Por Héctor Abad Faciolince
| 12 de Abril, 2013
Traducido a 56 idiomas,
publicado en 150 países, con más de 54 millones de libros vendidos, a
Paulo Coelho hay que reconocerle al menos una virtud: es una mina de oro
para sí mismo y para las editoriales. En su libro de mayor éxito, El alquimista
(1988), un pastor de ovejas andaluz viaja hasta las pirámides de Egipto
en busca de un tesoro. Antes de llegar a su destino se encuentra con el
gran mago que posee los dos pilares de la sabiduría alquímica, es
decir, sabe destilar el elíxir de la larga vida y ha fabricado un huevo amarillo, la piedra filosofal, con cuya ralladura se puede convertir en oro cualquier otro metal.
En su viaje hacia las tumbas de los
faraones el alquimista le ha revelado al muchacho otro secreto: “Cada
hombre sobre la faz de la tierra tiene un tesoro que lo está esperando”.
Luego le explica que si no todos encontramos este tesoro personal, es
porque “los hombres ya no tienen interés en encontrarlo”. Sospecho que
muchos desgraciados se consuelan creyendo semejante ingenuidad. Vista
descarnadamente, es sólo una simpleza o una pía ilusión. Sin embargo hay
algo que tenemos que conceder, y es que sin duda Paulo Coelho encontró
su propio tesoro, en cierto sentido su piedra filosofal: la
ralladura sosa y rosa y empalagosa de su prosa se convierte —como por
arte de magia— en oro editorial, en millones de copias de consumo masivo
de mediocridad. Pero ¿cómo lo hace? ¿Y por qué, siendo un escritor tan
rudimentario en el uso del lenguaje, tan pobre en el pensamiento y tan
elemental en sus recursos estilísticos, consigue tocar la sensibilidad
de tanta gente?
No voy a dar la respuesta más obvia e
inmediata, la que todos dan: Si Coelho vende por sí solo más libros que
todos los demás escritores brasileños juntos, esto se debe precisamente a
que sus libros son tontos y elementales. Si fueran libros profundos,
complejos literariamente, con ideas serias y bien elaboradas, el público
no los compraría porque las masas tienden a ser incultas y a tener muy
mal gusto. Claro que en los millones de ejemplares vendidos hay algo de
esto. Pero también existen muchísimos libros tan malos como los de
Coelho que no tienen ningún éxito y, al contrario, hay unos cuantos
libros excelentes y literariamente impecables que se venden por
millones. En vez de tranquilizarnos con respuestas facilistas y
tautológicas (el vulgo es vulgar, el mercadeo vende), conviene examinar
con cuidado los libros de Coelho y no desdeñarlos de entrada con altivo
esnobismo. Me he impuesto el ejercicio de leerlos para tratar de
descubrir en qué estrategias temáticas y narrativas podría residir su
extraordinario éxito editorial.
La primera respuesta que me di, apenas
empezando la lectura de algunos de sus libros, fue que quizá Coelho
disfrazaba de misterio y asombro las puras tonterías. Oigan esta, por
ejemplo: “Era un día caluroso y el vino, por uno de estos misterios
insondables, conseguía refrescar un poco su cuerpo”. De verdad, qué
misterio insondable que un líquido quite la sed. Después me di cuenta de
que sus técnicas narrativas no se agotan en la simple estupidez; son
algo más hábiles y algo menos burdas.
Para empezar, los libros de Coelho
explotan hábilmente un universal humano: nuestra fascinación por los
poderes de adivinación y conocimiento sobrenaturales. Ya Thomas Hobbes
en su clásico Leviatán (1651) señalaba la irresistible
atracción (y por lo tanto el fácil engaño) que padecemos los seres
humanos ante todo tipo de presagios. Es una tradición muy antigua (una
socorridísima mina de oro, una piedra filosofal) explotar esta
debilidad de nuestra psicología. Copio el resumen que hace Hobbes de
estos engaños, el cual es preciso y exhaustivo, y parece a su vez un
resumen de las técnicas de seducción esotérica que Coelho utiliza en sus
libros:
“Así se hizo creer a los hombres que encontrarían su fortuna en las respuestas ambiguas y absurdas de los sacerdotes de Delfos, Delos, Ammon
y otros famosos oráculos, cuyas respuestas se hacían deliberadamente
ambiguas para que fueran adecuadas a las dos posibles eventualidades de
un asunto (…). A veces en las frases desprovistas de significado de los
locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino: a esta
posesión se la llamaba entusiasmo, y a estos modos de predecir
acontecimientos se les denominaba teomancia o profecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo cual se llamaba horoscopia. A veces en sus propias esperanzas y temores, en lo llamado tumomancia o presagio. A veces en las predicciones de los magos, que pretendían conversar con los muertos, a lo cual se llamaba nigromancia,
conjuro y hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude. A
veces en el vuelo casual o en la forma de alimentarse las aves, lo que
llamaban augurio. A veces en las entrañas de los animales sacrificados, a lo que llamaban aruspicina.
A veces en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto
de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a lo que se llamaba metoposcopia; o en las líneas de la mano, palmisteria; o en las palabras casuales, omina.
A veces en monstruos o accidentes desusados, como eclipses, cometas,
meteoros raros, temblores de tierra, inundaciones, nacimientos
prematuros y cosas semejantes, lo que se llamaba portenta y ostenta,
porque parecían predecir o presagiar alguna gran calamidad venidera. A
veces en el mero azar, como en el acertijo de cara y cruz, en el juego
de elegir versos de Homero y Virgilio, y en otros vanos e innumerables
conceptos análogos a los citados. Tan fácil es que los hombres crean en
cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire y
destreza puede sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia”.
Veamos de qué manera, “con donaire y
destreza”, Paulo Coelho le saca partido a nuestra credulidad, a nuestras
debilidades y a nuestra ignorancia. Me limitaré inicialmente a El alquimista,
su obra más leída, pero el mismo procedimiento se puede rastrear en
otros libros suyos. El pastor de ovejas andaluz, al principio del
cuento, tiene un sueño y va donde una adivina para hacérselo
interpretar. Qué deleite; la gitana no sólo le interpreta el sueño (“los
sueños son el lenguaje de Dios”) sino que también le lee la mano. Los
sueños del protagonista son el leitmotiv del libro, y es a través de ellos como poco a poco se acerca a su tesoro en el periplo Andalucía-Pirámides-Andalucía.
Para que un mago cobre prestigio como
persona capaz de predecir el futuro, mucho le conviene obrar el prodigio
de adivinar el pasado. Éste es el paso siguiente en el libro de Coelho:
un adivino escribe sobre la arena los episidios más significativos del
pasado del joven protagonista, incluyendo la primera vez que se hizo la
paja. Cabe aclarar que esta íntima revelación se expresa con palabras
mucho más recatadas: “Leyó cosas que jamás había contado a nadie, como
(…) su primera y solitaria experiencia sexual”.
El tono sapiente (de una sapiencia
falsa, pero en fin) y el ambiguo lenguaje oracular se van soltando en
pequeñas dosis a lo largo del libro. Les copio algunos ejemplos: “Cuando
deseas alguna cosa, todo el Universo conspira para que puedas
realizarla”; “La vida quiere que tú vivas tu Leyenda Personal”; “Todo es
una sola cosa”; “Existe un lenguaje que va más allá de las palabras”;
“Dios escribió en el mundo el camino que cada hombre debe seguir: sólo
hay que leer lo que Él escribió para ti”; “Cualquier cosa en la faz de
la tierra puede contar la historia de todas las cosas”. Pero además de
este tipo de enseñanzas baratas, de seducción infalible a pesar de su
pésimo gusto intelectual, el uso de la magia tradicional también va
apareciendo capítulo tras capítulo. Así, el protagonista, al promediar
el libro, “acompaña con los ojos el movimiento de los pájaros”. Mira las
aves: “De repente, un gavilán dio una rápida zambullida en el cielo y
atacó al otro. Cuando hizo este movimiento, el muchacho tuvo una súbita
visión: un ejército, con las espadas desenvainadas, entraba en el
oasis”. Es el clásico augurio, aunque bastante tosco, pues en vez de
descifrar el acertijo del vuelo de los pájaros, al pastor le basta verlo
para tener visiones.
Hay un ingrediente adicional que hace
más eficaz el recurso al pensamiento esotérico. Para volverlo
doctrinalmente inofensivo, para despojarlo de todo peligro satánico,
Coelho lo combina con dosis adecuadas de cristianismo tradicional: citas
de la Biblia, cuadros del Sagrado Corazón de Jesús, rezos del
Padrenuestro… El público mayoritario no se siente en pecado porque lee
herejías, y el narrador, al tiempo que se hace pasar por alguien dotado
de poderes paranormales (capaz incluso de telepatía), deja saber que él
es también un buen cristiano, a pesar de sus coqueteos con la magia.
Hasta aquí algunos elementos temáticos
que ayudan a entender, en parte, el favor de Coelho entre los lectores.
Pero además de lo temático, conviene señalar también algunas estrategias
narrativas del autor brasileño. Sus técnicas para ir tejiendo la trama
son tan elementales que me recordaron de inmediato el estudio clásico
sobre las formas canónicas del cuento infantil. Vladimir Propp, uno de
los padres de la narratología, publicó en Leningrado su monumental Morfología del cuento infantil
(1928). El principal mérito de este gran trabajo consiste en haber
hallado, por encima de los argumentos superficiales de cada cuento, una
serie de elementos formales repetitivos. Mirados al microscopio, es
posible descubrir que en todos los cuentos de hadas los personajes, por
distintos que sean, acometen siempre las mismas acciones, se ven
envueltos en situaciones o “motivos” análogos. Como señala Propp,
“cambian los nombres de los personajes, pero no sus acciones, o
funciones, por lo que se puede concluir que el cuento le atribuye
operaciones idénticas a personajes distintos”.
No voy a decir que Coelho leyó a Propp,
estudió cuáles son las “funciones” más elementales del relato
tradicional descubiertas por el ruso, y con esta receta se dedicó a
escribir el oro en polvo de sus novelas. Eso sería muy sofisticado. La
cosa es más simple: Coelho usa, intuitivamente y con alguna destreza,
las estructuras más primitivas del cuento infantil. Tomen ustedes
cualquiera de los libros de Coelho y verán lo fácil que resulta
identificar situaciones como las siguientes, señaladas por Propp en su Morfología:
“El héroe abandona la casa”; “el héroe es puesto a prueba o
interrogado”; “el héroe se pone en contacto con alguien que le dará un
don”; “el héroe recibe un objeto mágico”; “el héroe cae en desgracia”;
“el héroe se traslada o es llevado al lugar donde está el objeto de su
búsqueda”; “el héroe lucha con un antagonista”; “el héroe regresa”; “el
antagonista es castigado”; “el héroe se casa y sube al trono (u obtiene
grandes riquezas)”.
Es inútil cansarlos con los ejemplos
detallados en que las historias de Coelho parecen calcar literalmente
estos esquemas elementales. Les puedo asegurar que, al menos en sus
primeros libros, el brasileño repite paso a paso las estructuras
narrativas reveladas por el gran formalista ruso hace casi un siglo (y
éstos sí que son pronósticos: Propp no sólo describió la tradición
popular, sino que anticipó las recetas de un gran éxito editorial).
Los libros más recientes de Coelho, por ejemplo el último, Once minutos
(2003), son un poco menos rudimentarios que aquellos primeros títulos
que lo lanzaron a la fama. En este caso la trama, nutrida por algunos
elementos realistas (para esta novela Coelho usó el testimonio de
prostitutas existentes), es menos infantil, menos predecible. En todo
caso es posible que el inevitable desencanto que viene con los años haya
hecho que este último libro de Coelho sea menos ingenuo. Pero el buen
gusto estético e intelectual es muy difícil de adquirir, y por lo mismo Once minutos
(el cálculo de Coelho de lo que dura un coito), aunque menos
esquemático, es un libro incluso más cursi que los anteriores. No quiero
afirmar nada que no pueda demostrar con citas textuales. ¿Cuántos
ejemplos necesitan para convencerse de la irremediable cursilería de Once minutos?
Podría usar un número mágico, de esos que les encantan a los autores de
cuentos infantiles, siete, o tres. Para no exagerar, me voy a limitar a
tres momentos:
1. La protagonista (prostituta brasileña
que trabaja en Suiza, y la sola situación es ya de un sentimentalismo
telenovelesco), se encuentra con un pintor joven que la invita a su
casa. Ella observa que la casa es grande y está vacía. Entonces
concluye: “Debía de tener dinero de verdad. Si estuviese casado no
osaría hacer aquello porque siempre había gente mirando. Entonces era
rico y soltero”.
2. En el final feliz de la novela este
mismo pintor se le aparece a la muchacha con flores: “Ralf llevaba un
ramo de rosas, y los ojos llenos de luz que ella había visto el primer
día, cuando la pintaba”.
El rico y soltero que en la última
página se aparece con un ramo de rosas y se lleva a la muchacha a
conocer París es una situación tan perfectamente cursi que, por kitsch,
creo que ni Corín Tellado se atrevería a ponerla en una fotonovela. Pero
al promediar el libro hay otro momento todavía peor:
3. La prostituta le hace un regalo al
pintor del que se empieza a enamorar. Abre el bolso y busca su
bolígrafo. Dice: “Tiene un poco de mi sudor, de mi concentración, de mi
voluntad, y ahora te lo entrego. (…) Tú tienes mi tesoro: el bolígrafo
con el que he escrito algunos de mis sueños”.
Fuera de la ridiculez de la frase, que
es única, hay algo todavía más perturbador: al leerla uno se imagina que
el autor está copiando aquí su propia vida. Me parece ver la escena; el
multimillonario que ha vendido 54 millones de ejemplares con tantas
revelaciones de su estro poético, le muestra a una muchacha el objeto
mágico (y fálico) con que la va a conquistar. Le dice, pensando ya en el
colchón de la suite que los espera: “Te entrego mi tesoro: el bolígrafo
con el que he escrito algunos de mis sueños”. Debe tener un bolígrafo
para cada día, cada hotel y cada viaje. Y algo más triste: seguramente
algunas víctimas, igual que miles de lectores, se dejarán conquistar con
semejante frase y semejante halago. Claro que esto último es lo único
que no puedo demostrar de todo lo que he dicho sobre Coelho en este
artículo. Esta última situación tan sólo la supongo y es sólo una
hipótesis sin fundamento, producto de una mente malpensada; todo lo
demás lo he tomado directamente de sus libros.
***
Texto publicado en El Malpensante (2003)