Hace poco releía Mujer en punto cero de la egipcia Nawal El Saadawi, publicado este año en España gracias a una nueva edición de Capitán Swing. Esta novela testimonio narra la vida de Firdaus, una prostituta egipcia que asesina en defensa propia a su proxeneta y que está a punto de ser ejecutada. El Saadawi publicó este libro en 1975, pero tiene absoluta vigencia por su denuncia del abuso sexual, el femicidio, y, en definitiva, todo un sistema político, religioso, económico y social que condena a la mujer a la explotación y el maltrato.
Comentaba en estas reflexiones que la lectura de Mujer en punto cero me recordó a otra que hice hace años: el testimonio de Lidia Falcón En el infierno: ser mujer en las cárceles franquistas, escrito clandestinamente desde la prisión de Yeserías en 1973, publicado en 1977. Falcón denuncia, con la fuerza y la urgencia del momento, cuestiones similares a las de El Saadawi, centrándose en el contexto de la dictadura franquista, que criminaliza a la mujer por defender sus derechos humanos y civiles.
La lectura de Potosí, de Ander Izagirre, me ha premiado con el recuerdo de otro testimonio feminista: el de Domitila Barrios, la boliviana más visible en la historia de la defensa de los derechos de la mujer obrera, cuyo testimonio Si me permiten hablar, transcrito por la antropóloga Moema Viezzer, se publicó en 1977. ¿Se trata de una coincidencia que en un periodo de dos semanas me haya topado con estas tres feministas que publicaron sus obras con una diferencia de dos años, las tres denunciando la opresión de la mujer en contextos sociales y políticos represivos? Tal vez no lo sea tanto. Las reivindicaciones de todas ellas siguen estando todavía vigentes (sí, también las de Lidia Falcón; si no, piense en los 64 femicidios en lo que va de año en España). Como demuestra Ander Izagirre en su magnífica crónica, aquello por lo que luchó Domitila Barrios, de cuyo testimonio se nutre el autor, está muy lejos de haberse conseguido para las mujeres bolivianas, sobre todo las que viven de o en torno a la minería de Potosí.
“—LAS MUJERES NO PUEDEN entrar en la mina —dice Pedro Villca—. Imagínese que una mujer entra. Entonces, cuando le viene la siguiente menstruación, la veta de mineral desaparece. La Pachamama esconde la veta, por puros celos” (7). Así empieza Potosí, un libro que ofrece historia, análisis actual, entrevistas, reflexiones, todo ello relacionado y trenzado con inteligencia y aparente sencillez. Potosí es una crónica de las brutales condiciones de explotación en el Cerro Rico actual que indaga en la historia que ha hecho posible llegar hasta este presente desesperanzador. Es también una denuncia de las condiciones de la mujer dentro y fuera de la mina, una reivindicación de su papel en la historia de la resistencia contra la explotación, y la crónica de sus continuos fracasos ante un machismo aniquilador.
No detallaré el recorrido histórico ni los datos abrumadores sobre pobreza, mortandad y contaminación medioambiental que aporta Izagirre. Esos hay que ir digiriéndolos poco a poco y es él quien elige, sabiamente, cuándo ir soltando sus pequeños fardos de dinamita. Sí creo que debo destacar el impulso ético de este libro, que no aparece explícitamente reflejado en forma de juicio moral. Pero está ahí. Se siente. Tal vez porque Izagirre establece minuciosamente el curso de la historia, una historia que comienza con el descubrimiento de la gran riqueza de Potosí, pero no deja que nos engañemos: “El secreto de Potosí no era […] sólo la plata: era la mano de obra esclava, los costes de extracción muy bajos, el enorme margen de ganancias. La riqueza de Potosí no era la plata. La riqueza de Potosí era el indio” (25). O nos hace partícipes de esas ironías de la historia: “La coca, condenada en 1551 por el Primer Concilio Eclesiástico de Lima a causa de sus propiedades diabólicas […] fue pronto reautorizada cuando se comprobó que, gracias a sus efectos estimulantes, los mitayos podían aguantar dos días seguidos trabajando sin comer (31).
Páginas más tarde veremos que también la coca vino a salvar a los poderes fácticos, ya en 1985, cuando las medidas de liberalización y privatización de las minas impulsadas desde Estados Unidos dejaron en la calle a más de veinte mil mineros, de los cuales muchos se reciclaron en los campos de cultivo de coca. Así nos va presentando Izagirre una historia en la que la tónica general es el enriquecimiento de unos pocos (ya fuera el poder colonial, el Barón del Estaño Simón Patiño al principio del Siglo XX, los sucesivos dictadores de los 60 y 70 o los mafiosos de las falsas cooperativas actuales) frente a la pobreza más abyecta de miles.
Entonces, por una parte, Izagirre muestra un compromiso con una verdad histórica innegable de abuso y explotación. Por otra parte, está su compromiso con el presente: mostrar la violencia y la pobreza extrema sin caer en la espectacularización o la banalidad; ofrecer las vivencias y los testimonios de las personas afectadas sin melodrama ni condescendencia, pero sí con una honda empatía; averiguar, preguntar, investigar, sin dejarse llevar por la desesperación que provocará vivir impotente ante tanta injusticia, sabiendo que cuando él se vaya, las víctimas de esa injusticia seguirán sufriéndola.
A través de estas mujeres Izagirre descubre el mundo brutal al que se enfrentan no sólo ellas, sino todas las mujeres del entorno minero: violaciones dentro y fuera de la familia, maltrato físico constante, explotación laboral, engaños y abusos por parte de los cooperativistas, malnutrición, enfermedades constantes, y un largo etcétera de miseria. Ellas están presentes en todo el texto, desde el principio: interrumpen la historia con sus testimonios, sus voces, sus historias. Son, en definitiva, su núcleo y su motor. Y son, las que al final, hacen a Izagirre pensar sobre la (in)utilidad de escribir un libro sobre esta historia: “la sospecha de que el libro a ellas no les servirá de nada. Bolivia también es, desde hace décadas, uno de los países exportadores de historias sensacionales […], venimos a buscar historias de miseria y violencia, que luego en nuestra casa nos lucen mucho y que a las protagonistas pocas veces les sirven de algo” (197).
Yo tampoco sé si este libro servirá de algo a Alicia, Doña Rosa y Evelyn. Ojalá los libros tuvieran ese poder. Lo que sí sé es que Potosí no deja indiferente, que una vez conocida esta realidad es imposible olvidarla. Cada vez que abra una lata de conservas no podré evitar pensar, como Izagirre, que igual una micropartícula del estaño de esa lata ha sido extraído por una niña de un agua contaminada de ácido y que, para cuando ha llegado esa lata a mí, la niña es posible que haya muerto. ¿Para qué sirve esto? Tampoco lo sé. Pero prefiero tener ese conocimiento, pensar en esa niña, a no tener la posibilidad de hacerlo. Y eso se lo debo a Ander Izagirre.
La Marea