Posted: 30 Mar 2018 07:10 AM PDT
Por Editorial de Ara.cat
Se
ha abierto la veda del “A por ellos”. Si los aparatos del Estado en
bloque no disimulan en su cruzada, por qué deberían hacerlo los
grupúsculos ultras? ¿Por qué no volver a la violencia explícita? Sí, se
ha desatado la bestia, a la que, como dice el filósofo holandés Rob
Riemen, deberíamos decir por su nombre: fascismo.
El ataque neonazi en el Ateneu Popular de Sarriá, quemado en un ataque vandálico de madrugada, es un síntoma más del enrarecido clima de criminalización de ideas que algunos desde hace tiempo atienden de manera irresponsable. La desinhibición ultra no es casual ni artificial, y naturalmente no puede hacerse responsable al Proces, que ha sido rigurosamente pacífico y cívico, y que debe seguir siéndolo. Sería como culpabilizar a la víctima. No es casual ni artificial porque la cultura política en España ha permitido, de la Transición a esta parte, la supervivencia de un sustrato ideológico de raíz franquista, a menudo teñido o emparentado con el neonazismo.
La falta de una política de memoria sobre los crímenes de la dictadura -en realidad deberíamos hablar de una consciente política de desmemoria- ha hecho posible esta peligrosa continuidad, a menudo amparada oficialmente. Basta pensar en el Valle de los Caídos, en la Fundación Francisco Franco y en tantos monumentos y topónimos que aún pueblan las plazas y las calles de España. Ha sido más que tolerancia.
De hecho, la Transición fue mucho menos plácida y pacífica de lo que se ha querido decir: el españolismo ultra tenía medios de comunicación propios, estaba instalado en el ejército y otros cuerpos policiales, y campó por la calle con notable impunidad. El 23-F en 1981, con el Tejerazo el Congreso de Diputados, tuvo su momento álgido y también cuando se pasó página.
La derecha política, escarnecida, decidió normalizarse, y optó por deshacerse, al menos formalmente, de la influencia de los sectores más ultras. Y en 1982, además, el PSOE ganaba las elecciones. Entonces vino el silencio. También la izquierda quiso pasar página desde el poder. El miedo a la tentación revanchista y al fantasma de las dos Españas fue la excusa. El resultado de aquella concesión, sin embargo, ha sido la transmisión ininterrumpida en círculos reducidos de una cultura fascista sin representación política en las instituciones y que, según los momentos y los lugares, ha sido más o menos nostálgica. Madrid, Valencia y Barcelona han mantenido núcleos ultras todas estas décadas.
Y de golpe, ahora que el Proces se ha convertido en el enemigo oficial de la España gobernada por el PP con el aval de Cs -la nueva derecha moderna nacionalista- y del PSOE -la vieja izquierda nacionalmente acomplejada-, el españolismo más radical reaparece impúdicamente a la escena pública, en un ambiente de caza de brujas contra el independentismo en el que participan desde la justicia hasta los medios de comunicación, pasando por los cuerpos de seguridad.
Se ha abierto la veda del “A por ellos”. Si los aparatos del Estado en bloque no disimulan en su cruzada, por qué deberían hacerlo los grupúsculos ultras? ¿Por qué no volver a la violencia explícita? Sí, se ha desatado la bestia, a la que, como dice el filósofo holandés Rob Riemen, deberíamos decir por su nombre: fascismo. Una bestia, además, que si mira hacia fuera se da cuenta que tiene el viento ideológico mundial a favor. La ultraderecha hace tiempo que gana terreno en una Europa que ve, impotente, como Trump y Putin imponen su autoritarismo.
https://www.ara.cat/opinio/ que-darrere-latac-neonazi- Sarria_0_1987601263.html
Imagen de portada: Pintades amb simbologia nazi i amenaces a l’interior de l’Ateneu Popular de Sarrià / FRANCESC MELCION
El ataque neonazi en el Ateneu Popular de Sarriá, quemado en un ataque vandálico de madrugada, es un síntoma más del enrarecido clima de criminalización de ideas que algunos desde hace tiempo atienden de manera irresponsable. La desinhibición ultra no es casual ni artificial, y naturalmente no puede hacerse responsable al Proces, que ha sido rigurosamente pacífico y cívico, y que debe seguir siéndolo. Sería como culpabilizar a la víctima. No es casual ni artificial porque la cultura política en España ha permitido, de la Transición a esta parte, la supervivencia de un sustrato ideológico de raíz franquista, a menudo teñido o emparentado con el neonazismo.
La falta de una política de memoria sobre los crímenes de la dictadura -en realidad deberíamos hablar de una consciente política de desmemoria- ha hecho posible esta peligrosa continuidad, a menudo amparada oficialmente. Basta pensar en el Valle de los Caídos, en la Fundación Francisco Franco y en tantos monumentos y topónimos que aún pueblan las plazas y las calles de España. Ha sido más que tolerancia.
De hecho, la Transición fue mucho menos plácida y pacífica de lo que se ha querido decir: el españolismo ultra tenía medios de comunicación propios, estaba instalado en el ejército y otros cuerpos policiales, y campó por la calle con notable impunidad. El 23-F en 1981, con el Tejerazo el Congreso de Diputados, tuvo su momento álgido y también cuando se pasó página.
La derecha política, escarnecida, decidió normalizarse, y optó por deshacerse, al menos formalmente, de la influencia de los sectores más ultras. Y en 1982, además, el PSOE ganaba las elecciones. Entonces vino el silencio. También la izquierda quiso pasar página desde el poder. El miedo a la tentación revanchista y al fantasma de las dos Españas fue la excusa. El resultado de aquella concesión, sin embargo, ha sido la transmisión ininterrumpida en círculos reducidos de una cultura fascista sin representación política en las instituciones y que, según los momentos y los lugares, ha sido más o menos nostálgica. Madrid, Valencia y Barcelona han mantenido núcleos ultras todas estas décadas.
Y de golpe, ahora que el Proces se ha convertido en el enemigo oficial de la España gobernada por el PP con el aval de Cs -la nueva derecha moderna nacionalista- y del PSOE -la vieja izquierda nacionalmente acomplejada-, el españolismo más radical reaparece impúdicamente a la escena pública, en un ambiente de caza de brujas contra el independentismo en el que participan desde la justicia hasta los medios de comunicación, pasando por los cuerpos de seguridad.
Se ha abierto la veda del “A por ellos”. Si los aparatos del Estado en bloque no disimulan en su cruzada, por qué deberían hacerlo los grupúsculos ultras? ¿Por qué no volver a la violencia explícita? Sí, se ha desatado la bestia, a la que, como dice el filósofo holandés Rob Riemen, deberíamos decir por su nombre: fascismo. Una bestia, además, que si mira hacia fuera se da cuenta que tiene el viento ideológico mundial a favor. La ultraderecha hace tiempo que gana terreno en una Europa que ve, impotente, como Trump y Putin imponen su autoritarismo.
https://www.ara.cat/opinio/
Imagen de portada: Pintades amb simbologia nazi i amenaces a l’interior de l’Ateneu Popular de Sarrià / FRANCESC MELCION