Por Sumito Estévez
Pique primero bastante ají dulce. Ese ají que nació picante en las faldas de los andes bolivianos y cuando llegó a estas tierras de gracia, lo fuimos domesticando hasta que no picara y terminara por encerrar una fragancia que solo desea florecer en nuestros climas. Porque nuestro sancocho es denominación de origen.
Ponga en la olla aceite de maíz. De ese mismo maíz del que estamos hechos a imagen y semejanza. El mismo que nos da la vida. Porque sabemos que cada pueblo aprende a trabajar con el aceite que le tocó para bien. Unos con olivas, otros con mostaza, otros con ajonjolí y otros son soya. Cada pueblo con sus aromas, y los nuestros nacen desde el maíz. Porque nuestro sancocho es recuerdo de lo que fuimos para lograr ser lo que seremos.
Pinte el aceite con un poquito de onoto. El mismo que tiñó la piel de nuestro pasado indígena. El mismo que da color amarillito sin enfermar a las personas. El mismo que ha coloreado nuestras hallacas. Porque nuestro sancocho es la prueba de que la comida venezolana es sana y que una dieta latinoamericana que respete los siglos de conocimiento del pasado, es una dieta sanadora.
Después de agregar el ají dulce al aceite, agregue ajo picadito también, pero no cualquier ajo; sino el ajo chiquito de aroma punzante que no ha habido ajo chino importado grande y robusto que pueda igualar. Es como que si nuestro ajo gritara con desparpajo que si olvidamos a nuestros campesinos y comenzamos a importar, el castigo será en sabor y olor. Porque nuestro sancocho es soberanía.
Agregue cebollín y, si tiene, también ajo porro. Y si le gusta poner otro tipo de monte pues agregue monte y llámelo monte. Y eso que chisporrotea en el aceite llámelo sofrito y no mirepoix o brunoise. Y guarde para más tarde un atadito de culantro con yerbabuena y llámelo compuesto, porque compuesto es como llamamos en Venezuela al bouquet que aromatiza nuestros caldos. Porque nuestro sancocho nos dice que la liberación empieza por el lenguaje. Por el orgullo hacia nuestras palabras.
Busque una gallina pica tierra y, luego de despresada, póngala a sudar tapada a fuego bajo con el sofrito, por una ½ hora. Si no sabe lo que es sudar, pregúntele a su madre como son las complejas e interesantes técnicas de la cocina venezolana. Use una de esas gallinas que hay para la venta en absolutamente todos los pueblos y mercados del país. Una de esas que se crió en libertad, fue muy feliz y hasta querida. Una de esas que jamás supo de cárcel y mucho menos de hacinamiento. Una de esas que no conoció los antibióticos. Flaca porque flaca es su raza. Dura porque dura es su raza. Sana porque sana es su raza. Porque nuestro sancocho es un grito de ecología, y la prueba de cómo hemos ido desarrollando técnicas complejas de cocina que, además, nos encanta enseñar.
Agregue agua y sal a la olla. Y agregue el compuesto. Cuando comience a salivar por culpa del olor del culantro, recuerde que cada pueblo tiene su olor. Que aunque no conozcamos a un vecino y tenga su puerta cerrada, si este cocina venezolano sólo por el aroma de su guiso sabremos que en esa casa se cocina venezolano. Culantro que provoca enfrascar y tener como perfume. Porque nuestro sancocho es el frasco que los venezolanos hemos inventado para guardar el perfume de lo que somos.
Cuando la gallina esté bien blandita agregue yuca, ocumo y apio cortado tan pequeño como a usted le guste. Agregue los tubérculos con respeto a esa olla con aceite de maíz, ají dulce y onoto. Ha comenzado el abrazo entre la negra África y la indígena América. Porque nuestro sancocho es abrazo, encuentro, raza, matrimonio.
Agregue papa. Pero no la papa transgénica, tan inmaculada y empobrecedora ella. Tan perfecta y mortal. Agregue papa de nuestros campesinos. Pequeña y manchada, es decir, perfecta. Papa que deja el agua clarita y se vuelve arena en la boca. Papa con la que se topó Colón en sus rezos para palear el hambre en Europa. Papa que sabe a papa. Porque nuestro sancocho es, ya lo dijimos, ecología, denominación de origen y soberanía alimentaria.
A veces se consigue Mapuey y a veces Pan de año. A veces Lairén y a veces quimbombó ¡Aproveche! Estamos en el país de las mil estaciones y cada mes es una fiesta. Porque nuestro sancocho es estacionalidad en medio de un concierto barroco.
…Y si vienen más personas, échele agua a la sopa. Porque jamás haremos un plato si no es para compartir, y jamás permitiremos que alguien con hambre toque nuestra puerta para salir igual. Porque nuestro sancocho es, sobre todo, el discurso desde el que demostramos que somos hermosos porque somos humanos.
Pique primero bastante ají dulce. Ese ají que nació picante en las faldas de los andes bolivianos y cuando llegó a estas tierras de gracia, lo fuimos domesticando hasta que no picara y terminara por encerrar una fragancia que solo desea florecer en nuestros climas. Porque nuestro sancocho es denominación de origen.
Ponga en la olla aceite de maíz. De ese mismo maíz del que estamos hechos a imagen y semejanza. El mismo que nos da la vida. Porque sabemos que cada pueblo aprende a trabajar con el aceite que le tocó para bien. Unos con olivas, otros con mostaza, otros con ajonjolí y otros son soya. Cada pueblo con sus aromas, y los nuestros nacen desde el maíz. Porque nuestro sancocho es recuerdo de lo que fuimos para lograr ser lo que seremos.
Pinte el aceite con un poquito de onoto. El mismo que tiñó la piel de nuestro pasado indígena. El mismo que da color amarillito sin enfermar a las personas. El mismo que ha coloreado nuestras hallacas. Porque nuestro sancocho es la prueba de que la comida venezolana es sana y que una dieta latinoamericana que respete los siglos de conocimiento del pasado, es una dieta sanadora.
Después de agregar el ají dulce al aceite, agregue ajo picadito también, pero no cualquier ajo; sino el ajo chiquito de aroma punzante que no ha habido ajo chino importado grande y robusto que pueda igualar. Es como que si nuestro ajo gritara con desparpajo que si olvidamos a nuestros campesinos y comenzamos a importar, el castigo será en sabor y olor. Porque nuestro sancocho es soberanía.
Agregue cebollín y, si tiene, también ajo porro. Y si le gusta poner otro tipo de monte pues agregue monte y llámelo monte. Y eso que chisporrotea en el aceite llámelo sofrito y no mirepoix o brunoise. Y guarde para más tarde un atadito de culantro con yerbabuena y llámelo compuesto, porque compuesto es como llamamos en Venezuela al bouquet que aromatiza nuestros caldos. Porque nuestro sancocho nos dice que la liberación empieza por el lenguaje. Por el orgullo hacia nuestras palabras.
Busque una gallina pica tierra y, luego de despresada, póngala a sudar tapada a fuego bajo con el sofrito, por una ½ hora. Si no sabe lo que es sudar, pregúntele a su madre como son las complejas e interesantes técnicas de la cocina venezolana. Use una de esas gallinas que hay para la venta en absolutamente todos los pueblos y mercados del país. Una de esas que se crió en libertad, fue muy feliz y hasta querida. Una de esas que jamás supo de cárcel y mucho menos de hacinamiento. Una de esas que no conoció los antibióticos. Flaca porque flaca es su raza. Dura porque dura es su raza. Sana porque sana es su raza. Porque nuestro sancocho es un grito de ecología, y la prueba de cómo hemos ido desarrollando técnicas complejas de cocina que, además, nos encanta enseñar.
Agregue agua y sal a la olla. Y agregue el compuesto. Cuando comience a salivar por culpa del olor del culantro, recuerde que cada pueblo tiene su olor. Que aunque no conozcamos a un vecino y tenga su puerta cerrada, si este cocina venezolano sólo por el aroma de su guiso sabremos que en esa casa se cocina venezolano. Culantro que provoca enfrascar y tener como perfume. Porque nuestro sancocho es el frasco que los venezolanos hemos inventado para guardar el perfume de lo que somos.
Cuando la gallina esté bien blandita agregue yuca, ocumo y apio cortado tan pequeño como a usted le guste. Agregue los tubérculos con respeto a esa olla con aceite de maíz, ají dulce y onoto. Ha comenzado el abrazo entre la negra África y la indígena América. Porque nuestro sancocho es abrazo, encuentro, raza, matrimonio.
Agregue papa. Pero no la papa transgénica, tan inmaculada y empobrecedora ella. Tan perfecta y mortal. Agregue papa de nuestros campesinos. Pequeña y manchada, es decir, perfecta. Papa que deja el agua clarita y se vuelve arena en la boca. Papa con la que se topó Colón en sus rezos para palear el hambre en Europa. Papa que sabe a papa. Porque nuestro sancocho es, ya lo dijimos, ecología, denominación de origen y soberanía alimentaria.
A veces se consigue Mapuey y a veces Pan de año. A veces Lairén y a veces quimbombó ¡Aproveche! Estamos en el país de las mil estaciones y cada mes es una fiesta. Porque nuestro sancocho es estacionalidad en medio de un concierto barroco.
…Y si vienen más personas, échele agua a la sopa. Porque jamás haremos un plato si no es para compartir, y jamás permitiremos que alguien con hambre toque nuestra puerta para salir igual. Porque nuestro sancocho es, sobre todo, el discurso desde el que demostramos que somos hermosos porque somos humanos.