Posted: 14 Jun 2017 06:25 AM PDT
Martin Shkreli
¿Quién sería capaz de comprar la patente de un medicamento irreemplazable para salvar la vida de enfermos de cáncer y sida y multiplicaría su precio de los 13,50 euros por pastilla a los 750?
¿Quién repetiría la misma operación con otras medicinas de enfermedades raras que salvan vidas en el tercer mundo?
¿Quién, con la inmensa fortuna así amasada gracias a su empresa Turing Pharmaceuticals, se compraría una máquina Enigma de encriptación de las que usó Hitler y descifró Alan Turing?
¿Y quién diría con desprecio al ser preguntado por todas esas operaciones: “Son legales: se llama capitalismo”?
¿Y quién tendría razón –me temo– al responder así y obligaría a replantear todo el sistema de investigación farmacéutica?
Martin Shkreli es
su nombre y con sólo 33 años se ha convertido en el empresario más
odiado para media América. Y para Hillary Clinton, quien, durante su
fracasada campaña, convirtió a Shkreli en el símbolo de la avaricia sin
alma ni límites que distorsiona el libre mercado.
Y al propio Shkreli no parece incomodarle su papel de villano sin escrúpulos.
De
hecho, se siente orgulloso de la operación con la que multiplicó un
5.000% el precio del Daraprim, un tratamiento incluido en la lista de
“medicamentos esenciales” por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Sin esta droga, quienes sufren daños en su sistema inmunitario, como la
toxoplasmosis, pueden padecer ceguera, infecciones, malformaciones al
nacer de una madre afectada o, simplemente, la muerte. Al ser preguntado
al respecto, el emprendedor argumenta sin empacho: “La cuestión no es
si esto es ético; o cuánto pagué por la patente; la cuestión es cuándo
fue inventado. Y la respuesta es que debería ser incluso más caro”.
Y
técnica y legalmente –sin duda no éticamente– el empresario no está
errando. La actual legislación americana le permite estas maniobras.
Pero,
¿por qué el libre mercado no responde, apuntarían los economistas
clásicos, creando otro medicamento que sea menos irracionalmente caro?
Pues
también los clásicos responderían que porque el libre mercado en este
caso no lo es tanto, puesto que la autoridad farmacológica, la Federal
Drug Administration, obliga a los nuevos medicamentos, que podrían
competir a precio razonable con la avaricia de Shkreli, a superar un
largo periodo de duras pruebas.
Mientras
los legisladores discuten, el filibustero farmacológico sigue
forrándose tras haber detectado la incoherencia del sistema para
aprovecharse de ellas. Ha impedido con cinismo indignante a otras
farmacéuticas acceder a las pruebas médicas controlando todos sus
canales de distribución.
Y ha
iniciado otras maniobras para hacerse con otras patentes de medicinas
que curan enfermedades mortales. Es un tipo listo –así se autodefine– y
quiere repetir el plan no menos “ingenioso” de multiplicar su precio.
“Cuando Rockefeller controlaba el precio del petróleo –se justifica– y
lo multiplicaba tampoco estaba haciendo nada ilegal”.
Tras
inflamar las iras de los perdedores con Hillary Clinton, Shkreli se ha
declarado ferviente admirador de Trump y ha coqueteado con los alt-right
(derecha alternativa), que defienden el supremacismo blanco sin tapujos
al tiempo que se colocan en la nueva administración.
Y
la bolsa le ha dado la razón al premiar a los valores farmacéuticos que
estaban siendo penalizados en los últimos meses ante la promesa de
Clinton de racionalizar la industria e impedir abusos como los de
Shkreli.
La personalidad del
magnate más odiado de América no le ha ayudado a hacer más digerible su
avaricia. Combina una cortesía decimonónica con una exhibición de frases
ingeniosas e hirientes que son celebradas por sus seguidores –sí, los
tiene y a miles– en las redes.
Estilizado,
de una palidez transilvana, se permite incluso destellos de ternura,
como cuando en una visita a Disneylandia, tras pasear con Mickey Mouse,
comentó el coste de la entrada: “De 3,50 $ en 1971 a 105 $ hoy: ¡Eso sí
que es hinchar los precios!”
Sus
maniobras de mercado resultan literalmente letales para los enfermos
pobres, entre los que se hubieran encontrado antaño sus padres y él
mismo. Su madre fregaba lavabos y su padre era portero en una finca
donde también mantenía limpia la escalera. Inmigrantes albaneses, aún
hoy no hablan bien inglés, que invirtieron sus ahorros en dar una
educación universitaria a su hijo.
Y
el wunderkind de las patentes farmacológicas proclama hoy que sus
padres están orgullosos de él, “porque soy como Robin Hood: investigo
enfermedades que no importan a nadie”.
Como
en otros grandes villanos, el único punto débil de Shkreli está en su
virtud: para unos su sana ambición, para otros su rapaz avaricia. Media
América festejó el lluvioso día de diciembre pasado en que el FBI le
detuvo en su casa bajo la acusación de dirigir un fraude piramidal “a lo
Ponzi” para estafar a sus inversores once millones de dólares. De
momento, el empresario disfruta de libertad bajo fianza y tacha el
proceso de ”montaje político”. Pero, por si acaso, ya ha sido celebrado
por la otra media América, la de sus seguidores: “Sé de buena fuente que
los reclusos –ha publicado– son mis fans”.
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