Por ahí leo que los ex pertos se inquietan de la deuda
soberana del campo de flores bordado. Parece que la gestión del billete
nacional es dispendiosa e irresponsable. Aun cuando los gobiernos de
Bachelet en particular, y los de la Concertación/Nueva Mayoría en
general, no son mi taza de té, me sorprende la campaña del terror
desatada a propósito de una deuda pública que, para bien o para mal, es pecata minuta.
De 1990 en adelante los gobiernos no han hecho sino
administrar el capitalismo puro y duro que hoy llaman neoliberalismo.
Más papistas que el Papa, inventaron eso del superávit estructural, o
sea gastar menos de lo que se tiene, conformemente a lo que dispuso el
Consenso de Washington, y a las órdenes del FMI. Aylwin, Frei, Lagos y
Bachelet cuidaron con un celo respetuoso y servil los criterios que
debían garantizarle a Chile un buen puesto en el ranking Doing Business del Banco Mundial.
Un Estado mínimo, con un presupuesto mínimo y una carga
impositiva mínima, es un criterio de excelencia. Ofrecerle al gran
capital un entorno previsible, garantizado, desprovisto de
incertidumbre, en pocas palabras Jauja, es la brújula que les ha guiado
durante 27 años. De deuda… nada. Si buscas en Internet, obtienes la
respuesta siguiente: “En 2016 la deuda pública en Chile fue de
47.537 millones de euros (52.619 millones de dólares). Chile está entre
los países con menos deuda respecto al PIB del mundo.” Una deuda
pública que representa un 18,5% del PIB, allí donde los EEUU están en
torno a un 120%, Japón en un 235%, Alemania en un 72% e Italia en un
132%… ¿Una hazaña?
No es que no haya necesidades, que las hay. Pero si el
Estado aumenta la inversión social, la escandalera que arman los ex
pertos y los think-tanks del riquerío es estrepitosa. En el
marco de la Constitución de Pinochet –aún en vigor– el Estado es caca.
Esa pseudo verdad –que el Estado no debe ni intervenir, ni gastar, ni
invertir, ni mezclarse en la economía real–, satura el cacumen ya no
solo de los chamanes de la derecha, sino el credo de los progresistas, de la “centroizquierda”, de los moderados, de los políticos res-pon-sa-bles.
El fenómeno tiene su genealogía. Es interesante conocer su génesis. En su monumental obra “Debt: the first 5.000 years”, David Graeber señala lo que sigue:
“…durante la crisis petrolera de los años 1970 los
países de la OPEP habían depositado una parte tan grande de su nueva
riqueza en los bancos occidentales que estos se preguntaban dónde
invertir ese dinero: Citibank y Chase enviaron entonces emisarios a
todas partes para intentar atraer a los dictadores y a los políticos del
Tercer Mundo a tomar créditos (en esa época bautizaron ese activismo
como “go-go banking”); muy bajas cuando la firma de los contratos, las
tasas de interés subieron después a un nivel astronómico, en torno al
20% anual, como consecuencia de la política monetaria restrictiva
impuesta por los EEUU a comienzos de los años 1980; fue esta situación
la que, en los años 1980 – 1990 provocó la crisis de la deuda del Tercer
Mundo.”
En Chile las consecuencias fueron desastrosas: quebró
todo el sistema financiero. Los bancos, que aprovecharon la ganga del
dólar fácil y barato para ofrecer generosos créditos en pesos, se
encontraron, de la noche a la mañana, en la imposibilidad de pagar sus
deudas contractadas en dólares. Como de costumbre, fue el Estado el que
se encargó de pagar la borrachera privada.
David Graeber precisa cómo arreglaron el pastel:
“…para obtener un refinanciamiento, los países
pobres debieron someterse a las condiciones impuestas por el FMI:
suprimir toda “subvención a los precios” de los productos básicos,
renunciar incluso a mantener reservas alimentarias estratégicas, y terminar con la gratuidad de los servicios médicos y de la educación…”
De ese modo los Estados pudieron liberar los recursos
financieros necesarios para pagar la deuda contraída por los bancos
privados, y de paso generaron dos gigantescas oportunidades de negocio:
la salud y la educación de pago. Como puede verse (la reciente crisis de
los subprimes ofreció la brillante confirmación), si para la
Sanidad y la Educación públicas nunca hay plata, para rescatar un
sistema financiero privado siempre hay dinero: el dinero público.
Si la deuda soberana chilena es tan modesta se debe,
entre otros, a que el Estado descarga una parte esencial del costo de
los cuidados médicos y de la educación en los hogares. De ese modo la
carga tributaria puede ser mantenida en niveles miserables comparada,
por ejemplo, con los países de la OCDE (grupo de países del que Chile
forma parte).
Si en la OCDE el promedio de la carga impositiva se
sitúa en torno al 33%, en Chile apenas llega al 20%. Según el año
considerado, el producto del IVA y los impuestos al tabaco y a los
alcoholes cubre hasta un 60-70% de los presupuestos del Estado. La
actividad industrial y comercial aporta un magro 15%.
Lo que precede contribuye a determinar la regresiva
distribución de la riqueza creada por 17 millones de chilenos: si el
trabajo recibe apenas un 30% del PIB, el capital se apodera del 70%. La
concentración de la riqueza en pocas manos también tiene una genealogía.
La guinda encaramada encima de la torta: si en la
práctica Chile no tiene deuda soberana, los chilenos sí: cada hogar
chileno, en promedio, debe más del 70% de su salario disponible anual.
Las condiciones de esa deuda no tienen mucho que envidiarle a las que
presidieron el muy precoz endeudamiento de los Estados latinoamericanos
apenas accedieron a la independencia.
Éric Toussaint, en su erudito libro “Le système dette – Histoire des dettes souveraines et de leur répudiation”,
cuenta lo siguiente: en el año 1824, México recurrió a un crédito en
Londres. El banco encargado de la operación, B.A. Goldshmidt & Co.,
declaró que había vendido los títulos de la deuda mexicana en 58% de su
valor facial. En otras palabras, que puso en venta títulos por un monto
total de 3 millones 200 mil libras, y que había recaudado solo 1 millón
850 mil. De ese monto, B.A. Goldschmidt & Co. descontó su modesta
comisión, o sea 750 mil libras. En resumen, México recibió apenas 1
millón 100 mil libras, pero su deuda ascendía a 3 millones 200 mil.
Hay que comprender que el banco no corrió ningún riesgo:
su tarea se limitó a venderle los títulos de deuda soberana de México a
terceros.
Entre los años 1824 y 1831, a pesar de una suspensión de
pagos, México rembolsó 1 millón de libras en capital y 500 mil en
intereses. Pero aún debía pagar 6 millones en capital e intereses. La
tasa de interés había sido fijada en un 5%, que México debía pagar sobre
el total nominal, aun cuando recibió solo un 35% del monto global del
crédito.
En pesos mexicanos, si México recibió solo 5,7 millones,
tomando en cuenta los intereses se comprometió a pagar, en un período
de 30 años, 40 millones de pesos: 16 millones en capital y 24 millones
en intereses. La proporción es inimaginable: por cada peso recibido
efectivamente, México tuvo que pagar 7.
Cualquier parecido con lo que ocurre con los créditos al consumo en el campo de flores bordado no es pura coincidencia.
En cuanto a México, sería largo contar que la oligarquía
mexicana hizo negocios comprando los títulos de la deuda a precio de
huevo, exigiéndole luego a su propio país el pago del cien por ciento.
Para lograrlo, algunos de ellos llegaron al extremo de adoptar la
nacionalidad inglesa. Es lo que los poderosos llaman patriotismo. ¿Hay que precisar que fue el pueblo mexicano el que pagó hasta el último centavo?
La larga historia de la deuda soberana ilustra el
comportamiento de los poderosos. En el Chile actual les conviene reducir
la intervención pública en la economía para multiplicar las
oportunidades de negocios privados. Al mismo tiempo, si la deuda del
Estado se reduce a un 18,5% del PIB, la deuda privada –excluyendo las
instituciones financieras y los hogares–, gira en torno a un 130% del
PIB.
El día que se produzca un percance cualquiera, –como el de principios de los años 1980, u otra crisis en plan subprimes–, puedes apostar tu magnífica pensión AFP a que será, una vez más, el pueblo de Chile el que pagará los platos rotos.
Ah… la deuda…