José Sant Roz
En aquel fluir de pueblo, en aquel rebullir de coloridos penachos y alegres cantos en la FILVEN – 2025. De amores y risas, abrazos y besos, miradas mar turquí y sonrisas de alelí. En medio de aquel cruce de diversas edades, entre cujíes y mastrantos generacionales, mirando uno, en lontananza, mi propia dilatada sombra, de aquel muchacho alebrestado y loco, tirapiedra y grosero, siendo estudiante en el liceo Andrés Bello, sobrecogiéndome los recuerdos, al pasar de nuevo, sesenta años después, por estos lares, con mis rastreras ilusiones de campesino llegado de Las Mercedes del Llano, con aquel infeliz derrotado de siempre, que no pudo enrolarse en la guerrilla urbana que dirigía Máximo Canales (Paul del Río) contra el gobierno de Betancourt, tras el ramalazo de aquel monstruo llamado Ditmer Miller quien asesinó al profesor Damián Ramírez-Labrador, el 15 de noviembre de 1962, y en el momento en que mi amigo del alma Manuel Ascanio, me pidió le sostuviera sus libros para ir a enterarse, en el Aula 19, del segundo piso, de lo que había ocurrido, de donde se oyó el vil disparo… el que cegó para siempre la luz de un hombre noble, el mejor profesor de Física de aquel Liceo. Fue Manuel Ascanio quien lo recogió herido de muerte, lo alzó y junto con otros compañeros lo llevaron, en las últimas, a la Cruz Roja, a unas siete cuadras,…
Allí, cerca de la Galería de Arte Nacional, se encuentra ese liceo tan querido de mi juventud, donde estudié y me gradué de bachiller, y en el que conocí a mi primera novia (Carmen Elena Canelón) con quien me casé y tuve cuatro hijos, y en medio de aquel maremagno de recuerdos, quise visitar aquel liceo Andrés Bello, pero al intentar ingresar, y tomar algunas fotos, de ipso facto fui abordado por dos vigilantes: “-Eso está prohibido”, queriendo decir que yo estaba por violentar la integridad moral de los niños, niñas y adolescentes, y que si acaso desconocía yo la LOPNA. Me dieron ganas de responderles: “¿Saben cómo es la cosa, palurdos (pajudos!)?, este liceo es más mío que de ustedes, ustedes cobran para vigilarlo, yo en cambio lo he vivido, puedo decir que aquí me hice, me formé como hombre y como político, como el pobre diablo que soy. Aquí me gradué, aquí di clases a miles de niños, niñas y adolescentes, cuando ustedes ni siquiera habían nacido…”.
De momento, no podía creer que yo hubiese llegado tan lejos en mis supuestos abusos, sólo por tratar de sacar unas fotos, por lo que me hice el pendejo y pedí perdón, me disculpé, guardé mi teléfono y salí de nuevo a la calle. Carajo, casi que meto la pata, comprometiendo mi insigne y reputadísima reputación de profesor, porque pudieron haberme fichado, y me escabullí por la sombrita de unos árboles que me conocieron cuando apenas me estaba haciendo un pobre diablo.
Entonces, fui andando hasta Parque Carabobo, con mi carga de abusos inmemoriales, palpando la cacha de mi fuka, calculando los años que han pasado, todas las vidas vividas y rematadas a las trompadas, ¡cuántos crímenes cometidos!, ¡cuántas infamias y miserias acumuladas, ¡metidas de pata!, quizás sea yo de la generación de los últimos supervivientes asesinos seriales de este país que cuánto me ha costado hacerlo mío. Yo que sobreviví a todos aquellos malandros que fueron mis compañeros, guerrilleros urbanos, expulsados en masa del Liceo Gustavo Herrera y que terminamos en el Liceo Alcázar, refugio de los mayores marginales (excluidos) de entonces, de aquel grupo de camaradas, muchos de los cuales murieron en la calle o en las cárceles y que también sostenían las mismas eternas luchas proletarias…, Vladimir Acosta, Néstor Francia…, personajes, otrora infaltables en estas fiestas de las letras, con los que solía conversar largamente y que ya no volveré a ver. ¡Tampoco vi a Mario Silva!, ese otro gran marginado del alma. Oye, Mario, creí que podía encontrarte en la Filven, hermano, …