Por: Luis Britto García | Lunes, 30/10/2017 10:46 AM
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“La Unión
Soviética no se disolvió por voluntad de sus ciudadanos. En el referendo
de 1991, votaron 113.512.812 por preservarla (77,85%) y sólo 32.303.977 por
disolverla (22,15%).”
Recorro
la Plaza Roja entre copos de nieve diminutos como granos de sal, y recuerdo.
La Unión
Soviética no se disolvió por voluntad de sus ciudadanos. En el referendo
de 1991, votaron 113.512.812 por preservarla (77,85%) y sólo 32.303.977 por
disolverla (22,15%).
En la
Unión, como en todas partes, el neoliberalismo entró con sangre. El Poder
Legislativo Soviético designó constitucionalmente Presidente a Boris Yeltsin.
Este impuso administrativamente reformas neoliberales que acarrearon
descontento y desabastecimiento. El Poder Legislativo, que lo había designado,
también constitucionalmente lo destituyó.
Yeltsin
hizo cañonear con tanques al edificio del Poder Legislativo y a los ciudadanos
que acudieron inermes a defenderlo, con saldo de 197 asesinados, según fuentes
oficiales, o de dos mil, según las extraoficiales. Con esta democrática masacre
Yeltsin disolvió el Parlamento y los Consejos obreros, y subastó por miserias
el patrimonio acumulado por la Unión Soviética en tres cuartos de siglo.
Pero
¿cómo prevalecieron la facción neoliberal del ejército y la burocracia
contra la mayoría de más de 113 millones de soviéticos?
Desde sus
comienzos, la Unión debió invertir parte excesiva de su producción en una dura
carrera armamentista, primero para consolidar la Revolución, luego para vencer
en la Segunda Guerra Mundial, finalmente para sobrevivir a la Guerra Fría.
Desde 1972, Nixon aflojó la presión de la carrera armamentista contra la
República Popular China. Ello le permitió a ésta concentrarse en su economía
productiva, y arrojó contra los soviéticos el peso de mantener el equilibrio
del terror en el cual se basaba el mundo, para lo cual debieron erogar
dispendios exorbitantes contra amenazas como la Guerra de las Galaxias o la MAD
(Mutua Destrucción Asegurada).
Un
esfuerzo defensivo de esta talla colosal no se mantiene sin un cierto grado de
autoritarismo, propiciado por la herencia cultural de la autocracia zarista.
Posiblemente ello contribuyó a que el aparato partidista disminuyera el
contacto con las masas y acumulara privilegios. Trotsky afirmó que los
administradores soviéticos formaban una nueva casta; Milovan Djilas en La
Nueva Clase y Michael Voslensky en Nomenklatura:
The Soviet Ruling Class sostuvieron que integraban un estrato cerrado
y privilegiado; Tony Cliff los consideró una nueva clase en sus escritos sobre
el Capitalismo de Estado; incluso el Che Guevara, en un manuscrito durante
mucho tiempo inédito, afirmó que las prácticas y vicios capitalistas habían
comenzado a infiltrarse en la Unión. Este proceso avanzó hasta que
algunas dirigencias, como las de Gorbachov o Yeltsin, proyectaron pasar
de administradores privilegiados a propietarios absolutos.
Por otra
parte, desde la Segunda Guerra Mundial el planeta vivió procesos de descolonización
que desintegraron imperios como el británico, el francés, el belga, el alemán y
el holandés. La Unión Soviética resultó de una agregación política que culminó
con Iván IV, llamado el Terrible, en el siglo XVI. No es extraño que medio milenio
más tarde se desagregara parcialmente, incluso contra la voluntad de
cerca del 80% de sus integrantes.
Pérdida
colosal, pero no irreparable.
brittoluis@gmail.com