Cervantes

Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones; nuestro enemigo más fuerte, el miedo al poderoso y a nosotros mismos; la cosa más fácil, equivocarnos; la más destructiva, la mentira y el egoísmo; la peor derrota, el desaliento; los defectos más peligrosos, la soberbia y el rencor; las sensaciones más gratas, la buena conciencia, el esfuerzo para ser mejores sin ser perfectos, y sobretodo, la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia dondequiera que esté.

MIGUEL DE CERVANTES
Don Quijote de la Mancha.
La Colmena no se hace responsable ni se solidariza con las opiniones o conceptos emitidos por los autores de los artículos.

28 de abril de 2013

Una receta criolla y sabrosa

Un plato realmente maravilloso de la cocina oriental venezolana es el cuajao, que apelando al viejo truco gastronómico de las referencias por comparación (los españoles compararon al aguacate con peras, para hacerse entender), sería como nuestra versión de tortilla española de papa, con la diferencia de que se le coloca sofrito y algún producto marino. He probado cuajaos de camarón, de pescado, de erizo, y el rey indiscutido: de chucho (mantaraya) salado. Todo venezolano que se respeta le coloca dulce a la comida, así que el momento genial de esa invención popular fue agregarle tajadas de plátano frito a la mezcla de huevo. De hecho, ese plato nuestro, moderno y emblemático, como es el Pastel de Chucho (con bechamel o no, con queso amarillo o no, con chucho salado o fresco), tiene claramente su origen en nuestro cuajao oriental. Tanto nos representa en términos de memoria gustativa, que probablemente el pastel de Chucho es el plato más versionado por aquellos que están construyendo el actual movimiento de Alta Cocina Venezolana.

Amo el cuajao y suelo hacerlo. La primera vez que lo probé fue en el restaurante Friomar de mi amiga Isabel Marín (“La Negra”) en Boca del Río (península de Macanao), en la isla de Margarita. Por entrenamiento de oficio tengo buena memoria gustativa, de allí que no me fue difícil replicar la receta en casa. Con el tiempo le fui dando mi toque personal. Cada vez que hacía la receta tenía claro que en algo importante estaba fallando. Podía entender las variaciones de sabor de los ingredientes distintos que yo había introducido, pero esta falta que hacía que mi cuajao no fuera como el de Isabel, era algo más complejo. Estaba mas allá de los ingredientes. Finalmente logré descubrir el truco de Isabel, pero de eso les cuento un poco más adelante.

Para hacer mi cuajao, comienzo con un sofrito criollo de ají dulce y cebollín en aceite pintado con onoto. Agrego luego alcaparras picaditas y uvas pasas enteras, y cuando se han dormido un poco, le agrego cuadritos de tajada bien fritica de plátano maduro (la receta tradicional es con la tajada entera). Logrado este sofrito base, bato huevo entero y lo mezclo con un pisillo de cualquier pescado (cazón, robalo, etc.) que haya hervido en un caldo corto con cilantro, cebolla y ají dulce. Dependiendo del humor, a veces le agrego al huevo ruedas de papa hervida, de ½ centímetro de ancho. Pero en todo caso, lo importante es que no sea mucho huevo, tal como en el caso de la tortilla española de papa. A esta mezcla de huevo, pescado, y papa; le agrego el sofrito (no muy caliente para que no cocine el huevo), mezclo bien y en una sartén hago la tortilla. Basta cambiar el pescado por erizo, pescado salado, huevas y hasta mariscos, para tener variaciones de esta maravilla de nuestro acervo oriental.

Pero como bien comentaba antes. La de Isabel es mejor.

Un día pasé, como tantas veces, por el restaurante de Isabel en Macanao, y con la desfachatez que siempre he exhibido cuando me toca visitarla, entré de lleno a su cocina. Esta vez fui directo. No estaba para rodeos: “Isabel sírveme un cuajao, pero muéstrame como lo haces que quiero aprender”. Un imperativo disfrazado con la voz melosa de quien sabe que está a punto de robar un secreto.

Sofrió. Igual que yo. Agregó tajadas. Igual que yo. Reservó el pisillo de pescado. Igual que yo. Comenzó a batir el huevo... ¡Allí estaba el secreto! Isabel batió y batió y batió ese huevo hasta que era una espuma aérea que había quintuplicado su volumen inicial. El gran secreto de Isabel no era un secreto de sabor. Era un secreto de textura.

II

Quienes nos hemos dedicado a la cocina, como negocio y en plano profesional, solemos creer que el recetario popular es la base desde donde nos edificamos, pero que las técnicas están en nuestras cocinas. Vamos a la fuente popular en busca de sazón y de historia, pero rara vez nos metemos en las cocinas populares a aprender codo a codo como hacen un plato. Por eso, cuando le preguntamos a una Isabel (papel en mano) por la receta, su respuesta será la que tiene que ser: “Bata bastante el huevo”. Pero ese bata bastante el huevo escrito está muy lejos de lo que esa persona puede enseñarnos si estamos a su lado ayudándola. Lo peor, es que esta actitud displicente hacia los saberes populares ha tendido a empeorar a medida que se popularizan los chef con laboratorio de investigación, lo que es de una arrogancia tremenda porque estamos hablando de cientos de años (miles en algunos casos como Asia) de decantación de pruebas y error.

Amigo cocinero. Amiga cocinera. La próxima vez que desee aprender como se hace un plato popular, entre a la cocina. La experiencia adquirida así, es infinita.

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