comercial se detuvo, solo dejaban pasar 
ambulancias y cisternas de agua.
Para frenar el contrabando ha habido 
muchos intentos, pero todos han fracasado. Hace tres años, Pdvsa 
implementó el Programa Automatizado de Venta de Combustible, que la 
gente llama “el chip”: un dispositivo electrónico que sirve para 
controlar las veces que cada vehículo tanquea. Con este plan hay un 
límite de litros que puedes comprar cada semana. El sistema se 
implementó en los estados fronterizos, pero no ha logrado detener la 
sangría.
—¿Aló? ¿Dónde están ustedes? Nosotros… Por aquí… Donde se para la guerrilla.
Chano, que hablaba con un compañero, 
cortó la llamada y siguió manejando tranquilo. A los pocos minutos 
llegamos a un retén, aún del lado venezolano, justo cuando la mosca 
parqueaba junto a la vía. Las indias se estaban bajando para arreglar el
 negocio, y sobre la carretera nos esperaba media docena de guerrilleros
 armados. Todavía estaba lejos la frontera, pero las Farc, en una 
diligencia que parecía rutina, recibían su mordida a escasos kilómetros 
de dos puestos militares. Iban camuflados, con fusiles al hombro y 
barbas de varios días. Había dos mujeres, y todos llevaban brazaletes 
con su insignia. Los guerrilleros usaban el mismo sistema de chequeo 
rápido: los choferes no se detenían, apenas bajaban la marcha para decir
 el nombre de la guajira y seguir. En total, cada camión pagó esa noche 
6000 bolívares en sobornos (cuatrocientos dólares en ese momento).
Llegamos a Montelara a las cuatro de la 
mañana, después de recorrer unos 150 kilómetros. El caserío, con un 
centenar de predios, tiene una mitad en cada país y un arroyo seco que 
marca la división. Por todas partes hay parcelas de tierra demarcadas 
con alambre de púas, y centenares de tanques plásticos y de metal en los
 que se mueve el combustible.
El camión avanzaba entre crujidos y 
traqueteos por las callejuelas polvorientas todavía en penumbras. Los 
choferes se repartieron entre los distintos patios, listos para vender 
la carga a sus compradores de confianza. En uno de ellos, donde cinco 
camiones ya descargaban, estacionamos de retroceso. Chano negoció el 
precio de venta y hubo acuerdo: la ganancia esa noche fue de 1000 
bolívares por cada tanque (70 dólares). Él sacaría su tajada como 
conductor, y la mayor parte iría a las manos del capitalista que 
financió la carga.
Seguían llegando camiones entre pitos y 
cambios de luces. Había choferes que gritaban con sus celulares; 
negociaban precios y cantidades antes de tomar una decisión. Pronto 
llegarían también los colombianos dispuestos a comprar, con pacas de 
billetes tan grandes como una caja de zapatos.
Otro intento por detener el contrabando 
fue el de las cooperativas indígenas. En 2005, Álvaro Uribe y Hugo 
Chávez suscribieron un acuerdo que permite a 14 cooperativas importar 
combustible venezolano de forma legal, y venderlo en las 140 estaciones 
de servicio de La Guajira en un precio inferior al estándar 
internacional. Las cooperativas mueven 12 millones de litros mensuales: 
apenas una parte de los 50 o 70 millones que mueven los contrabandistas.
A las tres de la mañana salimos de La 
Paz, Cesar, a buscar el combustible. Íbamos cargados de tanques vacíos, y
 el viejo Ford volaba rumbo a la frontera con Venezuela. Recorrimos 200 
kilómetros en tres horas, cruzándonos con caravanas de contrabandistas 
que hacían su viaje de regreso.
—Toda esa gente viene full de gasolina 
—dijo el Flaco sin dejar de mirar la ruta. A mi derecha, con la cara 
cubierta por una camisa, su ayudante dormía.
Ya se asomaba el sol cuando llegamos a Carraipía, un pueblo arenoso 
ubicado muy cerca de la frontera. Allí mismo, al día siguiente, los 
noticieros reportarían la muerte de tres policías en una emboscada 
guerrillera. Aquella mañana estacionamos en una calle de tierra. El 
ayudante, un muchacho compacto, moreno, siempre callado y severo, sacó 
la guantera de raíz y cogió una bolsa de papel donde venía envuelto el 
dinero: cuatro millones y medio de pesos. El Flaco cerró las puertas y 
guardó la plata en una mochila. Teníamos que ir a Maicao para cambiar de
 moneda:
—Hay que comprá bolívares. Los venezolanos no reciben otra cosa.
El Flaco hizo una llamada y a los pocos minutos llegó un automóvil a 
buscarnos. Es un servicio que los contrabandistas usan por seguridad: si
 entraran a Maicao con un camión cargado de tanques plásticos, todos 
sabrían que llevan efectivo para comprar gasolina. Sería un robo seguro.
A las siete llegamos a la plaza del 
pueblo, donde se reúnen cada mañana decenas de cambiadores en oficinas y
 puestos callejeros. El Flaco tocó una puerta de vidrio oscuro y 
entramos a un cubículo estrecho: un tipo rechoncho de bigotes contaba 
dinero en una máquina.
—¿Cuánto traes?
—Cuatro y medio.
—La vaina está buena, te estás llenando.
—Qué va.
Hicieron la operación en silencio y a los pocos minutos salimos con una paca de bolívares tan grande como una caja de zapatos.
Desde La Guajira colombiana salen 
centenares de contrabandistas rumbo al Cesar. Viajan en caravanas de 
Renault 18, viejos bólidos que se compran por 2,5 millones de pesos: 
máquinas bien aceitadas bajo carcasas lastimosas que viajan a 
velocidades altísimas conducidas por pelaos; conductores suicidas que 
viajan con el pecho pegado al volante y 50 pimpinas de gasolina 
acomodadas con gran habilidad. Con frecuencia chocan, se matan, y sobre 
el asfalto quedan las huellas de sus conflagraciones frecuentes.
Al Cesar llegan también camionetas 
Bronco, de mayor capacidad, igualmente repletas con 100 pimpinas de 25 
litros cada una. Llegan además carrotanques en manadas, todos listos 
para surtir un mercado que es capaz de vender, cada semana, seis 
millones de litros de combustible. Es decir, 550 millones de pesos cada 
siete días.
El ayudante escondió los bolívares en el
 fondo de la guantera y salimos. Avanzamos unos pocos minutos hasta 
llegar a una finca ubicada a orillas de la carretera. Un niño wayuu 
vigilaba un portón que debíamos cruzar. El Flaco le dio un billete y el 
chico abrió. Allí empezaron dos horas y media de una marcha lenta, por 
un camino de tierra y piedras que impedía superar la primera velocidad. 
Vimos casas paupérrimas, criaderos de cerdos y chivos. Vimos un 
sembradío de maíz completamente abandonado.
Un kilómetro más adelante llegamos a un 
nuevo portón de madera, alto y pesado. A poca distancia se veía una casa
 amplia bien mantenida, con techo de teja y anchos corredores. Un hombre
 controlaba el acceso bajo la sombra de un árbol inmenso.
—Este es el retén más duro. De regreso, 
cuando vengamos cargaos, hay que pagá 30.000, pero el hombre mantiene la
 vía buena y nos deja trabajá. Hay otra ruta, cruzando otra finca, pero 
aquel tipo sí cayó en la mala con la guerrilla. Dicen que dejó de pagá 
la vacuna y un día le cerraron el paso. La guerrilla cogió tres camiones
 cargaos y los quemó. Ya nadie pasa por ahí.
Rayaba el mediodía cuando por fin llegamos a Montelara. De día se 
veía más claro el panorama: decenas de casas expuestas al sol del 
desierto; casas con techos de lata y cercas de alambre, ni un solo metro
 de pasto, pura tierra amarilla. Solo los wayuu, duros como el cuero 
seco de los chivos que pastorean, han sido capaces de sobrevivir en este
 infierno árido durante siglos.- Fotografía de León Darío Peláez
 
Los patios donde compran, almacenan y 
venden la mercancía se siguen multiplicando a un ritmo veloz. Se ven 
varios en construcción, armazones de madera y zinc que darán cobijo a 
nuevos expendios en cuestión de días. A uno de esos patios, regentado 
por el Mocho, llegamos con el camión. El Mocho apenas pasa los 30 años, 
pero lleva muchos en el negocio. Le falta un brazo, pero se mueve con 
agilidad usando el que le queda. Lleva siempre un sombrero de paja muy 
ancho que lo protege durante la jornada. Y mueve bastante dinero, pero 
gasta demasiado.
—Este vergajo ha tenío tres Toyotas y toítas las esmigaja —lo acusó el Flaco.
El otro sonrió con algo de vergüenza. Después ambos vieron pasar un camión nuevo y el Mocho ofreció:
—Le vendo uno igualito.
—¿Venezolano o colombiano?
—Venezolano.
—¿Robao?
—Pues claro, barato.
—Nombe. ¿Qué voy a hacé yo con un carro 
robao que no se puede usá en Colombia? Mejor termino de arreglá este 
—dijo el Flaco y pateó las llantas de su Ford, que todavía está pagando 
en cuotas mensuales.
Bajo aquel sol nocivo pasamos dos horas,
 mientras el Flaco y su ayudante llenaban los 24 tanques plásticos 
arriba del camión. En tierra, con una bomba, dos tipos con botas de 
caucho impulsaban el combustible desde sus tanques metálicos. Sudados y 
sucios, el Flaco y su ayudante contrastaban con sus colegas venezolanos:
 aquellos, ubicados muy cerca de la llave por donde sale el combustible,
 “vigilados” por autoridades más corruptas, viven de un oficio más fácil
 y más rentable.
Cuando por fin llenaron, arreglaron el 
negocio frente al rancho de lata que hacía las veces de oficina. El 
Flaco y el Mocho gastaron varios minutos contando los fajos. Y desde el 
terreno vecino, encaramado en una estructura en construcción, bajo el 
sol que no daba tregua, un obrero requemado miraba los billetes con la 
envidia dibujada en el rostro.
Antes de dejar Montelara paramos a 
almorzar en un ventorrillo. En una mesa contigua, dos contrabandistas 
intercambiaban anécdotas de robos y emboscadas: por estas tierras es muy
 frecuente que los bandidos intenten robar la carga a tiros.
El Flaco terminó de comer y se recostó en la silla con las piernas estiradas. Se veía cansado, pero también satisfecho.
—Uh, carajo. Quién estuviera en una 
oficina con aire acondicionao… Nombe, qué va. Yo toy muy acostumbrao a 
esto. Me gano 500 en un día; un millón. ¿Y quién me va a da trabajo a 
mí?
De regreso, con el camión cargado, pagamos doce peajes improvisados: 
niños harapientos y mujeres sin oficio cerraban el camino con una 
cuerda. Esa pobre gente veía pasar el dinero frente a sus casas y no 
podían dejar de participar. El Flaco llevaba un rollito de billetes 
listos para ir pagando. Su ayudante se quejaba:
—Este negocio tiene muchos socios.
—Cómo se hace, primo. Esta tierra es de ellos y si no quieren, no nos dejan pasá.
De Venezuela sale combustible hacia 
tantos lugares. Hay mafias que lo llevan a Brasil después de cruzar la 
selva; hay barcos atuneros que no pescan atún: en sus tanques 
clandestinos llevan derivados del petróleo a Aruba y Curazao. Hay, 
también, un ejército incontable de contrabandistas que mueven gasolina y
 diésel hacia Colombia, a través de la extensa frontera entre los dos 
países. Cruzan por Los Llanos en la zona del Arauca; por Los Andes en la
 región del Táchira; y por el norte, en rutas que cubren las tierras 
inhóspitas de La Guajira. Pero no hay —no conozco— un pueblo que haya 
sido secuestrado por el negocio como ocurrió con La Paz.
Dos noches antes del viaje a la frontera
 hice allí un recorrido. Me llevó Pacho, el rubio taimado, una suerte de
 contrabandista de bajo perfil. Su carro casi nuevo había sido adaptado 
para pasar desapercibido: limpio y bien mantenido, escondía bajo los 
asientos un tanque de 200 litros.
Aquella noche el pueblo hervía de 
actividad. Desde la entrada, a orillas de la carretera, vimos 
ventorrillos donde se despachaba gasolina a toda hora.
—Mira, ahí la venden y ahí mismo duermen —dijo Pacho.
- Fotografía de León Darío Peláez
 
En un tramo de 200 metros había decenas 
de casuchas construidas con láminas de metal y palos de madera. Adentro 
había cambuches y cocinas improvisadas, donde dormía el encargado del 
puesto. Y al lado, apoyada sobre el piso de tierra, la respectiva 
máquina dispensadora, los tanques para almacenar y, afuera, baldes, 
filtros y mangueras. Cada diez metros había un tarantín instalado, y 
todos competían desesperados por vender.
A menudo, la geografía bendice y 
condena. La Paz tiene 22.000 habitantes, y su ubicación ha sido 
fundamental en el negocio: el corredor por donde viaja el combustible 
desemboca aquí.
Los contrabandistas empezaron a viajar 
por esta zona desde los años cincuenta, cuando traían bultos de 
cigarrillos, luego marihuana y más tarde electrodomésticos. Desde 
entonces se trazaron los primeros caminos rurales, se empezó a sobornar a
 las autoridades y se acumularon las fortunas más antiguas. Así se 
perfeccionó el método que hoy sirve al negocio del combustible.
Los periódicos del Cesar publican con 
frecuencia alguna noticia relacionada con el contrabando: decomisos, 
capturas, heridos y muertos. Por esos días, en varios diarios, circulaba
 un informe elaborado por la Universidad Popular del Cesar y Ecopetrol. 
El informe contenía un censo con numerosos datos, entre ellos un conteo 
de las casas donde se almacena y se distribuye a otros lugares (320), y 
los puntos de venta directa (509). En aquel mapa, el pueblo parecía 
atacado por un sarampión virulento.
—¡Ojo, ojo!
Nos incorporábamos a la carretera en Carraipía cuando nos dieron la 
voz de alto. Ocho camiones cargados estaban escondidos en un potrero 
junto a la vía. Y una veintena de contrabandistas esperaban que se 
despejara.
—Hay ley, primo.
Estacionamos el Ford bajo un árbol y nos reunimos con los demás, 
sentados en la orilla de la carretera. Casi todos eran veinteañeros, 
excepto uno: un tipo que rozaba los 40 y era el más entusiasta. El tipo 
decía que estábamos perdiendo el tiempo, que debíamos avanzar y buscar 
la manera de atravesar el cordón policial.
—Somos bien cobardes nosotros. Ahí no 
puede habé más policías que contrabandistas. ¡Vamos, ellos se quitan 
porque se quitan! —insistía, pero los muchachos lo miraban entre 
incrédulos y divertidos.
En el cinto del pantalón, bajo la 
camisa, llevaba una pistola. Los muchachos reían mientras lo escuchaban,
 y el cuarentón caminaba en círculos agobiado por la ansiedad. Algunos 
hicieron llamadas tratando de recibir información. Y la consiguieron.
—¡Hay vía, hay vía!
Abordamos en tropel y retomamos el 
viaje. La caravana avanzó rápidamente, sin retenes ni policías a la 
vista. Solo encontramos una alcabala del ejército, pero el contrabando 
no figura entre sus competencias. El contrabando es asunto de la 
policía. Aquella tarde los soldados se hicieron a un lado y nos dejaron 
seguir. Después de muchas horas por caminos tortuosos, horas de polvo y 
piedras, era un alivio avanzar sobre asfalto uniforme. Cada minuto 
rendía muchos metros y daban ganas de seguir hasta La Paz, donde el 
Flaco vendería feliz sus 5000 litros de combustible.
Pero la fantasía duró poco. Más adelante llegamos a un punto donde debíamos decidir:
—Si nos tiramos derecho a lo mejor hay un retén, y toca pagá como 800. Si cogemos por Los Remedios vamos seguros.
Los Remedios era una nueva trocha, una de tantos caminos de herradura
 que cruzan La Guajira colombiana; pasadizos rurales que forman una red 
inabarcable, tan grande que los policías no pueden cubrirla.Rápidamente el sendero empezó a reducirse, hasta convertirse en un pasadizo lleno de maleza y grandes árboles, donde el Ford traqueteaba rozado por la vegetación. Cruzamos bosques y ríos, y en un momento dado empezamos a ascender.
—Aquí más adelante tenemos que repartí la carga.
—¿Cómo así?
—Vamos muy pesaos. Ahí se para siempre un
 camión que uno le paga y ayuda a subí una loma que viene más alante. Si
 subimos así como vamos, es peligroso.
Pero llegamos al punto y no había nada. Solo un anciano y otro tipo que fumaban callados en medio de la oscuridad.
—Oiga, primo, ¿y el carro que sube carga?
—Ese no vino hoy. Ta por allá abajo haciendo un mandao.
—Ah, carajo.
—¿Cuánto lleva? ¿Muy pesao?
—24.
—Ah, así no sube. Mejor deje la mitá 
aquí. Sube, deja la otra parte allá arriba y viene a buscá esta. Así va 
seguro. Cargao es mucho riesgo.
El Flaco se lo pensó unos segundos y decidió:
—Yo subo solo, por si acaso. Ustedes se van a pie.
Y arrancó dejando una espesa nube de 
polvo. El ayudante echó a correr cuesta arriba, y en pocos minutos me 
quedé solo. Grité y silbé varias veces, pero nadie respondió. Arriba, 
por el camino serpenteante, solo se veían las luces del camión que se 
alejaba en la oscuridad de la montaña. El ruido del motor se desvaneció 
cuando cruzó la última curva, y el silencio, apenas roto por la brisa, 
se adueñó de todo.
Costaba distinguir el camino en aquella 
noche sin luna. A un lado estaba el cerro; al otro, el abismo. Por 
seguridad me mantuve del lado derecho, tropezando a cada rato con los 
desniveles del camino. Jadeaba y sudaba a chorros, aunque la noche era 
fresca. Lo que sentía era angustia y físico miedo. ¿Cuánto tardaría en 
llegar a la cima? ¿Estarían esperando? Cada tanto me detenía a descansar
 y miraba hacia arriba: un espectáculo abrumador de estrellas se 
amontonaba en el cielo; las copas de los árboles describían una danza 
majestuosa. Daban ganas de quedarse a esperar la luz del día, pero tenía
 que salir de allí. Así que caminé, y al cabo de una hora por fin llegué
 a lo alto del cerro. Con el viejo Ford estacionado, el Flaco y su 
ayudante esperaban impacientes.
—¡Vámonos, de una!
Dimos toda esa vuelta, de casi cinco 
horas, solo para evitar un retén policial que ni siquiera era seguro. 
Pero ante el riesgo de perder la carga, cualquier travesía es 
preferible. La ruta nos devolvió a la carretera y paramos cerca de la 
medianoche a descansar en el patio de un taller, donde nos encontramos 
con otros compañeros de viaje. Allí, parapetados en la cabina del Ford, 
incómodos y extenuados, dormimos por primera vez en 20 horas de viaje.
Pacho y su cuñado Ramón comparten un 
patio en San Diego, un pueblo ubicado a solo cinco kilómetros de La Paz.
 Allí la historia es otra: aunque está muy cerca del emporio gasolinero,
 San Diego no se ha contagiado por el gusanillo de la fortuna súbita. 
Hay algo en el espíritu de sus habitantes —alergia al riesgo, aprecio 
genuino por el sosiego— que los vuelve reacios al azar. Pacho y Ramón 
son los únicos que venden combustible. Sus casas dan a un patio común, y
 allí, detrás de un portón alto y sólido, se ve el desorden del negocio:
 un tanque de 1000 litros, decenas de pimpinas, mangueras, una bomba, 
dos carros con tanques secretos y una camioneta.
Aquella mañana, antes de salir de La 
Paz, estaban afanados: Ramón preparaba un embarque de diésel que 
llevaría a Cuatro Vientos, un caserío ubicado a tres horas hacia el sur,
 viajando por una trocha casi intransitable (allí se venden entre 30 y 
40 carrotanques semanales de combustible para tráfico pesado). Cuanto 
más se aleja el combustible de la frontera, más caro y rentable se 
vuelve.
Mientras Ramón llenaba el tanque de su 
sedán, Pacho descargaba el suyo con método, muy limpio, casi siempre en 
silencio. Había inclinado el carro para facilitar la tarea, y llenó 
varias pimpinas de gasolina ayudándose con la gravedad y chupando a cada
 rato la punta de una manguera. Pacho ha trabajado siempre en el negocio
 del transporte público:
—Pero eso ya no da, primo. Los piratas 
perratearon el negocio y ya uno estaba trabajando por 10.000 pesos 
diarios. ¿Quién vive con eso? La idea mía es ahorrá y comprá un taxi, y 
salime de esto, primo. Esto es muy peligroso, vive uno con la muerte en 
la espalda: 200 litros de gasolina en un carro. Una bomba.
Pero salirse no es fácil. El problema de
 Pacho y Rafa es el mismo de tantos otros: ni siquiera terminaron el 
bachillerato. Esta zona, ahora dominada por las multinacionales del 
carbón, solo ofrece oportunidades a unos pocos, y hay que estar 
preparado. El contrabando es la tabla que ha salvado a muchos del 
naufragio. La Paz es solo un caso, el prototipo que refleja la situación
 de muchos pueblos del Caribe colombiano: allí hay un 80 % de desempleo,
 y tres cuartos de la población vive de la gasolina. El 58 % de los 
hombres que se dedican al contrabando no tienen formación para aspirar a
 un trabajo bien remunerado.
Pacho suspende un momento la carga de su
 carro para vender un poco de gasolina a un cliente que acaba de llegar.
 Pacho recibe el billete y llena el carro con una pimpina. En la última 
maniobra derrama un poco de líquido y reacciona doblando la manguera. 
Parece que en ese momento, cuando mira la mancha de gasolina en el 
suelo, surge la reflexión:
—Este negocio no se acaba nunca, primo. En Venezuela esto es agua, y acá es oro.
A las dos de la mañana nos despertó el 
ruido de una caravana. Más de 20 camiones pasaban cargados por la 
carretera, uno tras otro, como un tren decidido y sin obstáculos. El 
Flaco prendió el Ford y nos fuimos.
Tuvimos que volar para alcanzar al 
último de la caravana, pero era un viaje que debíamos aprovechar: cuando
 los contrabandistas se juntan, es más difícil detenerlos, y también es 
más fácil negociar. En la caravana iban dos carrotanques y varios 
camiones que le pertenecían a un “duro”: algún capitalista con músculo 
para sobornar a la autoridad donde fuera necesario. Los demás íbamos 
colados. Así pasamos por varios pueblos, mientras la mosca, una Toyota 
blanca, iba en la punta arreglando con la policía. Cada vez que 
llegábamos a un retén, la mosca se estacionaba junto a la patrulla de 
turno. El patrón pagaba por sus carros, pero también pagaba por nosotros
 y por cualquiera que se hubiera adherido. Más adelante el Flaco tendría
 que responder.
Faltaban unos pocos kilómetros para 
llegar a La Paz. Pero algo salió mal: la noche anterior habían instalado
 un puesto móvil de la policía antes de entrar al pueblo. Así pretendían
 detener la entrada de gasolina que venía bajando desde La Guajira. La 
mosca desvió y nos metimos a un pueblo llamado La Jagua del Pilar.
Amanecía y muchos vecinos barrían o 
regaban sus jardines. Miraban la caravana con asombro; jamás habían 
visto pasar por allí un grupo de contrabandistas. Pero colaboraban: en 
varias esquinas los viejos del pueblo nos guiaban con señas. Pronto 
salimos y empezamos a ascender una nueva serranía. La caravana parecía 
una serpiente ruidosa que reptaba por el costado de la colina. Subíamos y
 el clima se enfriaba, hasta que nos encontramos en lo alto con un clima
 templado. Desde allí veíamos toda la llanura del Cesar, la región que 
íbamos a suplir de combustible en pocas horas.
Cada tanto nos deteníamos a esperar 
información. Eran recesos breves, no más de cinco minutos, mientras el 
patrón recibía datos de sus informantes ubicados en la vía. Así nos 
asegurábamos de encontrar el camino libre. Después bajamos, atravesando 
dos pueblos de montaña detenidos en el tiempo: casas de barro y caña 
brava, gente con la inocencia en la mirada. Y por fin, con la cabina 
cubierta de tierra, después de respirar mucho polvo, llegamos a La Paz, 
de donde habíamos salido 30 horas antes. La mosca se detuvo y el patrón 
se acercó.
—Me debéi 200; te pagué tres retenes. En Urumita se querían poné brutos: les iban a echá plomo a ustedes.
 —Qué va, eso es puro terrorismo que meten pa que uno pague.
El Flaco restó importancia a la amenaza y
 convino que pagaría al llegar al parqueadero. Arrancamos y entramos al 
pueblo. Por todas partes había movimiento de camiones y carrotanques que
 llegaban a surtir. El Flaco vendería al día siguiente, después de 
descansar. Sus cuatro millones y medio se habían convertido en nueve. De
 allí sacarían los gastos del viaje, el pago del ayudante y la ganancia.
 Con el capital de siempre en dos días, saldría otra vez rumbo a 
Montelara.
Estacionamos, bajamos del Ford y 
caminamos rumbo a la calle. Por primera vez en un día y medio, pensé, 
nos libraríamos del constante olor a gasolina. Pero qué va: cuando 
avanzamos por el parqueadero, nuestros pies se hundían en el suelo 
húmedo. Allí, otra vez, la tierra se había vuelto oscura de tanto chupar
 combustible.