José Sant Roz
Los saudíes lo recibieron como a un dios, y le regalaron un super avión, además de joyas y oro en grandes cantidades. El Rey Salman bin Abdulaziz Al Saud y el Príncipe Heredero y Primer Ministro Mohamed bin Salmán se postraron, acercaron sus largas y abultadas narices a su trasero y aspiraron hondo, degustando los excelsos elixires de su fétida digestión. Y a donde se dirija aquel promontorio rosado y defecante de chorizos y hamburguesas, allí corren bandadas de mandatarios de Occidente a inhalarlos. Toda la Unión Europea en pleno lo ha hecho: Ursula Gertrud von der Leyen, la primera. Ni qué hablar de ese infinito comecome del Javier Milei, del Bukele y el Noboa, de la hoy extinta Dina Boluarte, del mequetrefe panameño Mulino… Y así está hoy gran parte del mundo, postrada ante las ancas de ese bulto de miasmas y miserias humanas…
A tanta abominación y depravación no llegaron los emperadores romanos, Calígula o Nerón. Lo que nos falta es que grandes empresas como McDonald, comiencen a recoger las defecaciones de Trump para enlatarlas y venderlas por el mundo como deposiciones milagrosas, para salvar de cualesquiera males atribulen al planeta. Ya esto ocurrió en el pasado. El padre Santiago López Palacios recoge algunas de estas aberraciones, bajo el título de DEFECACIONES PATRIARCALES. Si, así mismo, de manera no simbólica, suele trabajar la Iglesia también, ¿de qué modo se está trastocando la realidad, para hacernos tragar cuantas bazofias hoy confeccionan las diabólicas mentes superiores para mantenernos sometidos a sus idiotizantes procederes? Resulta que cuando el gran patriarca de Constantinia hacía sus defecaciones, los sacerdotes las recogían cuidadosamente en toallas de seda y las secaban al sol. Después mezclaban con almizcle, ámbar y benjuí, pulverizaban la pasta, completamente seca, la metían en cajitas de oro, y la mandaban a todas las iglesias y a todos los reyes cristianos. Y este polvo de las defecaciones patriarcales servía de incienso supremo para santificar a los cristianos en todas las ocasiones solemnes, especialmente para bendecir a los recién casados, para fumigar a los recién nacidos y bendecir a los nuevos sacerdotes. Pero como no podían servir para tantos usos en todos los países cristianos, los sacerdotes tenían que falsificar aquel polvo, porque las defecaciones del gran patriarca apenas bastaban por sí solas para diez provincias, mezclándolo con otras materias fecales menos santas, como por ejemplo, la de otros patriarcas menores y las de los vicarios. Hay que tener en cuenta que era muy difícil distinguirlas. Por consiguiente aquel polvo era muy estimado a causa de sus virtudes, pues aquellos sucios griegos, además de las fumigaciones, lo empleaban en colirios para las enfermedades de los ojos, en estomáticos para los intestinos. Y éste era el tratamiento al que se sometían los reyes y las reinas más grandes. Todo esto contribuía a que su precio fuese tan elevado, que el peso de un dracma se vendiera en mil dinares de oro.
Hoy, en este sentido, aparece un interesante trabajo de Máriam Martínez-Bascuñán, tratando precisamente este punto en el que señala: “Un Trump creado con IA pilota un caza con las palabras King Trump grabadas en el costado, sobrevuela manifestantes y les arroja excrementos. Parece claro que no estamos ante un político que oculta su crueldad, más bien la convierte en espectáculo. La obscenidad del gesto no es accidental; es el método. Trump no defiende valores tradicionales para violarlos en secreto: exhibe abiertamente su desprecio por las normas democráticas y sus seguidores lo celebran precisamente por eso. Lo que nos parece un colapso moral es, en realidad, una tecnología de poder sorprendentemente eficaz: la obscenidad performativa como estrategia política. No hay máscara ni doble moral. Sus seguidores no se engañan, más bien lo siguen porque desprecia abiertamente la moralidad. Y funciona. ¿Por qué? Tal vez genera un tipo particular de vínculo político, el goce compartido en la transgresión, porque cuando Trump viola las normas insultando, humillando o desafiando leyes, no está cometiendo errores políticos, sino ofreciendo a sus seguidores una experiencia de liberación, la fantasía de que ellos también podrían desafiar las restricciones que perciben como opresivas”.
Realmente Máriam Martínez-Bascuñán da en el clavo, que párrafo más contundente y clarificador de lo que venimos diciendo arriba. Agrega esta escritora: “Para mucha gente, normas democráticas como la corrección política, los derechos o la institucionalidad ya no representan una protección sino una limitación que Trump promete destruir. Cada acto de crueldad explícita confirma que él, efectivamente, lo hará. La obscenidad no lo debilita, lo hace más auténtico, y lo peor es que su sadismo nos arrastra a un terreno elegido por él: cada denuncia moral, cada protesta, alimenta el espectáculo. La atención mediática que genera, incluso siendo crítica, amplifica su mensaje: “Desafío todo lo que ustedes defienden, y puedo salirme con la mía”. El escándalo no es un efecto secundario, es el combustible. Cuando siete millones de personas salen a las calles defendiendo el Estado de derecho y el presidente defeca virtualmente sobre ellas, no estamos ante un error de comunicación. Trump declara que el lenguaje político de la dignidad ciudadana, la deliberación y el respeto mutuo ya no tiene poder vinculante para él. Sus seguidores entienden perfectamente el mensaje: “Esas reglas son para perdedores”.”
No tiene desperdicio esta alerta de algo que también practican la María Corina Machado, el Milei y el Bukele. A la María Corina su actitud le ha valido el Premio Nobel de la Paz por parte de Occidente. Es decir, un grado de degeneración de la política a niveles nunca vistos. Añade Máriam Martínez-Bascuñán: “El problema no es solo que Trump sea inmoral, sino que ha construido un espacio político donde la inmoralidad no es un obstáculo sino un activo. No podemos criticar su hipocresía, como hacemos con los políticos tradicionales, porque él no es hipócrita, así que la tentación obvia es responder con las mismas armas: abandonar las normas y adoptar tácticas sin escrúpulos, combatir el fuego con fuego. Es la trampa que nos tiende el trumpismo. Si la oposición viola las normas para “salvar la democracia”, Trump sabrá que ha ganado a un nivel más profundo, consiguiendo que todos aceptemos que las reglas ya no importan. Aquellos siete millones que llenaron las calles rechazando reyes y defendiendo el Estado de derecho representan algo muy valioso: la negativa a aceptar que la crueldad sea inevitable. Pero el gesto corre un doble riesgo: ser políticamente ineficaz si solo es simbólico, o caer en la tentación de mimetizarse con los modos del adversario y convertirnos en aquello contra lo que luchamos. Por eso es urgente saber si alguna de las ambiciosas figuras que pueblan la política se está haciendo una pregunta inevitable: ¿existe una tercera vía entre la pureza impotente y el pragmatismo corrosivo? Porque, entre todos, hemos de encontrarla”.
Qué trabajo más contundente y esclarecedor de lo que hoy disloca al mundo occidental…
