Publicado por: Jose Sant Roz
José Sant Roz
- Los pocos indígenas que quedaron del genocidio español en América, junto con los negros traídos de África, nos salvaron de que este hemisferio acabase siendo otro enclave europeo, como es hoy Estados Unidos. Porque entre nosotros se produjo una mezcla milagrosa, grandiosa, que hoy puede decirse resume la esperanza del mundo, la salvación de la humanidad. Lo más representativo de esa mezcla es Simón Bolívar. Bolívar sin el indio ni el negro que llevaba en su sangre no hubiese sido nadie. Cuando Bolívar viene al mundo nuestro país es virgen y despoblado. Pocas casas, formidables extensiones boscosas, que como se dijo de España, una ardilla podría recorrerlas de norte a sur sin llegar a tocar la tierra: inmensidades con sesenta mil esclavos, y en las ciudades predominando alguna que otra iglesia soñolienta, plazas amodorradas para el sabroso discurrir del ocio; no existe tiempo, no hay prisa porque lo que ha llegado de fuera fue poseído por la tierra. Los murmullos de los arrieros o de algún viajero, resumen los pocos movimientos de la ciudad. La paz es la madre de todas las horas. La vida es muy sencilla, las preocupaciones sociales penden de un señor supremo que está en el cielo, y otro en un lugar tan lejano, allende los mares, que recibió de otro supremo la posesión de las almas que allí hacen vida; quizá nunca lo verán como nada saben del dios de los cielos.
- Siempre había sido así y lo seguirá siendo por los siglos de los siglos. Las órdenes vienen de muy lejos, los funcionarios que administran los productos que da la tierra vienen de muy lejos; los impuestos se los llevan muy lejos. Lo que aquí se descubre tiene un dueño. Lo que aquí se encuentra se lo llevan. Del otro lado de las montañas dicen que llegaron unos hombres barbados que alegaron derechos de propiedad por haber “descubierto” estas tierras; no se contentaron con «descubrirlas»: se quedaron, imponiendo sus extrañas costumbres y leyes.
- A medida que la tierra fue poseyendo a los barbudos acorazados, ellos fueron entendiendo que no descubrieron nada sino que la colonizaron. Al hombre que ha nacido en el Nuevo Mundo todavía le cuesta encontrar su lugar. Fue un negocio muy malo: para justificar la santa posesión de todo un continente, nos trajeron la religión cristiana, y nos dijeron: «Adorad al dios verdadero, inclinaos ante él, porque todo a Él se lo debéis». Y fue entonces como otra DEUDA EXTERNA. Quedamos profundamente ENDEUDADOS para siempre. No bastaba pagar, y que se lo llevaran todo, y que fuésemos sus esclavos, y careciésemos de justicia, de toda clase de derechos, y adorásemos a sus imágenes, y nos llamasen vasallos de un rey o rico empresario, pues tales acatamientos lo que hacían y han hecho es reforzar y eternizar nuestras llagas y pesadumbres, contra las que venimos luchando desde casi 500 años. Nuestras vidas, nuestras propiedades y esfuerzos quedaron en manos lejanas e invisibles. Luego cuando los imperios se peleen, pasarán las órdenes de nuestro sometimiento de unas manos a otras. Hay un derecho de eternidad extraño que nos está echando en cara de que nada tenemos, que nada merecemos. Que nacimos desnudos, sin derecho, sin alma, y así debemos morir. Porque hasta la religión se nos inoculó a sangre y fuego nos definió desde el principio como herejes, incluso antes de nacer. Nacimos con el estigma de la herejía en la sangre. Al criollo se le negó desde 1492, el derecho a sentir la tierra, a poseerla, a amarla.
- El pequeño Bolívar, en brazos de la negra Hipólita, conoció primero la esclavitud que el esplendor de su linaje. La negra Hipólita, haciéndolo su hijo, en la hacienda de los Valles de Aragua, lo cargaba entre los siervos de la gleba, escuchando sus cantos, sus plegarias y poesía. Veía Simón a su alrededor esclavos que aún entre penas y sinsabores, reían y bailaban. Era otro dios al que amaban, y otra la manera de entender el suplicio de aquellas penas, y ellos hablándole de los extensos sembradíos, de las minas y bienes que habría de heredar, le decían: “Tú también eres un esclavo”.
- La condición de esclavo se llevaba en la sangre y se adquiría al nacer. Defender en nombre de sus privilegios lo que tenían, encubrir las injusticias, asesinar y robar para el poder que les daba España, y actuar como eternos serviles a sus intereses, era la más perversa y vil manera de prostituirse y vivir en servidumbre. Sus riquezas eran usurpaciones, y estaban amasadas con la ignominia, el crimen, el despojo. Había un sentimiento de estafa, y eso que aún no tenía siquiera ocho años Bolívar. Aquella vida ya asegurada, aquellos negocios tan prósperos eran fortunas asentadas sobre escoria y crímenes. La farsa de ser afortunado, noble y respetado, por títulos, privilegios y abolengos. Al morir su madre, tiene nueve años. Edad difícil para aceptar la muerte de los seres queridos, y en la desolación de aquellas extensas propiedades, la muerte señoreaba todo. Encomiendo mi alma a Dios -dirá en su testamento-, nuestro Señor, que de la nada la creó, y el cuerpo a la tierra de que fue formado…
- Desde un principio, los dueños de las tierras y de los poderes, cierta intelectualidad criolla, se dedicó a maquillar aquel portento de genialidad y de autenticidad americana, y se quiso vestirlo con los trajes de Napoleón, con las virtudes de un burgués y apaciguado propietario como George Washington; con las aureolas godas y los aparatajes del imperio que nos había sometido durante tres siglos. Lo fueron pintando entonces como un ser que no tenía pizca de sangre negra, que en él no había un solo afluente indígena. Quisieron hacerlo también un amante de la iglesia católica cuando fue muchas veces excomulgado, cuando no fue creyente y ni siquiera jamás alguien le vio persignarse. Había que levantar un molde de grandeza que inspirara sumisión, agradecimiento y obediencia del pueblo a la clase pudiente que se había adueñado de Venezuela.
- Pero Bolívar será nuestro indio eterno, nuestro negro sublime, quien dirá: “Tres siglos gimió la América bajo esta tiranía, la más dura que ha afligido la especie humana… El español feroz, vomitando sobre las costas de Colombia, para convertir la porción más bella de la naturaleza en un vasto y odioso imperio de crueldad y rapiña… Señaló su entrada en el Nuevo Mundo con la muerte y la desolación: hizo desaparecer de la tierra su casta primitiva, y cuando su saña rabiosa no halló más seres que destruir, se volvió contra los propios hijos que tenía en el suelo que había usurpado”. Lo que se nos quería hacer ver y sentir la oligarquía era que en definitiva Bolívar debía ser blanco, heredero de la traición española, dueño de tierras y del ganado, de los esclavos y de las reparticiones, y que provenía de la estirpe de los conquistadores y de los frailes, gente dada a gobernar sin trabajar, y de la cual nunca se había desligado. Y que sus proezas fueron para que se mantuvieran y se fortificaran esos lazos y esos legados. Y nos estuvieron durante siglos metiéndonos en los libros que su clase era la de los Aristiguieta, de los Palacios, de los Blancos. Todos de la añeja encina española.
- La labor de depuración de los antepasados del Libertador, y de la propia vida del grande hombre, pasó por un proceso de sacralización espantosa. Se quemaron muchas de sus cartas, se retocaron horriblemente documentos y testimonios relatados por personajes que le conocieron de cerca. La oligarquía caraqueña y bogotana pulió los bigotes de Bolívar, le aplanó sus arrugas de pliegues dolorosos, negó que su sangre fuese mezclada y se dijo que era blanco puro; sus estatuas y muchas de sus pinturas se adulteraron para darnos el rostro de un hombre netamente europeo, incapaz de tener un ápice de presencia americana, criolla y compuesta del subsuelo rico y múltiple de nuestras gentes.
- Lo plantaron en esas plazas como un monigote de espada al cinto, protector de los intereses de los magnates, para escarnio de nuestra historia y de la verdad, y para que allí se ahogara bajo los abotagados discursos en cada efemérides patria. Nunca vimos una estatua en alguna plaza donde Bolívar apareciese flaco, canijo, tuberculoso, sin camisa como lo sorprendió la muerte. Nunca lo mostraron con guayuco como se vistió en Guayana, ni aterido de tristeza y de profunda desolación frente a los partidos que destrozaron a Colombia la grande. Lo remozaron tanto que llegamos a desconocerlo. Y acabó en la ridiculez, siempre sobre un potro blanco, hermoso, y él con las mejores galas, que aquí se hizo tradición de pintar cuadros a los mandatarios sobre imponentes caballos blancos, a semejanza de esas pinturas hartos comunes sobre Napoleón, sobre Washington.
- Entonces lo colocaron en todas las plazas con ese porte extraño, como vigilante de los bienes de los poderosos. Lo llevaban en andas como hoy a la virgen que llora torrentes de sangre, y a la que se le pide un milagro para que les devuelva sus negocios y trampas.
Bolívar estaba sepultado entre glorias relumbrantes que para entenderlas debíamos hacerlo con el oropel de las grandezas de España.
Así y todo, había un Bolívar en los barrios, un Bolívar en los campos y un Bolívar en los cuarteles que aún no habían conseguido los poderosos deformárnoslo y arrancárnoslo. Ese Bolívar nos escocía el alma, nos latía en cada injusticia y nos estremecía cada vez que lo mirábamos aherrojado entre las fauces de los ditirambos oficiales. Poco a poco se fue imponiendo el Bolívar de los desposeídos, el verdadero, el auténtico. Hubo un retumbar de fuerzas que lo sacaron de las mamparas.