Resumen Latinoamericano / 18 de junio de 2018
En este proceso electoral el principal error cometido por el establecimiento -empresarial y sobre todo mediático- es que concentraron sus análisis y sus ataques en detalles personales de Gustavo Petro. Obsesionados por Uribe Vélez -como el “gran colombiano”-, por Popeye y por algún héroe empresarial que “consiguió su fortuna solo con su esfuerzo”, buscan y han querido ver en Petro la imagen invertida de sus visiones individualistas.
Muy tardíamente -y muchos aún no lo han hecho- voltearon a ver al otro lado de la tarima: a la gente de los pueblos y barriadas de Colombia que ha vivido y producido una especie de terremoto político. Porque no es Petro el fenómeno político de esta coyuntura. Al fin y al cabo, se trata de un líder bastante conocido en el país que ya había sido candidato presidencial. Lo que en verdad resulta nuevo es la conexión emocional del campo popular, la ampliación de un sentimiento de clase antioligárquico y la reaparición en el escenario político de una idea casi olvidada por el movimiento social: somos más y sobre todo, podemos ganar.
A Petro y Ángela María -y a su equipo de campaña- debemos reconocer el que hayan encontrado el talante requerido para ese propósito: no hacer una campaña para ser oposición sino para gobernar, proponer soluciones y alternativas serias y realizables en el justo momento en que la oligarquía se resiste a imaginar cualquier cambio aunque sea urgente y elemental (por eso la derecha terminó reciclando mal, a destiempo y sin credibilidad las propuestas de Colombia Humana), respetar al pueblo y hablar con la gente explicando los problemas complejos del país, no acudir a los eslóganes para reemplazar los argumentos, enfrentar la jauría mediática sin perder la calma, estimular la creatividad de todos los sectores. Claro que hay temas con los que la izquierda histórica discrepa de Petro; pero a diferencia de otras épocas en esta ha sido claro que se ha priorizado lo que une y no lo que divide.
Se abre para el país popular un período lleno de desafíos para enfrentar a una derecha unificada, temerosa de la democracia y rabiosa con el pueblo colombiano. Una derecha que ha acudido sistemáticamente al crimen para enfrentar incluso débiles desafíos a su hegemonía, y que intentará con más furia destruir los acumulados populares si estos tienen en sus manos algunos instrumentos de la institucionalidad. Ya habrá oportunidad de analizar ese contexto. Independientemente de ello ya podemos ir sacando algunas pistas para trabajar.
La primera señal importante para las organizaciones populares es que desde la izquierda es posible liderar a las capas medias, eso que por facilidad llamamos el centro político. Es verdad que la derecha lo hizo muy mal: reprodujeron el esquema demonizador que al parecer les funcionó con el plebiscito (el fantasma castro-chavista y el miedo a la venezolanización), pero subvaloraron que desde entonces quedó en evidencia su táctica de miedos y mentiras (aunque hay sectores que esta vez creyeron que Petro iba a cerrar iglesias y expropiar viviendas familiares). Lo cierto es que constantemente quedaron en ridículo por el abuso de estas tretas propagandísticas. Derrotada esta estrategia en buena parte del país, los liderazgos políticos centristas vieron cómo su base social ya no se quedaba en ese centro-atrapa-todo en el que han sentado sus reales y, por el contrario, con entusiasmo creciente se aliaba con el supuesto extremo-izquierdismo de Petro. Ahora que la izquierda no asusta a las barriadas y por pura gravedad absorbe el centro político, el establecimiento es el que tiene miedo.
Hoy tenemos un escenario propicio: la izquierda no es asociada a la guerra. Hoy la izquierda es el proyecto político que tiene propuestas para el país, la que consecuentemente lucha contra la corrupción y la que defiende con convicción la solución política del conflicto armado. Ante un escenario como este, donde decenas de comunidades y familias no tienen miedo de la izquierda, se impone la más grande amplitud política para que sea un proceso duradero.
Resultado de lo anterior hay un segundo saldo del fenómeno Petro: la unificación práctica, programática y simbólica de las derechas. Se han dado cita en torno de lo más corrupto, lo más cavernario, lo más racista, lo más delincuencial de toda la clase dominante del país. Denunciar esta coalición del mal es una tarea que no termina con la elección presidencial; por el contrario, esta imagen de la oligarquía atrincherada tras el uribismo por miedo a la democracia, desprecio a la paz y odio a los humildes, por muchos meses será un referente de acción política. La sabiduría popular ha dicho estas semanas que nunca un voto resultaba tan efectivo para derrotar a la vez a Pastrana y Uribe, Vargas Lleras y Santos, Popeye y los Ñoños, el cartel de la toga y el cartel de Medellín.
No se trata de negar que hay sectores importantes del establecimiento que le apuestan a una salida democrática del conflicto armado, o que en verdad quieren superar la corrupción, o que están por la modernización institucional; pero sí de entender que con tal de proteger sus privilegios ante una básica propuesta reformista la mayoría de ellos están dispuestos a alinearse con el diablo.
Un tercer saldo práctico de la coyuntura es el evidente desmarque que han tenido amplios sectores frente al clientelismo. El fenómeno se ha dado en todo el país: antiguos “paquetes electorales” que normalmente se ofrecían a los gamonales a cambio de dineros y favores, en esta ocasión no parecen acoger este patrón. La situación se da en modo dramático para la derecha en la Costa Atlántica, pero el fenómeno es generalizado; los propios capitanes electorales de los barrios se le han volteado a los clientes históricos.
Es claro que no se derrota una tradición clientelista en una mera coyuntura electoral. Los sectores democráticos tienen la oportunidad de apuntalar esta “rebelión de la decencia” contra las corruptelas electorales. Se avizoran intensos meses de recoger lo sembrado: darle forma y continuidad a las articulaciones unitarias que se formaron estos meses en torno de la campaña presidencial; propiciar la auto organización sectorial (sobre todo de las juventudes); profundizar los ejercicios de educación política; etc. Pasada la campaña electoral se inicia una campaña por la organización y formación de nuevas ciudadanías, nuevos actores populares y nuevas experiencias de articulación social por fuera de las redes clientelares.
El desmarque de los nuevos electorados juveniles no es algo que se pueda atribuir a la campaña de Petro. Pero constituye un hecho poderoso de cambio político: las juventudes en casi todo el país ya no acompañan las propuestas de la derecha, la inmensa mayoría se inscribe en la izquierda y el centro-izquierda y entre estos, la mayoría ha estado desde el principio por la propuesta alternativa. Lograr que esta nueva generación politizada a su vez eduque a otros sectores que cursan la educación secundaria e iniciando la universitaria, es una tarea posible.
La campaña de la izquierda por la paz y los cambios tiene fuerza en 40 por ciento de los municipios colombianos, y con amplias alianzas programáticas pueden acrecentar su ventaja sobre las coaliciones de la derecha. Llamamos a mantener la ola unitaria, esperanzada y creativa que hemos vivido. Si lo logramos el país popular habrá dado el salto que hace décadas estamos esperando.